Dos historias reales han aterrizado. Son dramas en los cielos, accidentes aéreos, desastres instantáneos. La primera, una catástrofe: la caída del vuelo 2933 de LaMia el 28 de noviembre, en Colombia; viajaba el equipo de futbol brasileño Chapecoense. 71 fallecidos, solo 6 sobrevivientes.
Y en la misma semana se estrena en México, Sully (Clint Eastwood, 2016), crónica cinematográfica sobre el extraordinario amarizaje del vuelo 1549 de US Airways en el río Hudson, el 15 de enero de 2009. Sus 155 pasajeros fueron rescatados con vida.
Debido a la difusión instantánea de los últimos momentos de la tragedia en Colombia – los pilotos reportando la falla eléctrica total por falta de combustible y la controladora en torre de control tratando de guiar el descenso – , es imposible ver la más reciente cinta de Eastwood sólo para entretenernos.
Hay demasiadas escenas que nos hacen pensar, no en la maestría del veterano Clint, sino en el terror que debieron haber sido los minutos finales de tan reciente desgracia. Internet kills the movie star.
En la sala de cine estos relatos correrán en paralelo. Ambos, hechos verdaderos. Trágico intercambio: veremos en pantalla, el éxito de un evento que pudo haber sido desastroso y por otro lado, en nuestra mente está viva la fatalidad que enlutó lo que debió ser una fiesta deportiva.
Sully es una película de orgullo y gratitud. Es, de nuevo, el motivo ideal que Clint Eastwood aprovecha para construir un elevado y honesto homenaje al heroísmo y la valentía individual.
Así, el gran acierto de Sully es presentar la perspectiva interna del Capitán Chelsey “Sully” Sulenberger (Tom Hanks) a partir de la arriesgada y firme decisión de bajar su aeroplano en el río Hudson después de que una parvada de aves destruyeron ambos motores a pocos minutos del despegue.
En ese sentido, nadie mejor que Tom Hanks para interpretar al héroe. El pacto de credibilidad se cumple por completo al recordar Salvando al soldado Ryan (Steven Spielberg, 1998) y, por supuesto, Apolo 13 (Ron Howard, 1995).
Es Hanks quien le da alas a esta cinta y la lleva a buen puerto.
Sully es un filme patriótico y condescendiente. A sus 86 años, Clint Eastwood se esmera en confeccionar al único villano posible, la Junta Nacional de Seguridad en el Transporte, oficina que, en medio de la fiesta popular que supuso el acto heróico de Sulenberger, inicia una investigación para demostrar que el piloto pudo haber llegado al Aeropuerto de La Guardia, o a otra pista alternativa, sin perder la aeronave.
El juicio es la parte más débil. Al igual que en Filadelfia (Jonathan Demme, 1993), aquí Chelsey Sulenberger parece enfrentar a fiscales implacables. Sin embargo, en un abrir y cerrar de ojos, cambian su actitud en un giro que supone para Eastwood la oportunidad para demostrar que las instituciones norteamericanas funcionan porque, sobre todas las cosas, éstas creen en la verdad y la justicia.
Sully es una película arrogante y distinguida. Las secuencias de suspenso, el montaje del avión con soberbios efectos especiales y las escenas del amarizaje son ejecutadas con precisión. A pesar de que Eastwood toca la impronta de las viejas películas de desastre, siempre regresa a Sulenberger, a su humana condición puesta a prueba tras un hecho extraordinario.
Es por eso que durante el rescate, cuando llegan los ferrys por todos los sobrevivientes, cuando los helicópteros de la Cruz Roja y de la ciudad de Nueva York aparecen, Eastwood presenta una insólita, pero eficiente, música de jazz. El mensaje es claro: la metrópoli funciona con la perfección de una melodía elegante, dulce, con estilo.
Pero Sully va más allá. La suma de todas las partes de esta cinta queda expuesta en la declaración del Capitán Chelsey “Sully” Sulenberger: “We did this together. We were a team. We did our job. It was all of us. We did it. We all survived.”
Y he ahí la razón por la que Sully es una película de orgullo y gratitud; arrogante y distinguida; patriótica y condescendiente. Pretende hacernos creer que el milagro en el Hudson era prácticamente inevitable debido a la grandeza y la superioridad de la civilización norteamericana.
Y eso nos hace sentir aún más pena por los caídos en Colombia. Porque siempre serán inoportunos comentarios de esa naturaleza en medio de un funeral.
Por Horacio Vidal