Hermosillo, Sonora.-
Retomamos las riendas de Ciudades Sin Memoria, porque extrañamos a los lectores, alimentar nuestro ego pensando que nuestra opinión le importa a otras personas, la disciplina de escribir y la satisfacción de que recibir respuestas, así sean críticas para enriquecer el debate, o reclamos insensatos, burdos e incluso ofensivos, que hacen que el escritor se diga a sí mismo: “al menos le llegué a esa persona”.
Además, nos mueven reflexiones sobre un fenómeno que últimamente ha provocado el interés de muchos, no es nada nuevo, y transforma la memoria de nuestras ciudades: acciones de la sociedad (gobierno y civil) para remover, cambiar o reubicar monumentos, placas, nombres o cualquier otro vestigio histórico, porque ahora se entiende diferente. Ejemplos, la estatua de Cristóbal Colón en Paseo de la Reforma o el Árbol de la Noche Triste, ahora Árbol de la Noche de la Victoria; la caída de las últimas estatuas de los generales confederados en Estados Unidos; cambiar el nombre de franquicias deportivas como los Indians de Cleveland (MLB) o los Redskins de Washington (NFL); entre muchos otros en todo el mundo. Para que algunos entiendan mejor, la llamada “cultura de la cancelación” por motivos históricos, que es la que aquí nos compete, pues también la hay por motivos no históricos.
“Cultura de la cancelación”, sí, entrecomillado, porque aquí partimos de que mover una estatua no es cancelar. ¿Pero por qué nos molestan dichas acciones? Primero porque algunas personas que opinan que cambiar una estatua significa intentar borrar la historia, y nada más alejado de la realidad, pues el sentido de las acciones en inverso: no se cambia una estatua o un nombre de una calle para cambiar la historia, se cambia porque la historia ya ha cambiado. Lo anterior nos lleva al siguiente punto: que la historia cambia. Esta es una de las principales discrepancias entre los que estudian historia y los que no: los primeros parten de que la historia es interpretación del pasado, los segundos creen que la historia es el pasado.
John Gaddis decía que hacer historia era como subir a la cumbre de una montaña, voltear para ver el paisaje y describirlo. La descripción del alpinista es la historia, y siempre estará limitada por su capacidad de visión, las nubes que de momento se atraviesen, su cansancio, concentración y capacidad de describir lo que ve. Por eso su descripción nunca será idéntica de la que haga otro alpinista viendo el mismo paisaje desde el mismo punto. La historia es igual, una visión del pasado que cambia de persona en persona, de generación en generación. Siempre existirán datos fácticos, pero es imposible que no cambie la manera de entenderlos. El 12 de octubre de 1492, un grupo de personas arribaron en barco a un territorio desconocido para ellos, eso es fáctico, pero podemos llamar a ese acontecer el “descubrimiento de América” o “el inicio del invento de América”. Lo mismo el esparcimiento europeo en dicho territorio ¿Es colonización o conquista?
Hace más de medio siglo, Edmundo O’Gorman nos propuso que América no fue descubierta, sino inventada; la misma noción histórica nos proporcionó Miguel León Portilla, quien con su obra Visión de los vencidos nos presentó una nueva historia de lo que llamamos el proceso de conquista; e igual Eric Strokes, quien nos recordó que la historia de la Asia colonial es una interpretación europea. Además, muchos de los grandes historiadores inician sus obras subrayando que lo que presentan es su interpretación, y que cambiará conforme cambien las generaciones. Así lo advierte Friedrich Katz en su biografía sobre Pancho Villa, al decirnos que el personaje se transformará con el devenir de las nuevas generaciones, unas lo considerarán un bandido, otras dirán que fue un justiciero, un estadista, etc.
Obviamente, si interpretamos que los ibéricos de los siglos XV a XIX fueron conquistadores, nos incomodarán los monumentos para honrarlos, establecidos porque generaciones anteriores los interpretaban como exploradores y colonizadores. Lo mismo ocurre con los estadunidenses, que interpretaban a los confederados como defensores de la autonomía regional, pero ahora como esclavistas; a los ciudadanos del mundo soviético, que interpretaban a Stalin como defensor de las clases oprimidas, y ahora como el represor de dichas clases; entre otros ejemplos. En todos esos lugares se han removido monumentos. ¿Eso significa que desaparecerán de la historia Robert E. Lee y Stalin? Claro que no, porque la historia no es la estatua, es la palabra escrita. A menos de que se realicen políticas que impidan publicar sobre ciertos personajes o sucesos, que se destruya lo ya publicado, o que se cree un cuerpo de bomberos encargado de incendiar bibliotecas y librerías (como lo imaginó Ray Bradbury), entonces sí podemos hablar de un intento por borrar la historia, un intento de cancelar a un personaje o suceso, como lo hicieron los nazis, cuando arrojaron al fuego los libros con una historia diferente a la de ellos.
¿Qué estatuas en nuestro terruño resultarán incómodas? ¿La de Ignacio Pesqueira? ¿la de Juan Bautista de Anza (nuestro preciado “caballito”)? ¿la de Eusebio Kino? ¿la de Jesús García Corona? Tenemos una interpretación de la vida y obra de estos personajes, pero es imposible que las futuras generaciones los interpreten igual, e incluso ingenuo pensar que es posible imponer esa interpretación. Aunque suene contradictorio, resistirse al cambio de la interpretación y entendimiento del pasado, es luchar contra el futuro, lucha que nadie puede ganar. Lo que sí podemos garantizar, es que dicho entendimiento esté fincado en investigaciones, pruebas, ideas y debates.
Y no podemos terminar este mensaje, sin reclamar que las modificaciones a nuestras ciudades sin memoria sean por motivos de entendimiento histórico, y no por motivos comerciales (como frecuentemente ocurre), o por conveniencia de determinados grupos (que ocurre, pero es menos frecuente). Lo anterior lo digo porque, ha resultado terriblemente contradictorio que muchas personas se manifiestan ofendidas cuando se remueve una estatua, porque ahora se entiende distinto al personaje, pero no dicen absolutamente nada cuando se propone derribar un edificio histórico para construir un centro comercial.