Joven, toma de ti la poesía
y jura ―en vano― que el amor no existe.
Lo que amorosamente no dijiste
alimenta a los pájaros del día.
Cuando la realidad es fantasía
(la noche en un salón estaba triste…)
es porque al fin, de todo lo que fuiste
se coronó de espinas tu alegría.
Tú ya empiezas a ser para el abismo.
Líbralo como el viento que ladea
con su anchura delgada su espejismo.
Todo lo que te une y te rodea
es como el mar que sale de ti mismo
y a pesar de la sal su dicha ondea.
Al poeta Abigael Bohórquez
Carlos Pellicer
VIVO EN MUERTE
Para vivir eternamente, Abigael Bohórquez supo gran parte de su vida que debía de vivir amargamente, muerto en vida, antes de rendirse a esa muerte verdadera; la que fue una molestia en su madurez y un espanto de su juventud ya ida. Con su muerte logró su última transformación: dejó el capullo y ganó de veras sus alas de mariposa monarca, para que su obra literaria volara y migrara por el mundo en pos de su propia libertad. Murió de tantas maneras, que sólo él sabía qué debía estar vivito y pateando las piedras de su propio camino, que fueron muchas, y algunas con nombre y apellido. Sabía, pues, que al morir estaría más vivo que nunca.
Una de las primeras muertes en vida de Abigael Bohórquez, la más simbólica, fue la de su nombre oficial: Abigail Bojórquez García. En su infancia y adolescencia su nombre había sido motivo de burlas, desmereciéndole la masculinidad que posteriormente se vuelve obsesiva, causando una nombradía cambiante en su primera producción poética. Surge en esta última etapa su nombre artístico, inventado, a la par de aquella muerte metafórica que lo revelaría como un poeta trágico, trascendido de su condición terrenal, cuando voló con sus propias alas y dejó su condición de oruga en su tierra natal y la adoptiva, después de roer por noches enteras las nervaduras del árbol primordial: los traumas de una infancia en casa de sus abuelos en sus poemas elegíacos de sus primeras letras.
En 1953 surgen los primeros desplazamientos de aquel nombre usado en los registros escolares y en su trabajo como mecanógrafo en el Registro Civil de San Luis Río Colorado. Nace brevemente «Abigael Bojórquez García»: nombre usado de 1954 a 1958, antes de surgir «abigaél bohórquez», con una acentuación de su masculinidad con una tilde en la letra, inexistente en su nombre verdadero, y una supresión de mayúsculas. «Abigaél» aparece a finales de 1963, antes de suprimir el acento y abrir paso a una rúbrica definitiva, que aún tomará distancia del apellido de su madre Sofía, dándose uno inventado, sin jota y con la hace muda. No hace lo mismo con su madre, se distingue de ella en su obra respetando su nombre, como puede verse en la primera versión del poema «Anécdota», publicado en 1969:
―Mi madre, Sofía Bohórquez García, múltiple y dilcísima,
aguantadora de todas las mandíbulas,
hacedora de todas las llaves
devoradora de todos los clavos
para abrir las compuertas de perdonarlo todo,
sonrisa de pan,
ojos de hermanita huérfana,
lloradora sin freno,
mama,
mi fórmula secreta,
mi era atómica,
niñita bajo las arrugas,
me parió frente a todos, a palos.
La búsqueda de su nombradía y de su identidad habían acabado para entonces: estos cambios lo distinguirán de sus familiares y, al parecer, lograría una apropiación de sí mismo (o un mecanismo de distanciamiento con su pasado) que le harán más llevadera su vida. Tenía un nombre artístico: otra oportunidad de ser en el mundo. Esa no fue, sin embargo, la única vez que se distanció de su pasado. El cambio más osado de nombre, sucedió en 1957 cuando firmó con un seudónimo «Elegía a los pasos que no regresaron» y Poesía i teatro, aquel poema y aquel libro ganadores de un concurso nacional y estatal, respectivamente, que le dieron un reconocimiento definitivo a nivel nacional. ¡Marzo Vidal!
Su seudónimo llega a convertirse en nombre cuando aparece publicado el libro. Parece sumarse a una práctica en boga, común en otros autores vivos, que utilizan otro nombre para firmar su producción poética; tales como Alonso Avilés (Francisco Mosén de Ávila), Lucila de María del Perpetuo Socorro Godoy Alcayaga (Gabriela Mistral) y Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto (Pablo Neruda), entre los más cercanos a su obra de manera temprana. El libro, sin embargo, vuelve a salir con otra portada y su nombre más conocido en ese entonces: abigaél bohórquez, con un desacato ortográfico y la acentuación de su masculinidad, con ese estilo característico que despertó el poeta E.E.Cummings, en los nóveles escritores del siglo XX.
Su poesía, con uno u otro nombre, es tempranamente ácida, decididamente trágica. Se parece a esos frutos amargos que fueron arrancados demasiado temprano y a aquellas lagrimas saladas y frías que se han prolongado hasta la boca con sus tristes oleajes, carentes de una ternura y golpeados por la violencias del desamor; porque va definiendo la palabra amor desde el desamor, a través de su «libertad encarcelada» (como la llamaría Quevedo), en la cual sería apresado desde temprano, como un signo de desamor y desposeimiento.
A nadie se le escapan sus más íntimas tragedias, a pesar de ganar con ellas el reconocimiento de un oficio poético a mediados de 1954, así como el deber de cantarlas desde sus primeras hasta sus últimas letras. Esto fue evidente para el poeta tabasqueño Carlos Pellicer, cuando fungió como su padrino literario en 1956 en la presentación de Abigael y la entrega de su «fe de bautismo» en manos del político sonorense Herminio Ahumada en el Ateneo español de la Ciudad de México el 17 de septiembre de ese año; o cuando ambos le otorgaron dos premios literarios de trascendencia nacional en su natal Caborca y en Hermosillo, Sonora, respectivamente, en 1957.
Casi seis años después de conocerlo, el 17 de febrero de 1962, da un último y aún temprano reconocimiento de la estatura poética que ha alcanzado Bohórquez en la ciudad de San Francisco de Campeche, Campeche, al entregarle una rosa de oro y un estímulo económico como triunfador de los Juegos Florales Nacionales de aquella ciudad portuaria. Así como el soneto «Al poeta Abigael Bohórquez», posteriormente. Abigael es atrapado, encarcelado como un pájaro nervioso, en catorce versos que dicen lo que es y lo que no ha de dejar de ser: un mártir, que ha de contemplarse en el abismo de su propia existencia. «Este es el niño, Amor, éste es su abismo», dice Quevedo. Quizá desde su nacimiento Abigael comenzó a ser para el abismo y no desde esa época señalada por Carlos Pellicer.
A su regreso a Hermosillo, sabe que ha obtenido en ese evento sacramental su «acta de confirmación» de Carlos Pellicer, aquel jurado y crítico severo de la poesía nacional, a quien le escribirá y dedicará un respetuoso poema, donde el mar y el trópico sirven de fondo: «A Carlos Pellicer, en recuerdo de Campeche», convirtiendo el título en su dedicatoria en la versión definitiva, que intitula «Canción de ausencia con poeta y mar». Sus versos pintan a Pellicer en su grandeza, ante un joven modesto y retraído, de amargas alegrías, que se esconde detrás de lo que dice de todos y de sí mismo en sus poemas: «Carlos, porque te llamas trópico/aunque Carlos te llames: la mano, alegre mío,/ oh, tiempo abrazador,/ árbol en llamas,/la mano:/ mi única patria». Con ese pudoroso poema a un poeta de una fama y poder indiscutibles, Abigael entra en la escena cultural y la comidilla pública de la Ciudad de México en 1963, cuando aparece reunido este poema en el famoso Anuario de poesía que dirigió el poeta Elías Nandino para el INBA.
Va madurando, mejorándose Abigael, convirtiéndose en un poeta importante, un terrorista del establishment y el status quo capitalinos, donde se ha convertido en un promotor incansable. Se vuelve una anuncio de un paso que no se decide a dar y que se verá reflejado en los años siguientes en su obra poética.
A sus veintiséis años, Abigael es una sensación a nivel nacional. Su dedicación busca un reconocimiento, pero también un aliciente contra su estrechez económica: a los días de su regreso de Campeche, sale de nuevo hacia Aguascalientes por otra flor de oro, dinero de concursos y un nuevo reconocimiento nacional. En pocos años ha logrado la admiración de los más señalados actores culturales a nivel estatal y nacional. Ha acrecentado sus amistades dentro de la vida cultural sonorense y fuera de ella. Sonora ya es una ciudad muy pequeña para este joven monstruo de la poesía. Sus conocidos, la vieja guardia de la vida cultural de Sonora en aquel entonces, lo alientan y celebran. Son ellos quienes pedirán ayuda al Secretario de Educación, el poeta Jaime Torres Bodet, sólo unos meses después del regreso de Abigael de sus triunfos nacionales. Aprovechan su visita con motivo de la entrega del reconocimiento de Honoris Causa que le otorgaría la Universidad de Sonora. Así logra un puesto burocrático en el INBA que permitió su desarrollo poético en el centro del país.
De este modo vuelve a la Ciudad de México el joven Bohórquez, ahora en compañía de su madre, por recomendación de Torres Bodet. ¿Cuál es su ofrenda a esa ciudad fundada en las aguas de lagos muertos? Las Canciones por Laura: el canto más simbólico, pero también más bello, de un extranjero a la ciudad de México. Ahí perderá pronto el nerviosismo y el pudor: lanza sus poemas como prendas que han de desnudarlo de cuerpo entero hasta mostrar el tuétano de cada uno de sus huesos.
Su destino estaba escrito y ya había sido señalado en las palabras de Pellicer: sus poemas habrían de continuar sorprendiendo y seduciendo, ganando adeptos por su honestidad y coraje, donde una vida se ha vuelto reiteradamente un testimonio y ahora sólo podemos ver un testamento literario. Seis años después otro poeta, el gran Cocodrilo, Efraín Huerta habrá de esculpir en piedra su efigie definitiva en Palabras por Abigael Bohórquez: «A Abigael le duele el esqueleto cuando escribe,/cuando protesta y el poema echa humo,/cuando los versos, los malditos versos inaplazables/brotan del asfalto de la vieja ciudad, y el joven iracundo del norte del país/busca el desquite y se estrangula a sí mismo ―poeta al fin.»
Abigael, a pesar de sus alegrías, siente más profundamente sus tristezas: trabaja incansablemente, pero el reconocimiento es limitado. No es el poeta que leen las minorías, la clase burguesa, con sus tópicos establecidos por las buenas costumbres: el poema amoroso a la mujer y los cantos a la patria de blasón bruñido. Con cada poema quiere redimirse ante las personas y no ante los dignatarios (algunos subversivos de closet y chifonier), liberarse de ataduras, pero eligiendo otras, a través de una cofradía de poetas más honestos, más humanos, más justos ante la desigualdad social. Su nostalgia se hace más honda porque estos también le voltearon la cara al pasar del tiempo y se lamenta de lo que no pudo ser. Su caída como uno de los más importantes promotores de la cultura en la década de los sesenta en la capital del país se convierte en su fracaso más rotundo: la cancelación de sí mismo, a la par de su obra literaria.
Si canta a la vida, en todas esas canciones que aparecen en Acta de confirmación (1966) y Las Amarras Terrestres (1969) será desde todas esas muertes cotidianas; si celebra a la belleza, será desde lo más marchito de ella, recibiendo los flagelos de la crítica o la total indiferencia. Ávido a las rememoraciones, que sabotea continuamente las conmemoraciones cívicas, escribe contra ellas cuando celebra a los muertos de un régimen opresor ―así lo hace con Rubén Jaramillo―, a las madres que son víctimas del padre y del hijo en una sociedad patriarcal ―poniéndose de ejemplo el mismo―, a las víctimas cotidianas de los fratricidas de Abel, como únicos héroes verdaderos y legítimos de un paraíso que ha perdido en la tierra. Se vuelve un poeta del canto fúnebre, espiritual (del llamado y la contestación fúnebre que tuvo mayor auge en el gospel norteamericano). Pero no son los únicos cantos de amor perdido: la muerte sigue sembrando sus flores más inauditas y Abigael las va recogiendo para juntarlas en su siguiente poemario: «Podrido fuego», un jarrón de flores irreprochablemente marchitas.
Al convocar a sus hermanos de su oficio poético, sus amigos más íntimos, se da cuenta que algunos, contentos por su «pan mensual» o descansando por su «muerte prematura», ya no le devolverán su llamado. Los nombres ―dulces o agrios al gusto de un arcángel que perdona, pero nunca olvida― son sus amarras terrestres: las raíces amargas de un navegante en una tierra baldía. Se detiene y canta a los cuatro vientos, con notas graves y, en ocasiones, desgarradoras; llama uno a uno, a todos los ausentes, reclamándolos de entre los muertos. Son sus amigos más amigos, maestros que se volvieron compañeros del oficio poético, que reúne en un aposentario de huesos predilectos: «Podrido fuego», que incluye en el primer apartado de Poesía en limpio (1991). Con este poemario se vuelve la contracara de un Walt Whitman, cuando se canta para sí las cuitas de sí mismo y reafirma su destino de poeta fúnebre, dejando testimonio de lo que vive en él y que no morirá del todo; de los muertos que han florecen al contacto con la muerte y que él ha dejado atrás: ahí están en las dedicatorias, en los versos de varios poemas que los señalan o los aluden. No es suficiente su último florilegio: los fantasmas siguen rondándole y encuentra motivo suficiente de apresarlos en su propia cárcel de palabras, jaulas para los fantasmas más vivos, que encontramos en PoeSIDA (1996 [1991]).
Con cada muerte florecida en su memoria, encuentra el espacio más luminoso y colorido de la existencia, en la esperanza y de desesperanza que trae la muerte: la burla de un destino ineludible, de la que se burla cuando lanza un canto de amor y esperanza a los grandes ausentes. Cada poema luctuoso, se eleva e ocasiones a la dimensión de un cato elegíaco, pero supera siempre a las burdas e indignas calaveras estacionales, si para sus muertes y él mismo todo es sombra; si las convierte en cartas de ultratumba, desdeñado las breves y festivas composiciones que se han escrito para el día de todos los santos difuntos y publicado por encargo, de manera ritual, desde principios del siglo XX. Abigael es el árbol devastado por el invierno del desprecio, que intenta despertar a las conciencias enajenadas de quienes disimulan y se les olvida que las múltiples muertes, figuradas y literales, que siguen rondándolos a todos. En toda estación, ante los aniversarios luctuosos, siente la urgencia de despedir lo mismo que a Agustín Lara, el gran artista de la radio que al olvidado amigo inolvidable, Efraín Huerta, y el escarnecido poeta Miguel Guardia, que ha sufrido como él innumerables olvidos de los funcionarios y periodistas amafiados (que bautiza con violentos neologismos: «gatócratas», «criticulos» y «literaputos», entre otros) de su tiempo.
Aby o Boh, como lo llamaban sus amigos y amigas más íntimas, murió solo y quizá, también, desolado. Sus últimos años seguía remando contra la corriente, rodeado de conocidos y amigos, indiferentes y enemigos. Sus afectos, a pesar de sus pocos años de residencia en Hermosillo, estaban al alcance de un telefonazo, una carta, o un viaje en camión; pero también a unos pasos de su puerta, que rondaban casi a diario y mucho más los fines de semana. Casi un hotel, una oficina, una embajada, fue su departamento de la Calle Reyes. Murió el amigo, pero concluyeron las páginas de su leyenda que sus nombres elegidos o despreciados, dieron cuenta de distintas etapas de su genialidad. «Abigael Bohórquez», ese es su nombre elegido para la posteridad. ¿Su epitafio? No pudo ser otro que aquellas palabras escritas de joven y elegidas por sus amigos para esculpirse en granito. No obstante, este poema, tan redondo y puntual, es un fragmento de su poema «Cosas de este presentimiento», que publicó en 1960 y olvidó por muchos años. Su poema original aborda el temor de estar tan vivo para la muerte, si ya estaba muerto en vida. ¡Cúlpese a Bohórquez!, pero el epitafio más completo y más fiel al sentido profundo de sus palabras y de su obra, debió ser este:
¡Que un puñado de tierra lleve hormigas
para que sobre mí pueblen su casa!
Que un puñado de tierra lleve trigo
y se cubra de pan mi calavera,
y un puñado de tierra con tu nombre
para enterrar lo tuyo con lo mío.
Así caerá mi grito hecho pedazos
sobre el atardecer de los gusanos,
pero tendré mi pueblo de juguete,
mi canasta de pan
y tu apellido.
Su poema, y actual epitafio, ofrece otros sentidos muy errados a las preocupaciones reales, profundas, de Abigael Bohórquez. No se trata de un poema de amor homosexual, como muchos interpretan fácilmente debido al contexto del libro donde lo publica. Se trata de un poema a la madre, laudatorio y reivindicatorio de sus afanes, que no sólo habla de un enlace del nombre y el apellido, sino de la imagen de la Pasión: la unión de la Mater dolorosa y Jesús de Nazaret, crucificado. Bohórquez trunca la idea original y esconde el destinatario de sus palabras: Sofía Bojórquez García.
El 26 de noviembre se cumplen 20 de su muerte y el 12 de marzo siguiente 80 años de su nacimiento. Su vida y obra literarias son libertarias, actos de subversión política contra la injusticia humana: piden un cambio social, una reflexión y compromiso entre sus lectores, cuando aborda diversas desventajas de nacer con una mancha social. Su amplitud temática plasma su propio testimonio, se pone de ejemplo en varios poemas y sonetos, permitiendo comprender su valor su testamento vital y artístico, que le otorgan un lugar imprescindible entre los mejores registros de su tiempo; a los que deben sumarse algunos trabajos dramáticos, periodísticos, y ensayísticos de su autoría. Este poeta del desierto y del trópico, de la Región del Desierto de Altar y del Valle de México, demostró su valor en distintos concursos estatales y nacionales, además de otras geografías y otras lenguas que empiezan a leerlo y, sobre todo, a comprenderlo. ¿Abigael no merece, acaso, una reflexión a la par de una expiación de sus culpas a través de las nuestras? ¿Una comprensión de su vida literaria a través de sus críticos de su tiempo, desde nuestro tiempo? Sus poemas son sus ojos, que ahora nos miran y dan un guiño, desde la eternidad de su poesía.
Por Omar de la Cadena y Aragón
Fotografía de portada: Abigael Bohórquez como Secretario de Extensión Cultural en la Universidad de Sonora, circa 1960. Archivo de ISC.
Próxima entrega: “Ciento volando”. Tercero de doce ensayos cuya versión electrónica sale a la luz pública en Crónica Sonora y de manera impresa en la serie Archivos de la editorial Vértigo Digital.
me encanto tu trabajo, muy completo y sobre todo que abarcas algunas de las partes ams importantes de la vida y obra de este importante autor, que comom bien mencionas ha sido de alguna manera olvidado y serìa bastante bueno que las nuevas generaciones lo pudieran conocer.
a mi me toco verlo en persona una vez hace muchos años, escucharlo leer su poesìa para mi fue impresionante, lectores como èl creo que no he vuelto a escuchar, que impriman esa gran pasiòn que el daba a su trabajo.
gracias por compartir