Mi amigo está triste
Ha pasado las horas más tristes
Me ha visto las manos en sus bolsillos
Y ahora sus dientes tienen cara de collar
Ha de empeñar
El puente de Brooklyn
Por un pan tostado
Y cerveza oscura
Como su terror.
Rogelio Cifuentes
Conocí a Rogelio Cifuentes en los pulcros pasillos de la Escuela de Letras. Era entonces un adelantado estudiante e impartía -en horarios nocturnos- cátedras de Historia de la Literatura Universal en alguna institución privada. Era de vestir formal y se calaba una boina.
Fuimos, junto con otros inadaptados, enemigos de la sociedad y cómplices de múltiples atentados contra la moral, la ética y la propiedad privada; aventuras todas ellas, por supuesto, impublicables.
En la época dorada de la cantina casa del poeta, El Pluma Blanca, fue uno de los más connotados púgiles que se recuerde, sucumbiendo únicamente ante los puños de “El Chipilón.”
Fue un lector obsesivo que pudo ser un erudito. Sus textos, dispersos en revistas marginales y en manos de coleccionistas, exploran siempre el lado oscuro y se advierte en ellos la influencia de sus maestros: Bataille, Sade, Marcuse, Foulcaut, Nietzche, Cioran, Mailer.
No perteneció a capilla alguna y desdeñó siempre la impronta de los escritores sonorenses a los que encontraba de risa.
Fue íntimo de Sergio Rascón, monstruo de la gráfica con quien haría el ritual del viaje al Tepozteco, lugar donde se encontraría con otros dos outsiders, El Billy Bicholas y El Caballo Loco, el primero dedicado a hacer la parodia del tarot y el segundo a las artesanías en piel.
Hizo realidad, después del quiebre en que se alejó de la academia y de la domesticación social, la famosa frase de Rimbaud: “Jamás trabajaré”. Y cayó en una espiral hedonista de la que no logró salir hasta el final de sus días. En esos lances su carácter errático con tendencias a la violencia por nada lo alejó no pocas veces de sus amigos.
Dejó una obra inconclusa y dispersa que alguien tendría que ordenar y poner en un libro.
Hay corazones duros que pasan por la vida sin amar un cuerpo, sin fundirse con otra alma, sin dormir en un abrazo. Su trayectoria desordenada y autocomplaciente opacaron su negada vocación de galán y le impidieron amar, ser amado.
Nunca, de seguir vivo, se habría prestado a poner su culo en una mesa de lectura o en evento cultural alguno.
Tuvo un perro, el Mafaldo, al que adoraba. Tuvo una madre que lo amaba como nadie. Tuvo algunos amigos como yo, que le perdonaron ofensas y algún derechazo fallido.
En la afamada foto “La última y nos vamos”, de Joel Verdugo, se le puede apreciar con una sonrisita que delata su personalidad.
Conforme uno se precipita al vacío la memoria se vuelve selectiva. Hoy lo recuerdo como tantas veces camino al “Aquí me quedo”, o en las tardes narcóticas de aquellos años en los aromáticos prados frente a la Escuela de Letras, hoy ruina polvorienta para vergüenza de quienes reordenan los espacios floridos del alma mater convirtiéndolos en cemento chato de corredor o estacionamiento.
Abrazo, poeta loco. Te extrañamos.
By Cass Rivera
«De ‘La ultima y nos vamos…’ donde Cifuentes es Dios». Fotografía (y pie) de Joel Verdugo
Buen escrito. Buen recuerdo. Buen momento. Un saludo y me pongo a sus órdenes.