Si hay alguna colaboradora en el roster de Crónica Sonora que le sabe al rock y a las letras, ella es Tere Padrón



Hermosillo, Sonora.-

El primer concierto de rock de mi vida fue Ozzy Osbounre, The Ultimate Sin, en 1986 en San Diego, California. Yo tenía 19 años y estaba a punto de salir de la preparatoria. Black Sabbath era mi banda favorita. Abrió Metallica con su álbum Master of Puppets. Bien gracias. Hasta la fecha esa banda ni me va ni me viene. Yo había descubierto a Black Sabbath de niña, en unos LP’s de éxitos de los setenta que llegaron a mi casa no sé cómo, tal vez a través de amigos de mis hermanas o hermanos. Ahí venía “Paranoid”, entre canciones chillonas de amor y música disco de Donna Summer y Barry White.

Yo debía tener entonces 9 años y “Paranoid” me atrapó desde el principio. La puse no sé cuántas veces hasta que el disco se rayó justo en ese track. No entendía entonces qué era lo que provocaba en mí esa canción estridente y esa voz aguda de adolescente escandaloso. A los pocos meses nos mudamos de Matamoros hasta Mexicali (2,300 kilómetros, de frontera a frontera). Mi madre nos pidió empacar los libros y los discos. Lo demás, muebles y enseres domésticos, se repartirían entre nuestra familia. 

Lo primero que se me ocurrió empacar fue nuestro viejo tocadiscos portátil Emerson y el disco donde venía “Paranoid”

Entre nuestra colección había rock, música clásica (Deutsche Grommophon) y popular mexicana (Javier Solís, Piporro, Jorge Negrete, Lola Beltrán). Mi abuela Enriqueta me había regalado un radio de transistores Soundesign que usaba una pila cuadrada y el camino era muy largo, así que me fui escuchando la radio y, aunque entre algunos pueblos de Texas se perdía la señal, al llegar a una ciudad grande, podían escucharse claramente las estaciones locales. Fue en Del Río, Texas, donde pernoctamos para que mi hermano y mi madre durmieran y descansaran de la manejada.

Había un balneario, un bracito del Río Bravo y nos zambullimos durante unas horas antes de irnos al hotel. Entre la gente, alguien estaba escuchando algo que me hizo voltear de inmediato. Por la bocina de una grabadora portátil Sony se escuchaba algo que parecía salido del garaje de un taller mecánico abandonado, pero era la misma voz de “Paranoid”.

Mi hermano le preguntó al hippie acampando a la orilla del río que qué estaba oyendo

y le dijo “Sweet Leaf”, del Master of Reality, de Black Sabbath. Tal y como lo había sospechado. Juré que lo primero que haría cuando llegáramos a Mexicali sería ir a buscar todos los discos de Sabbath. Pero después de otros mil quinientos kilómetros, lo olvidé.

Una vez en mi Mexicali querida, seguí escuchando rock con mis hermanos, pero no fue sino hasta que entré a la prepa en el COBACH que hice mis mejores amigos y lo que nos unió fue la música, el Heavy Metal, y Sabbath era nuestra banda favorita. Nos reuníamos los fines de semana en casa de alguno de nosotros para escuchar a Zeppelin, a Uriah Heep, a Pink Floyd, a Iron Maiden, pero siempre cerrábamos la noche con Black Sabbath. Fue en esa época también cuando tuve mi primera banda “Los Obreros del Metal” (es en serio, no se rían) y debutamos en el festival del día de las madres, después de la rondalla y de la estudiantina con “Symptom of the Universe”, del Sabotage. El aplauso fue apabullante, no tanto de las mamás, sino de nuestros amigos en primera fila. Seguimos con Children of the Grave del Master of Reality y luego Iron Man, War Pigs y Paranoid. Fuimos coreados y nos sacaron casi en volandas. Nos sentíamos rockstars de verdad. Mi voz era aguda, como la de Ozzy, decían, por eso pude alcanzar las notas altas, decían.

Muchos años después, quién lo diría, fui con mi hijo a ver y escuchar a Black Sabbath en la Ciudad de México, en el Foro Sol, en 2016 y aunque faltó Bill Ward en la batería, ver de nuevo a la banda con Ozzy, Toni y Geezer, pero, sobre todo, junto a mi hijo, fue una de las mejores experiencias de mi vida. Por cierto, mi hijo Emilio es fan de Sabbath y eso me da mucha alegría pues prefiero que le guste el Heavy Metal que el reggaetón y los corridos tumbados. 

No puedo decir con certeza qué es lo que me gusta de Black Sabbath, pero supongo que, al igual que a la mayoría de sus fans, es no sólo el sonido rasposo y distorsionado de la guitarra de Tony Iommi, o los tamborazos punzantes y secos de Bill Ward o el bajo grave y magistral de Geezer Butler o sus letras llenas de misticismo, ciencia ficción y religión, sino la voz de Ozzy Osbourne. Chillante, como de adolescente, gritando siempre en vez de cantar, juguetona, irónica. No es una gran voz, todos lo reconocemos, pero es la voz inconfundible de los mejores años de Black Sabbath.

Cuando escucho sus letras, ahora de vieja, descubro por qué me gustaba Black Sabbath entonces y por qué me sigue gustando. No sólo por todo lo anterior, sino por sus letras, que nos incitaban a rebelarnos contra todo lo que nos quisiera robar nuestros pensamientos, era una especie de rebeldía buena, es decir, no tonta, no naive, sino una rebeldía liberadora, como en “The Wizard”, del primer álbum:

Evil power disappears
Demons worry when the wizard is near
He turns tears into joy
Everyone’s happy when the wizard walks by

Never talking
Just keeps walking
Spreading his magic…

Black Sabbath nos daba la oportunidad de exorcizar demonios, de hechizar a los malvados, de salvar el mundo de los “cerdos de la guerra”, de buscar el amor y la felicidad dentro de nosotros mismos. Para quienes éramos lectores, además de melómanos, las letras nos remitían a Tolkien, a H.P. Lovecraft, sobre todo en el primer disco, de 1971, llamado así nomás, Black Sabbath. Y aunque los mayores nos dijeran que aquello era “música del diablo”, la verdad nos regodeábamos con la idea adolescente de acercarnos un poco al infierno, a lo misterioso, a lo oscuro, porque en el fondo sabíamos que estábamos seguros, que sólo era música y que, además, el bien siempre vencía al mal en las canciones de Sabbath.

Hoy, mientras escribo esto, escucho de fondo el que es tal vez mi álbum favorito, el Volumen 4. Es, al menos para mí, el más logrado musicalmente hablando. El manejo de las escalas, la claridad de los riffs, y lo directo de sus letras, me parecen de lo mejor. Y aunque la alusión a la cocaína es clara (“Snowblind” es la primera canción), a quienes escuchábamos a Sabbath en mi época, no nos tocó la etapa de las drogas y la experimentación. Nuestra única droga era la música (y lo sigue siendo). 

Hoy me entero por mi hijo que Ozzy ha muerto. No creo que vuelva a surgir un “príncipe de las tinieblas”, que es el personaje que creó desde que supuestamente se comió un murciélago en el escenario, y tampoco creo que surja otra banda como Black Sabbath, pero sí muchos imitadores, que ya los hay. Sólo sé que tuve oportunidad de ver a Ozzy dos veces en la vida y que aunque no era Elvis, sino más bien un monigote gordo y torpe que aplaudía como idiota y corría de una esquina a otra del escenario gritando “I can’t fucking hear you…”, nos contagiaba de su energía y de su entusiasmo por el Heavy Metal, la música que él y su banda crearon en Birmingham, allá por 1970 y que sigue congregando a millones de fanáticos alrededor del mundo que hoy, seguramente, le habrán de rendir tributo al “príncipe de las tinieblas”. Yo seré una de ellos.

Por Tere Padrón

https://www.facebook.com/teresa.azais

Ozzy en una presentación de Scream World Tour 2010

Sobre la autora / autor

Teresa Padrón Benavides (Matamoros, 1967) es Licenciada en Traducción por la UABC, casi Licenciada en Letras Inglesas por la UNAM y próximamente Licenciada en Literaturas Hispánicas por la UNISON.

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