Esta casa editorial saluda jubilosa el debut de una pluma trabajada y honesta como la de Heidy Mares, así sea para narrar los horrores de un pueblo hermano
Culiacán, Sinaloa.-
365 días consecutivos bajo fuego, desapariciones y cuerpos abandonados a plena luz del día. Desde el 9 de septiembre de 2024, Sinaloa no ha tenido tregua, marcado por enfrentamientos, bloqueos, balaceras e incertidumbre. Pero más allá de la cifra fría de muertes y desapariciones, lo que permanece es el eco de esa violencia: las fracturas profundas en la vida cotidiana.
Hay tres ejes que definen este año de narcopandemia bajo la narrativa oficial que minimiza lo que aquí sucede.
Primero: los negocios.
Aquellos que apenas lograron sobrevivir a la pandemia por Covid no resistieron el nuevo golpe. Las primeras semanas las renuncias de trabajadores aumentaron por miedo a ponerse en la línea de fuego, pero también los clientes disminuyeron: nadie quería salir a comprar cuando la ciudad se convertía en un campo de batalla a cualquier hora. El toque de queda autoimpuesto por una ciudadanía aterrada obligó a modificar los horarios de todos los negocios. Muchos bajaron la cortina y no la volvieron a levantar. La economía local se desangró en silencio, frente a un Estado incapaz de ofrecer garantías mínimas de seguridad.
Segundo: las infancias.
Hubo quienes perdieron un ciclo escolar a causa del rezago educativo provocado por las inasistencias, pero también aquellas niñas y niños que aprendieron a tirarse al suelo durante algún tiroteo ocurrido afuera de sus instalaciones
Aunque los planteles suspendían actividades de vez en cuando, intentando priorizar la seguridad de alumnado y docentes, la Secretaría de Educación Pública se negó a reconocer la magnitud del problema e insistió en clases presenciales.
Los cristales de los autos con las palabras “niños a bordo, no disparen” se convirtieron en súplica desesperada de la rutina escolar, en la esperanza mínima de que las balas los respeten.
Tercero: la sociedad herida.
La normalización alcanzó un nivel grotesco: aceptamos como parte de la cotidianidad que los paramédicos porten chalecos antibalas. El símbolo más claro de que la vida se ha reducido a sobrevivir. En ninguna ciudad debería ser aceptable que quienes salvan vidas tengan que blindarse como si fueran soldados. En Sinaloa lo hemos asumido casi con resignación, mientras las autoridades repiten la consigna de que “todo está bajo control”. Ese es el triunfo más perverso de la violencia: convertir lo inaceptable en costumbre.
El recuento de los eventos es agotador. Nadie en su sano juicio puede repasar cada balacera, cada bloqueo, cada desaparición sin desgarrarse. Por eso, los culichis hemos aprendido a vivir “una cosa a la vez”: sobrevivir al día, esquivar la ruta peligrosa, esperar que no nos toque a nosotros. Pero esa forma de vida tiene un costo altísimo: nos ha robado la memoria compartida. Lo insoportable se fragmenta para hacerlo soportable. Y ahí está el riesgo: olvidar la magnitud de lo que hemos perdido.
Porque la pregunta que nos toca hacer hoy, al cumplirse un año de narcopandemia, no es solo qué pasó, sino cómo reconstruir lo que aún sucede.
Pero no todo lo perdido se mide en lo inmediato. Lo más grave es lo que hemos entregado en silencio: la normalización. La aceptación tácita de que las balaceras son parte del clima, de que los retenes forman parte del paisaje urbano, de que planear el futuro es un ejercicio fútil. Ese es el eco que nos acompaña: no el disparo en sí, sino la vida reducida a sobrevivencia.
¿qué impide que mañana sea en otra ciudad?
Y es aquí donde la reflexión debe ser nacional. Porque lo que hoy parece un problema de Sinaloa es, en realidad, un laboratorio de la descomposición del país. Si en Culiacán la violencia logró imponer un año entero de narcopandemia sin que la federación, el estado o el municipio restablecieran la normalidad, ¿qué impide que mañana sea en otra ciudad? ¿Qué significa para México que una capital estatal haya vivido 365 días de terror con la indiferencia del resto del país?
Las autoridades aún repiten frases hechas, organizan eventos, pero no enfrentan la magnitud de la crisis. Como si la seguridad fuera un asunto ajeno a su competencia. La responsabilidad es compartida, pero el silencio también lo es.
No podemos aceptar que la guerra del narco se vuelva el telón de fondo de nuestras vidas. No podemos aceptar que las infancias crezcan con miedo, que la economía se derrumbe en silencio, que la sociedad se acostumbre al horror. El primer aniversario de la narcopandemia no debería ser una nota más en la prensa: debería ser un grito de alerta.
Porque no hablamos de estadísticas, hablamos de vidas destrozadas. Y si el país no escucha este eco, si lo minimiza como “un problema de Sinaloa”, entonces lo único que queda preguntarnos es: ¿hasta dónde estamos dispuestos a perder? ¿Hasta cuándo vamos a aceptar que vivir es apenas sobrevivir?
Texto y fotografía por Heidy Mares
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