TERCERAS LETRAS (PRIMER CICLO)
¡Mas qué vaso ―también― más providente!
Tal vez esta oquedad que nos estrecha
en islas de monólogos sin eco,
aunque se llama Dios,
no sea sino un vaso
que nos amolda el alma perdediza,
ero que acaso el alma sólo advierte
en una trasparencia acumulada
que tiñe la noción de Él, de azul.
Muerte sin fin
José Goroztiza
Cúbrete el rostro
y llora.
Vomita.
¡Sí!
Vomita,
largos trozos de vidrio,
amargos alfileres,
turbios gritos de espanto,
vocablos carcomidos;
sobre este purulento desborde de inocencia,
ante esta nauseabunda iniquidad sin cause,
y esta castrada y fétida sumisión cultivada
en flatulentos caldos de terror y de ayuno.
Invitación al vómito
Persuasión de los días
Oliveiro Girondo
Las terceras letras de Abigael Bohórquez abarcan un largo periodo de escritura que debe dividirse en dos etapas o ciclos paralelos (no antagónicos ni complementarios), debido a la similitud de sus características y procesos de escritura: la reaparición del ámbito rural y de varios estilos literarios que continúan y rompen con las Vanguardias, que componen la tradición literaria más importante del siglo XX. Comprenden veinte años, en los que elaborará poemas, sonetos, ofertorios de poesía coral, con una escasa producción dramática; además de una continua actividad en la enseñanza promoción y difusión cultural. El primer ciclo comprende los libros Memoria en la Alta Milpa (1975), Digo lo que amo (1976), Desierto Mayor (1980), y un poema de Podrido fuego (1990 [1985]), escritos durante la década de 1970 a 1980; y el segundo, parte de la obra poética reunida en Poesía en limpio (1990) y Abigaeles ―Poeníñimos― (1991), de 1981 a 1990.
¿Qué sacramentos adquiere con ellos? ¿Acaso dividen su obra literaria libertaria? Bohórquez superpone inicialmente dos sacramentos poéticos a su obra poética, pero sus actos no dejarán de superponerse a otros sacramentos de la vida cristiana y permitirán explicar su dominio dentro de sus saberes poéticos y religiosos. Su obra literaria impone con ellos (al menos para sí mismo), una dimensión humana y religiosa, más que una visión antirreligiosa: un replanteamiento de los derechos humanos a partir de una crítica a la moral de sus congéneres y a la ética de sus cofrades a través de su oficio poético, con un testimonio de su propia apertura a una concepción del amor y el deseo humanos, tan penados o soslayados durante su vida y aún, como ha advertido, desde la antigüedad.
En esta nueva y tercera etapa de su vida, sabe que deberá demostrar de qué está hecho y de qué están hechos los otros: si había recibido con anterioridad, de manera simbólica, los sacramentos de la iniciación poética, ahora obtendrá el sacramento de la curación (en el cual se encuentra su penitencia, su reconciliación, además de su unción de los enfermos) y el sacramento de servicio (en el que se encuentra el matrimonio y la orden sacerdotal; aunque este último lo ejerza parcialmente, volviéndose más característico de sus últimas y cuartas letras: la prediga dominical).
En el primer ciclo adquiere su sacramento de la curación. Éste se divide en la penitencia, que adquiere Bohórquez cuando es despedido de su trabajo a principios de 1970 y es obligado a expiar sus culpas, fuera de las esferas del poder cultural de la capital del país como señala indirectamente en Memoria en la Alta Milpa; también en su reconcilio a través de la confesión de sus resentimientos en el mismo libro y en Desierto mayor; y, por último, en la unción de los enfermos, cuando quiere volver un bálsamo para ungir a los enfermos de amor, a quienes sufren desde el mismo infierno cotidiano de su sexualidad elegida a causa del ninguneo y del desprecio de la sociedad en Digo lo que amo. También adquiere con este libro el sacramento del matrimonio, con un testimonio y una representación de la unión amorosa y carnal entre dos seres humanos.
En su segundo ciclo reafirma su sacramento de curación y adquiere uno nuevo: el sacramento de servicio, que se distingue por una parte con la práctica de la orden sacerdotal mediante la elaboración de un manifiesto-sermón que presenta en un evento literario que se volverá litúrgico el 17 de abril de 1990: «Corazón de naranja cada día»; aunque posteriormente desarrollará este servicio con la prediga dominical a través de artículos de periodismo cultural y publicación de poemas; y con las exequias o ritos funerarios que, por otra parte, evidencia con sus poemas fúnebres o florilegios o coronas funerarias, para acompañar en el trance funerario el alma de los muertos y consolar a sus deudos (él entre ellos): en «Aposentario», un apartado de Podrido fuego.
En suma, sus terceras letras muestran, sin lugar a dudas, cómo sobrevivió este menester de clerecía al mostrar y demostrar su utilidad o servicio de la literatura en los distintos vehículos de expresión humana, que van desde el soneto al poema lírico. Si hay un mote que englobe su tercera y su cuarta etapa de su vida literaria, que señale las características de esta escritura tan variopinta, es una poética del camaleón; es decir, una escritura cambiante y típica de quien se posa en un objeto distinto y se mimetiza, transparentándose en él (imperfectamente, claro) como sucede con aquellos poetas que viajan a través de sociedades o a través de los libros (sobre todo quienes dan cursos de literatura y se expresan a través de su influjo de los autores que tocan). Veamos, pues, esta no tan arbitraria división:
- El primer ciclo comprende de 1970 a 1980, el periodo que comprende la escritura de Memoria en la Alta Milpa, Digo lo que amo, Desierto Mayor; así como «Los dulces nombres», un poema de Tierra prometida. El primer poemario está ligado a su estancia en Milpa Alta, Distrito Federal, ya que radica desde 1971 a 1977; el segundo poemario a partir del 19 de enero a 31 de diciembre de 1974, en Chalco, Estado de México, y el poema de Podrido fuego, muestran un salto en su biografía y su lugar de residencia, ya que señala como fechas de creación del poemario; y el tercer poemario abarca un periodo anterior a 1969, por su poema «Anécdota», pero sobre todo los años previos a 1980 y su residencia en el pueblo rural de Chalco.
- Comprende el segundo ciclo de su producción poética y ensayística de Chalco, Estado de México, con los libros Podrido fuego, A. y G. frecuentan los hoteles, y Country Boy (Crónica de Xalco…), algunos de los cuales fueron cedidos en manuscritos por separado y posteriormente incluidos en Poesía en limpio y Abigaeles ―Poeníñimos―; así como el ensayo «Corazón de naranja cada día» (1993 [1990]).
Conozcamos, pues, como adquiere en el primer ciclo de sus terceras letras su sacramento de curación, con su penitencia, su reconcilio y su unción de los enfermos, en un periodo de gran dificultad profesional en el que debe trabajar no sólo para él, sino para su madre, sobreponiéndose a la privación de su trabajo y las dificultades para producir y difundir su obra literaria.
Abren este primer ciclo de sus terceras letras dos libros fundamentales para ubicar los derechos del hombre, desde una reivindicación de la justicia social y la diversidad amorosa y sexual: Memoria en la Alta Milpa, Digo lo que amo y el poema «Los dulces nombres» (1975), del poemario Podrido fuego (1985). Si uno da un paso adelante y lo separa de Acta de confirmación, los otros también radicalizan cualquier apuesta a la diversidad sexual realizada en Las Amarras Terrestres. Pierde, con sus terceras letras, ingenuidad: «Noche noche» o «Día franco» de Memoria en la Alta Milpa, son una impugnación contra la futilidad de la vida revolucionaria; «Aprehensión», «Declaración previa» y «La mentación», de Digo lo que amo, se sintonizan directamente con los epígrafes-agujas como una muestra de la intención de roer, política y socialmente, los principios de una división tradicional de la sexualidad. Estos últimos poemas son de protesta sexual, algo inédito en la tradición lírica mexicana, sumándose a aquellos tópicos que ya realizara anteriormente y continúan surgiendo en este y otros periodos: su compañía o su orfandad amorosa. Con todos ellos consumará, antes de 1990, una poética del OTRO amor, y del deseo OTRO, aquel entre los hombres.
No obstante, todo este desasosiego inicia cuando Abigael sufre un revés muy grande como funcionario público. Se anuncia la fusión (aunque más bien es una disolución) del Organismo para la Promoción Internacional de la Cultura (OPIC) con la recién creada Dirección General de Asuntos Culturales de la Secretaría de Relaciones Exteriores, como medidas de austeridad al término del sexenio de Gustavo Díaz Ordaz. Su jefe inmediato, Miguel Álvarez Acosta, quien es poeta, además de un reconocido dramaturgo, continúa en el cargo varios años después, de este periodo de transición. Bohórquez, en cambio, no es requerido para este ajuste sexenal y se convierte expulsado de la burocracia capitalina, un transterrado, un no requerido ni apreciado, porque antes había recurrido a la denuncia para criticar la cadena de atrocidades que el gobierno (y su partido en el poder) va eslabonando contra los desposeídos. «Acta de confirmación», el poema que da título al libro de 1966, alienta a la revuelta armada:
Vámonos desde ahora, muchachos,
nadie debe callar, pago mi precio,
si en otra parte
el hombre roba al hombre su garganta,
su casa, su esqueleto,
su lugar de pedir ser habitante
de su sombrero, de su traje,
de su mano derecha, de su lengua,
de su públicamente orfebrería;
para eso y por eso, el poema,
mi poema se quita los zapatos
y se echa a andar el tiempo de reptiles.
Ahora, cuatro años después de hacer pública su indignación, paga caro su afrenta y su carnet de pertenecía a las mismos expoliados del sistema político y social de la Ciudad de México. Se ha ganado, justamente, el lugar donde se encuentra: el desempleo, en un régimen autoritario y antidemocrático, como el de Díaz Ordaz y de Luis Echeverría. Llega pronto el desconsuelo; aunque no el desencanto (eso ya lo tenía desde hace años). Ahora es un relegado, ya no un renegado. Vivirá a salto de mata, como un promotor y escritor por contrato, limitado a proyectos de corta duración: así inicia su penitencia, un lamento que se vuelve resentimiento en su poesía más inmediata (sumándose a otros ya latentes desde sus primeras letras).
A pesar de esa negra nube que lo acompaña: está desorientado. Antes era un revolucionario de tintero, un apóstata de escritorio. Si cantó por los desposeídos en Acta de confirmación, sólo podía ser lanzado por ellos, entre quienes piden «desquites inaplazables», dentro y fuera del poema. Estaba, al fin de cuentas, fuera de la burocracia. Se vuelve un crítico del poder, que ahora no tiene poder. Un revolucionario sin tinta ni papel, sólo saliva y cuerpo que arden de coraje, que no canta para ellos, ni nadie canta para él. Sus poemas son escritos desde el desahogo, desde la cólera, desde el exilio de su «paraíso D.F.» tan lejano ya, mirado a la distancia. Melancólico, por estos y otros motivos, lanza su penitencia en su poema «Noche noche»:
Aguardo a que la noche
se tienda sobre este forastero que soy,
para decirte
que me acabo, aun cuando sea en vano,
y envejezco
de no poder hacer más que la vida,
amarga a boca llena.
Me acabo acorralado,
descontentísimo,
enojado de mi palabra,
de mis ojos daltónicos,
de mi fracaso categórico como hombre para sembrar,
de que sólo me queda
otra lista de cárceles que visitar,
de que, escribiéndote,
no atino mas que el llanto.
Reconoce que ha salido de una cárcel, pues no ha logrado ingresar a otra ni ha disponerse a nuevos «trabajos forzados», como señala anteriormente en «Del oficio de poeta». Ahora no se lamenta en una «caverna» estatal ni le convidan del presupuesto. Todo lo contrario: lo segregan en un clima de gran indiferencia e hipocresía, tan vasto en recursos para algunos artistas y tan árido para otros durante la presidencia de Luis Echeverría. Vive agobiado, indignado de que su «madre se duerma harta de trabajar/ veinticuatro horas en el corazón de la pobreza». Es consecuente con su palabra, porque ha de escribir primordialmente poesía desde el cuerpo, ese «cóncavo minuto del espíritu», como lo llama Gorostiza, un vaso bullente de amargo vino como su alma, sufriente. Memoria en la Alta Milpa, al igual que Muerte sin fin, son un réquiem por el hombre mismo, un blues que no quiere llegar al gospel, ni a la poesía mística que aluden ambos poetas. Cantos, confesiones dictadas a Dios, pero también al diablo del alcohol, que en «Noche noche» de Bohórquez, alcanza las notas más altas:
Aguardo a que la noche se tienda
sobre este forastero que soy
y me quedo tranquilo dentro del vaso.
Es ahí donde vivo,
donde olvido,
y no hay en cien leguas a la redonda
un poeta,
escribiendo al vino,
como yo.
A partir de 1970 su ingreso decrece y su libertad laboral no es sinónimo de libertad económica. En los años siguientes no carecerá de recursos para lanzar la proclama, hacer el gesto o lanzar la befa; pero todo ha cambiado: ha perdido la estatura, visibilidad, y sólo quiere ser visible para quien ama y ha de amarlo, fugazmente. Atado a un cuerpo y a su circunstancia, como antes le señalara Mosén Francisco de Ávila, acepta los flagelos y los nuevos estigmas que obtiene en su persona, y vive su propia penitencia para trascender su condición terrenal con su nueva obra poética de la primera etapa de su valiente y acomedido tercer ciclo de escritura:
Es esto:
cuando regreso a casa,
harto de masticar, remasticar
todos los pedacitos de la cólera;
de dale y dale y dale desolado;
sobre las botas de las estatuas;
de ponerme regocijadamente
a celebrar las aventuras de rintintin
porque no me apaleen;
de dar satisfacciones
a las serpientes emplumadas;
de permitirme no discutir;
de conformarme
con los sexeniagonizantes innumerables;
arrepentido de no haber sido el que soltó la trompetilla
en el salón de té…
A través de la expiación de sus culpas se libera como nunca antes lo ha hecho. Su confesión, ya es otro flagelo, pero es parte de la penitencia que debe rendir al confesarse como sólo él podría hacerlo, siendo amargamente cómplice de los episodios del personaje de tira cómica, Luis Echeverría Álvarez, el presidente en turno. Su penitencia está ligada, pues, a la confesión de su culpa: el activismo revolucionario que, tragedias más o menos, ya no es revolucionario. Descree del poder de esa palabra y de esas acciones que engloba para cambiar el estado y el status social de las personas. Despotrica contra todos y no deja de incluirse. Se va al exilio, pues, ante la indiferencia institucional, pero a un exilio interior donde puede confesarse y distinguirse, sin culpa, del resto de los amafiados del poder.
En un periodo de franquezas inaplazables, de cantar desde el fondo del abismo donde cae, y sigue cayendo, surgen estos versos de su poema «Día franco», donde señala su indignación ante su situación económica. En este poema destaca la alusión a un Premio Nobel, que fue un perseguido político de la derecha chilena y sería abrazado por la izquierda de su país; pero también señala su descreimiento en la poesía contestataria; condenándose, con ambos hechos, por su soberbia:
Biafra…
que poca cosa el corazón,
para qué ha de servir,
de qué sirvió el pendejo poema,
protestamos, protestamos, protes
dan
ganas de cagarse en uno mismo,
don
poeta,
carajadita irresistible,
inservible,
charlatán,
dón
destará el gran rey don nobel,
dó los infantes del verso correlón,
qué se fizieron?
No es la única vez que peca, ufanándose de esta manera, cuando señala a las efigies más apreciadas de la poesía latinoamericana, que protestaron como él y no tuvieron (según su propio juicio) sus mismas consecuencias: «León Felipe protestó,/ Pablo Rokha protestó,/ César Vallejo protestó,/ Pablo Neruda protestó…». Abigael también protestó y ahora, enquistado en la pobreza, estaba relamiendo sus heridas. Debe decirse, aclararse, que Abigael fue como aquellos, en algunos momentos de su vida, un revolucionario de escritorio. Ante el lápiz o la máquina, el cuaderno o la hoja, estaba presto para dar testimonio como aquellos, recibiendo el sueldo de su trabajo burocrático. Ahora, la ruleta gira y vuelve a girar, no tenía ni escritorio ni sustento: se lo habían quitado y había quedado por una maniobra administrativa fuera de la burocracia. No es persona non grata de manera explícita, pero ha sido orillado a pedir y sentir cómo se queda su mano tendida, cuando es desplazado. lanzado a una de las delegaciones más lejanas del centro del Distrito Federal.
Abigael es «Biafra»: la república alguna vez libre, independiente, de Nigeria. Se avergüenza de su dependencia y pena. Maldice y lamenta; pero se lamenta también «a boca plenamente sellada», y les mienta a su «reverendísima,/ reformadísima,/ restauradísima,/ recogidísima,/ república/ madre». No sólo porque puede sino porque sobrevive revelándose a una marginación de su gremio y de la sociedad mexicana (aunque debe decirse, era de esperarse ante unos temas que no están en boga ni están apoyados desde el Estado para su escritura; siendo casi una automarginación, un descarte, por su honestidad temática y testimonial).
Cuatro años después de su descalabro sigue siendo un asesor de todos y de nadie, trabajador eventual sin rumbo fijo. Recomienza en Milpa Alta su carrera literaria con su triunfo en el certamen de poca importancia de la Feria Regional de Milpa Alta, D. F. (aunque tiene el mérito de ganar en partida doble en cuento y poesía). Es un nuevo jalón de su obra poética a un punto geográfico, con el cual cimenta su obra a un espacio tiempo, siempre en transición. Durante ese tiempo ha calibrado su relación con el mundo y ha reafirmado, sino era un catarro, su homosexualidad. Por ello, este poemario se ubica en una región geográfica, donde ata su emancipación laboral, su crítica social, su emancipación sexual.
Memoria en la Alta Milpa es un poemario en tensión, que no se volverá un colofón de los dos poemarios previos (Acta de confirmación y Las Amarras Terrestres), debido a su carácter desrevoluvionario y la exaltación de un amor distinto. Si, antes creía en la Revolución, no la mexicana, sino la emancipación social a lo Langston Hughes; pero ahora va contra ella dentro de la literatura, con un estilo y un lenguaje decididamente revolucionario (una explosión verbal) a través del uso de neologismos, al usar prefijos como un mecanismo de enunciación tan cercano a En la masmédula (1956) y una enumeración de elementos oracionales tan cercano a Persuasión de los días (1942), en ambos poemarios de Oliverio Girondo. Si antes alababa el amor fugaz; ahora el compromiso. La única manifestación posible es la nausea que denuncia el escritor argentino y Bohórquez adopta. La única revolución posible ahora, por lo tanto, es debajo de las sabanas, para desoír la prediga cristiana y oficial, quienes condenan las costumbres y su único dios e hijo de dios, no es el Che, ni Fidel, ni el coro de «protestantes», es su amor, su amante.
Antes de Digo lo que amo, poemario terminado a finales de 1974 y publicado en enero de 1976, Abigael Bohórquez había consolidado un poemario temático sobre la ternura, el deseo, y el amor entre los hombres. Las Amarras Terrestres se vuelven un receptáculo de varios cantos a sí mismo, como amante y como amado por otros seres humanos tan vulnerados en las sociedades de Oriente y Occidente, donde dominan el orden patriarcal. Nunca antes, sin embargo, quedaría tan claro el propósito de cantarle al amante como en los esposales. Digo lo que amo es el primer testimonio, en el uso del lenguaje y consistencia temática para lo que podríamos llamar: El Buen Libro del OTRO amor. Abigael es un Arcipetre de Hita, recargado. La avidez en el uso de un lenguaje poético (a veces tan alejado a la típica ironía de Salvador Novo y tan cercano al español medieval), volverá a Digo lo que amo un canto litúrgico a la altura del «Cantar de los Cantares», como se advierte en su poema «Primera ceremonia»:
primaverizo llaces,
deleital y ternúrico,
y nadie es como tú, cervatillo matutinal,
silvestrecido y leve.
aparentas dormir
y una sonrisa esplende tus pupilas;
quedo sin mí.
Aunque aquí también vuelve a la «mano ardiente» en «Milpa Alta’s Blues», que alguna vez aludió en «Canción de poeta y mar», es un canto de iniciación sexual entre los amantes, esponsales acaso en el sentido más humano y ritual del término): «tu sexo,/ húmedo, cálidamente eléctrico, madero victorioso,/ con el recuerdo herido todavía/ de la primera masturbación y el receloso orgasmo…». El carácter litúrgico y evangélico (sí, «el buen mensaje», «la buena nueva» del regocijado Abigael) se muestra indiscutible por su propuesta ideológica, político-religiosa, que se impone como verdad más allá de cualquier pena de indecencia. Su obra se enraíza, adquiere hondura, aún en las obras de menor meditación y empeño como Memoria en la Alta Milpa, escrita en menos de un año.
Así como utiliza palabras inventadas 1975, en el caso de Memoria en la Alta Milpa, y en 1976, en Digo lo que amo, este lenguaje se anuncia y se vuelve característico de Abigael a partir de 1969 en «Poemita» de Las Amarras Terrestres. El uso de lenguaje innovador, más oscuro y profundo (más portmanteau que neologismo o jitanjánfora), va más allá de «el petálico» opresor y de las estrategias de Oliverio Girondo. Sus nuevos términos vuelven litúrgico su canto en Digo lo que amo, pero estos visos también tienen un precedente en el gospel de Langston Hughes. Canta como aquel, azules melodías, melancólicas y angustiosas, añoranzas que se vuelven un leit motiv que los contiene y los abraza: «Clave del blues», «Milpa Alta’s blues», y «Contra canto». Estos poemas acercan a mucho a ese deseo de cantar tristezas, condolido por la raza humana, cuando denuncia pero también confiesa al Altísimo sus cuitas, algo tan característico en Langston Huges (aunque en Abigael es el Amantísimo, menos divino y más terrenal). Se reafirma a través del uso de anglicismos, hace evidente su identidad, pero no del escritor bilingüe de su obra anterior, sino del fronterizo de Mexamérica y de Mesoamérica, cuando mezcla palabras de esas regiones geográficas.
El apoyo más grande lo ha obtenido de sus amigos del Paraíso D. F. Ante su lejanía, gracias a su destierro o transtierro, da cuenta de ellos como verdaderos ángeles guardianes de su vida y de su obra literaria de manera temprana, en este periodo: Jesús Arellano, Thelma Nava, Dionicio Morales, Miguel Guardia, Carlos Eduardo Turón, entre muchos otros. Sabe que saben que es el más auténtico de todos los escritores de su tiempo, al que habrá de seguir Abigael, no son ni estos ni aquellos. Son tres poetas ineludibles: Pablo Neruda, poeta hecho como él, de trigo y pan; Oliverio Girondo, un poeta irreverente como él, con una cólera impostergable; y Miguel Hernández, poeta de la árida campiña, que será más visible de manera tardía.
Esta etapa abarca un periodo de encuentro con otras poéticas. Digo lo que amo está vinculado formal y temáticamente con Sátira (1970), 18 sonetos (1963) y Sonetos (1998). «Yo te escribiera a diario, dueño mío» (entre otros sonetos) de Salvador está emparentado con «Saudade» de Abigael; así como «Si yo tuviera tiempo, escribiría» de Novo y «Trilogía policiaca» de Bohórquez. La valoración crítica de esta tradición en la escritura de poemas y sonetos homosensuales y homosexuales, se distingue en la cantidad de ironía y desfachatez impuesta por sus autores. Ambos salen del closet a las calles. Abigael sólo alcanza a decir la verdad, «decir lo que se ama», como pide Cernuda, en el poema «Declaración previa», mostrando una actitud revolucionaria y no así un síntoma de rebeldía:
si me cerrara en negar
que nada, nada es cierto, sino yo,
dulcemente yo, puntual con mi esqueleto,
y si aceptara este resplandeciente temor
a confesar:
¿qué soy, quién soy entonces,
qué he sido sino el de siempre, el mismo,
aquel que sólo ha dicho la verdad
y nada más que la más crudelísima
verdad?
La obra literaria de Bohórquez, posterior a 1966, divide a su público: por una parte renueva la admiración; por otra renueva el choteo, la burla por su ternura, amor, y deseo plenamente humanos, donde otros sólo ven una desorientación moral o cristiana); pero también asquea y le descalifican, le imponen un destierro. Esto último es el motivo por el cual se va a radicar a Chalco, Estado de México. En menos de diez años, Abigael va de la asombro a la burla, aunque su obra literaria no genera por sí misma una cancelación, sino una postergación que a fin de cuentas se vuelve lo mismo por ser quien era: un resentido social, en varios niveles.
Ya el mismo reconoció más tarde que temprano que se debía a «su orgullo», a «no saber pedir». Simplemente no encaja con los valores defendidos y promovidos en ese tiempo. Al mostrar sus ideas (o «sus gustos») sin embayes, al plantarse como es, molesta. Su afrenta se le regresa, porque delata la cobardía, hipocresía y cerrazón que se tuvo en los regímenes anteriores ante la declaración de existencia de la homosexualidad. Está dolido por las burlas y enfrentamientos que ocasiona con la continuación de su propia obra poética. No era un dandy (no fue agraciado física ni económicamente, como Salvador Novo; era un asalariado, chaparro, y de adusto perfil aguileño); ni un erómano redimido (no tuvo la predilección de un Octavio Paz), ni un poeta subversivo (su actitud no era política ni ideológica en el sentido restringido de la palabra, como se advierte en el activismo inicial de Huerta. Sólo tuvo la ternura y la violencia, descarada, de un Sabines, transformando su machismo y heterosexualidad en un feminismo masculino y una afirmación de la homosexualidad.
Las Amarras terrestres (1969) abren un periodo de una profunda exploración en la sexualidad prohibida, que continúan Memoria en la Alta Milpa (1975), Digo lo que amo, Poesía en limpio, y que terminará, aún después, con Navegación en Yoremito (1992). Estas obras no están exentas de atentar contra el monopolio de la ternura y el erotismo por parte el amor y deseo heterosexual de las sociedades con leyes dispuestas para la dominación masculina. Memoria en la Alta Milpa (1975) está en medio de ellos, como un punto intermedio de un ir y venir sobre el mismo tema, para rebelarse a una costumbre que no apela a su propia naturaleza humana. Aquel cuarteto de poemarios encontraremos cantos de desamor y desesperanza por el amante perdido y recobrado, tantas veces; volviéndose una trasgresión, una afrenta, a las normas de convivencia social que tanto daño le hicieron. Aunque no hay consignas sino apropiación de su libertad, su canto vuelve a los terrenos de la sedición política y el trastoque del buen gusto (faltas a la moral que se confundían con faltas a la norma estética), que poco a poco ha transgredido sus propios límites.
Aunque la reflexión sobre la sexualidad marca un cuarto de poemas de «Fe de bautismo» (1955-1957) y Acta de confirmación (1966), el poemario Las Amarras terrestres se vuelven un canto abierto a un amor distinto. De la edad de Cristo a sus cuarenta y dos años, escribe con descaro sobre su sexualidad y de la sexualidad de «sus semejantes voluptuosos». Su poesía causa morbo y es leída y desechada; pero también causa admiración y es divulgada. Si de los veinte a los treinta años su poesía había sido reaccionaria y se había levantado contra los débiles y marginados sociales de finales los cincuentas y principios de los sesenta, los primeros meses de 1969 abre su corazón y muestra sus mas furtivos encuentros amorosos o de una sensualidad homoerótica que datan, al menos, de 1962, cuando escribe las primeras versiones de «Canción de mar por un poeta llamado Carlos»: «Carlos, ángulo del trueno,/ almendra del relámpago,/ vértebra del ruiseñor,/ melodía,/ remo,/ signo de miel;/ de esos mares de allá,/ fuera un barquito,/ para llevarte a ti y cuanto nombres./ Pero soy un buen muchacho.»
Por estos motivos, este nuevo tópico le permite obtener el sacramento de curación, debido a la unción de los enfermos y el sacramento de orden de servicio, con el canto a la consumación del matrimonio (con un canto de esponsales), que se encuentra en Digo lo que amo, a pesar de la trascendencia de «Canciones para Alexis». Los hombres que se aman, cuyos nombres se dividinizan y se vuelven amantísimos, son ese bálsamo que es «Primera ceremonia». Son dos velas que se entrelazan en la larga noche que retrata en «Aprensión»; en la confesión de amor en «Declaración previa», en el azoro al tomar entre sus manos «la paloma de José» en «Diluvio». Herejías de un desplazado; sacrilegios de un transterrado. ¿Y si no fuera cierto? ¿Si fueran sólo herejías o sacrilegios, las construcciones sociales de la sexualidad?
Cierra este primer ciclo de las terceras letras un poemario controversial y decisivo para la expiación de su alma, que da continuidad a la escritura del poema a la madre y a la matria en la obra de Bohórquez: Desierto mayor. Con él logra una de las últimas formas de penitencia o de perdón de su ministerio del otro amor: el reconcilio, y no olvido, de su pasado y el de su cónclave familiar. Ese crecimiento espiritual florece con Desierto mayor. La confesión de su odio, la había dado con claridad en 1969, en ese fragmento de poema que se convirtió en «Anécdota»: ahora estará en un contexto de resignación, que no olvido, durante los últimos años de su madre, en un poemario que cierra en agosto de 1978. Es una obligación que abundara en ello; pero la vida misma tuvo que orillarlo a ello. Se ha logrado el poeta del desierto: el largo periplo iniciado en 1970 tiene un cierre parcial con Desierto mayor, que retoma los temas iniciados en 1955, cuando clama «En el Desierto». Ahora también vuelve a cantar a su madre y a su matria, en su poema «Canto»:
Oh, Desierto, jaula de sol, Oh, Mío,
al aire reo y loco de ausencia,
miro pasar tus trenes como la arena entre los dedos,
miro pasar mi pubertad desalentada
hacia donde me condujeron,
miro cómo a mitad de marzo, desde el centro del mundo,
te cubres de azucenas
y nadie sabe nunca cómo, de dónde, desde dónde,
los bulbos arremeten sus estigmas liliáceos
y te engendran, te cumplen desde abajo,
decretándote la primavera de un instante;
miro también la flora inverosímil
de la biznaga y la pitahaya,
que son el galardón de la hora nona,
el premio a su martirio deslumbrado;
gusto las mezquitales ambrosías, la chúcata viscosa,
y sé que bajo tus sueños,
el petróleo y el oro te dan goce,
y abundancias ancladas,
y mareas,
la plata y los placeres minerales.
Su familia lo visita y él visita a su familia. Testimonio de ello es el poema «Envío», dedicado a Renán, un primo hermano que lo visita y a quien dedica en el último poema de este libro. Parece un credo:
La vida siga así, sencillamente;
tenerse amor, sembrar, trasparentarse
en tierra y a sudor y perpetuarse
agua encendida y cálida simiente…
Tiene 42 años. Ese hombre maduro que escribe estos poemas, todavía mira por el rabillo de su ojo, al niño que se angustia en la soledad de su cuarto en el desierto. Vuelve a la desolación de antes, a apretarle el cuello aquel niño resentido que se quedó mirando la puerta negra del suicidio. No está solo ahora, todavía tiene a su madre (todavía no ha ascendido entre las estrellas), y tiene un reconocimiento creciente. No ha adquirido, a la distancia, su estatura definitiva. Dejará un momento la pluma, cansado de morder y ladrar de nuevo, como los perros vapuleados por quienes no soportan que le ladre a la luna. Girará en redondo y se dejará caer sobre sí mismo, porque el día de mañana también habrá tiempo de reclamarle, a todos, su tierra prometida.
Por Omar de la Cadena y Aragón
Fotografía: Abigael Bohórquez, circa 1975. Archivo de ISC.