LETRAS SEGUNDAS (PRIMERA ETAPA)
Madre,
me escondes un clavel dentro del saco.
Un clavel más pequeño que tu boca
o más pequeño aún que mi retrato.
No me gusta que llores.
Yo no lloro.
Ahora soy más fuerte que tu brazo,
ahora soy más grande que tu mano.
Yo ya sé cómo es la muerte,
como barrer colillas de cigarro,
como quemar el verso que no sirve,
como enterrar un pájaro quebrado.
Se va haciendo noche.
Y me da sueño,
Dios misericordioso.
Que un puñado de tierra lleve hormigas
para que sobre mí pueblen su casa,
que un puñado de tierra lleve trigo
y se cubra de pan mi calavera.
Y un puñado de tierra con su nombre
para enterrar lo suyo con lo mío.
Cosas de este presentimiento
Abigael Bohórquez
Las segundas letras de Abigael Bohórquez deben dividirse en dos etapas debido a la amplitud de las características mismas de sus actividades, publicaciones y reconocimientos. Catorce años de creación literaria abarcan la publicación de Poesía i teatro (1960 ―que contiene el poemario más desbordante, rico en metáforas y lirismo inusitado; además de tres piezas teatrales, una tragedia de corte costumbrista, un drama postrevolucionario, y una farsa citadina―) y Las Amarras terrestres (1969 ―que contiene una serie de poemas vindicatorios del amor y el deseo homosexual―). Surgen entre ellos Acta de confirmación (1966 ―su poemario más comprometido con las causas sociales como poeta e hijo de su madre, Sofía―); y Canción de amor y muerte por Rubén Jaramillo y otros poemas civiles (1967 ―una serie de homenajes a luchadores de los derechos civiles―); además de algunas obra teatrales que no se ven eclipsadas por su actividad poética: Nocturno del alquilado y la tórtola y La madrugada del Centauro, dos poemas dramáticos de 1963. El segundo es premiado por la UNAM en 1964, aunque ambos son estrenados y publicados en 1967, junto a La hoguera en el pañuelo y Caín en el espejo en el marco del Primer Festival de Primavera del INBA, UNAM e IMSS.
En este breve lapso, adquiriere tres sacramentos poéticos; aquellos requeridos para su iniciación y consagración definitiva (si se permite la analogía cristiana) que forman parte de su coronación dentro de las letras nacionales: su fe bautismo, su acta de confirmación y su eucaristía. Cada uno significa un crecimiento intelectual, pero también emotivo, anteriores a su descalabro dentro de la vida cultural del centro del país.
Su fe de bautismo, la adquiere con la presentación del poeta en 1956 por las vacas sagradas de la cultura en la Ciudad de México; su confirmación, con el encuentro de Carlos Pellicer como jurado en uno de tantos concursos de Juegos Florales que obtiene Abigael a principios de 1962 y por el cual recibe un soneto donde Pellicer lo alaba como poeta; y la eucaristía (su primera y más importante comunión con la gray de escritores), con la conjura de sus amigos y amigas de sonora para que Jaime Torres Bodet, Secretario de Educación, le otorgue un puesto en la Ciudad de México a finales de 1962. Son años de aventura: todo sigue igual, pero todo es nuevo. Adquiere poder, prestigio, dentro de la comunidad literaria; pero ya no es aquel poeta afamado en su predio natal, ni aquel reconocido a nivel estatal y nacional: es un poeta de cara al mundo, sobre todo de Latinoamérica por medio de su última aventura laboral que coincide con la publicación de su poemario Acta de confirmación y su reedición en mismo año que aparece Las Amarras terrestres, con poemas propios de aquel libro. Esta triada sacramental es un verdadero logro, un símbolo que ha de explicar su obra y a sí mismo, ya que son obtenidas a través de otros poetas de gran estatura, son un reconocimiento a su oficio, que lo unen al gremio y lo consagran como un poeta definitivo de carácter universal.
Sus segundas letras muestran, pues, cómo adquirió su maestría en el dominio de un menester de clerecía: un renovado canto, a veces extrañamente cristiano y otras esperadamente profano, contra las penurias e injusticias de la vida; abarcando una época de gran actividad cultural y una enorme profusión de su obra poética y el nacimiento de su obra dramática que comprende de 1955 a 1969, pero que es necesario dividirlas según sus características particulares:
- la primera subetapa contiene la escritura de poemas y dramas de su primera estancia en la Ciudad de México a partir de noviembre de 1954 a 1956; así como a su regreso a San Luis Río Colorado de 1958 a 1959; y su estancia en Hermosillo de 1959 a 1960, que desemboca en Poesía i teatro, con un primer apartado intitulado: «Fe de bautismo. Poesía, 1956-1957» y que posteriormente incluirá tres poemas escritos de 1957 a 1960, que incluirá bajo ese nombre en el primer apartado de Heredad: Antología poética (1956-1978); y,
- la segunda subetapa, contiene poemas de su primera estancia en la ciudad de Hermosillo de 1960 a 1962; y su segunda estancia en Ciudad de México de 1962 a 1969, fecha en que reúne los poemas en Acta de confirmación (1966), Canción de amor y muerte por Rubén Jaramillo y otros poemas civiles y de Las Amarras terrestres (1969).
Sigamos, pues, los pasos del poeta que firmó como Abigael Bojórquez, Abigael Bohórquez, Marzo Vidal o abigaél bohórquez, durante estos años y conozcamos cómo obtiene su fe de bautismo.
La primera subetapa de sus segundas letras de Abigael Bohórquez inicia cuando Marco Antonio Acosta, joven escritor tabasqueño, tiene un manuscrito en sus manos en la Ciudad de México: el poemario Ensayos poéticos. Este poemario será criticado rudamente y Abigael recibirá una victoria disminuida por sus múltiples excesos: es un poeta «fatuo», que ha caido en la «piratería versificadora». Su mirada no pierde verticalidad: ha encontrado una predisposición a este oficio poético. Abigael inicia sus pasos en la capital del país con el pie izquierdo; pero ya se encamina por buen rumbo cuando lo publica y se matricula como estudiante del INBA. Sabe que para lograrse, debe subsistir como estudiante y certificarse en ese oficio que ama desde la niñez: la representación escénica. Estudia arduamente, se empapa con la tinta de los libros: quiere ser reconocido a cabalidad, y para ello deberá renovarse. La Ciudad de México es gris como él, pero se volverá un barco que naufraga entre el sargazo quelitero y las olas de agua torrencial, que correrá como un llanto, a la deriva, arrastrándolo todo como su poesía. Está tan llena de gente, camiones urbanos y bicicletas, como de experiencias, que no acaba por recorrerla ni de disfrutarla: es el escenario de Pedro Infante y El Gallo Giro, Luis Aguilar; de Agustín Lara y de Pérez Parado; de Libertad Lamarque y María Félix, las glorias del Cine Nacional.
Este joven vivirá con precariedades, residirá en la metrópoli con muy pocos recursos: la ayuda de sí mismo, y de su familia inmediata. Sus salidas más memorables serán la visita a las librerías de viejo, para vender sus libros, y los monte píos más cercanos, para empeñar sus cosas de valor y poder comer. El joven estudiante de dramaturgia y suspirante a poeta moderno, también se retroalimenta de los libros y lecturas que se ofrecen en la Ciudad de México, de las ofertas editoriales y de las conversaciones al rededor de las conmemoraciones lorquianas de las instituciones culturales, dado que es el vigésimo aniversario de la muerte del gran poeta granadino, Federico García Lorca.
Se encuentra en la ciudad de México y se matricula en la escuela de dirección teatral del INBA. Aunque se ve engrandecida su producción poética ante la reducida producción dramática, en este periodo va a caballo entre dos formas de escritura. El poema «Llanto por la muerte de un perro» y la pieza trágica «La Estirpe» del joven dramaturgo y poeta Abigael Bojórquez (así como muchos otros poemas y algunas piezas teatrales de sus segundas letras) están influenciadas por las experiencias del autor en su natal Caborca y del aura rural de la obra literaria de Federico García Lorca. El cambio se ha completado. Se ha actualizado luego de encontrar un nuevo poeta a su medida. Su poesía comienza a conocerse con un nuevo ímpetu. Ya es conocido entre los artistas de Sonora, sobre todo aquellos que aglutina la Universidad de Sonora.
Después de las vacaciones de verano, que le hacen regresar a Sonora, se encuentra en la Ciudad de México invitado para Primera Semana Sonorense en el Pabellón Sonora. No es un evento cualquiera para el poeta. Será presentado por Herminio Ahumada y como invitado especial estará Carlos Pellicer, que ha fortalecido sus lazos de amistad entre sonorenses distinguidos con motivo de su trabajo Museográfico que realiza.
En el evento, Abigael es presentado y recibe su «fe de bautismo» al ser bañado con la crítica a su obra por Ahumada. Por su parte, el poeta leerá poemas de corte nacionalista, como aquellos que realizara a través de México, Carlos Pellicer. «Elegía a Sonora» aparece entre todos los poemas. Abigael impacta, seduce, con su nueva obra. Si antes era el poeta de palabras exóticas, ahora se ha vuelto el poeta de las metáforas deslumbrantes. Si antes hacía versos contenidos, jalados por la brida del ritmo y la métrica puntual, ahora hace verso libres, alados y desbocados. Palmas y más palmas, pero también los besos y los abrazos: ha nacido, de veras, el hijo pródigo de Sonora.
Herminio Ahumada manda a El Regional, el diario más leído en ese entonces, sus famosas «Palabras», testimonio de su fasto sacramental:
Con la misma emoción que se lleva a un tierno infante a la pila bautismal,
traigo ante ustedes al poeta Abigail Bohórquez (sic),
retoño nacido en las áridas tierras de Caborca, Sonora, muy cerca de las arenas del desierto de Altar.
Se convierte, así, en el sacerdote de las letras sonorenses ante la grey de artistas de la Universidad de Sonora y de la Ciudad de México, con la presencia de eminentes testigos del florecimiento cultural de Sonora, con la presencia del poeta Andrés Henestrosa y el músico Manuel M. Ponce. Gracias a este poeta ―o quizá de manera indirecta, por influencia que tuvo también en Herminio Ahumada―, Abigael sentirá admiración por el poeta Langstong Huges, cuando ya compartía con él desde entonces su gusto por la poesía de autobiografía y la escritura de epístolas a su propia madre. Su padrino, sin embargo, es el oficiante más importante de las letras de México, Carlos Pellicer, que lo baña y unge en ese evento, con las aguas claras de la clarividencia: «México tiene en este joven a un poeta extraordinario». El altar celebratorio no se encuentra en el desierto, está en la Ciudad de México y el bardo norteño, el recién nacido de las letras sonorenses, está rodeado por sonorenses de nacimiento y adopción.
Más de un año después de haber llegado a la Ciudad de México, Abigael se ha modernizado: ya no sigue los pasos de Amado Nervo y sus huestes modernistas, sino a la figura señera de García Lorca y de Porfirio Barba Jacobs, poetas de muerte reciente y de fama en ascenso. El padrinazgo de Ahumada le nutre con nuevas lecturas, posteriores a la polémica literaria de principios de los cincuenta, con la publicación de la Antología de poetas sonorenses. Algunas lecturas han de prenderlo antes, como la obra poética de Francisco W. Villa o la de Mosén Francisco de Ávila, siendo en este último el más grande y experimentado, aunque no el más actualizado de esa época.
También vendrá la lectura e influencia de poetas norteamericanos e.e.cumings y Langstong Huges, quizá por la vía de Ahumada, quien era angloparlante como Bohórquez. Se vuelve así en un poeta y en un dramaturgo trágico, similar a este poeta gitano de la Generación del 27, que en 1956 celebraba su vigésimo aniversario luctuoso. A pesar de la popularidad y cercanía de algunos miembros de los Contemporáneos, entre ellos el poeta y dramaturgo Salvador Novo y Xavier Villaurrutia, Bojórquez elige la seriedad e imaginación del poeta español, además de su sesgo rural, sobre la frivolidad y el realismo del escritor chihuahuense y el capitalino, de sus melodramas citadinos.
No obstante, en esos años Salador Novo se había vuelto una figura imprescindible entre los jóvenes debutantes que deseaban convertirse en los dramaturgos y poetas de su generación además de certificarse como directores teatrales a mediados de los cincuentas. Novo, además de ser un connotado poeta y dramaturgo, era quien dirigía la Escuela de Arte teatral del INBA, a donde asistía como alumno este joven de diecinueve años de Sonora. Ahí lo conoció este joven poeta y dramaturgo en ciernes a finales de 1954. A principios de 1955, fue a pedirle consejo y entregarle sus versos. Ante su solicitud, el Cronista de la Ciudad de México, aconsejó a su joven pupilo para que se matriculara en los cursos de Dirección escénica del Instituto Cinematográfico del ANDA. Así lo hizo y en ese año comenzó a dividirse su camino en dos, como da testimonio su «Agenda curricular» y su siguiente libro: Poesía i teatro (1960), que un año después ganará el premio Libro Sonorense de 1957.
Este libro contiene dos géneros literarios, a contrapunto; siendo el primero el más señalado por su calidad y también por su desmesura. No existe un precedente de comparación; sólo varios antecedentes que lo sitúan y hermanan como una obra poética que establece una red de vínculos con distintos poetas del panorama local y nacional: sus influencias más inmediatas.
Abigael va dejando atrás a aquel joven debutante que descubrió de la manera más ruda su atraso y desconocimiento de los giros de la nueva poesía hispanoamericana en 1955, a través del poeta y periodista cultural de Cárdenas, Tabasco, Marco Antonio Acosta; pero se volverá un interlocutor actualizado a partir de 1956, ante los poetas Herminio Ahumada y Carlos Pellicer; así como desde entonces, o desde 1957, ante el poeta Mosén Francisco de Ávila. De ellos obtiene una influencia y una crítica favorable a su nuevo pulso poético: si Acosta le otorga una ruda crítica a su atraso cultural y un aliento a corregirse, Ahumada, Pellicer y Mosén le darán un reconocimiento a nivel estatal y nacional de su propia pluma y voz, por su destreza y juventud.
¿Qué les ofrece a ellos el joven Abigaél? Abigael les dedica su obra a sus nuevos poemas: «Al Licenciado Herminio Ahumada» el poema a la matria chica, «Elegía a Sonora», y «Al poeta Carlos Pellicer», al poema a la matria extendida, «Provincia mexicana»; siendo ambos muy parecidos a los cantos celebratorios a las regiones del país o del mundo que ha realizado Carlos Pellicer. No obstante, sólo a uno dedica un poema reconociendo una admiración y una paternidad literaria: «A Mosén Francisco de Ávila», con un poema metafísico, «Autorretrato por dentro». A este último poeta lo cita en una triada de poemas, como epígrafes que sujetan el cuerpo del poema. Queda adelante de Porfirio Barba Jacob, con una cita de Canción de la vida profunda y una dedicatoria «Recordando a P.L.J.; pero muy detrás de Federico García Lorca, con doce.
Con este hecho se explica, además de su compatibilidad formal y temática con estos autores, el rumbo que toma «Fe de bautismo. Poesía 1955-1957» de Poesía i teatro de Abigael Bohórquez, que recibe influencia directa de Tagmar del mar (1948), La Sombra del Centauro (1953) y Salamandra. Poemas 1953-1958 de Mosén Francisco de Ávila, además de otros poetas. Este hecho habla de una cercanía mutua de ambos poetas, alrededor de 1957; pero sobre todo de una preparación conjunta de Poesía i teatro y Salamandra hacia 1959. Ambos libros nacen juntos, de la mano, al publicarse en la misma editorial en febrero de 1960, con dos días de diferencia. Abigael volverá a imprimir la portada, preservando las mismas características de interiores, debido a que la primera portada contiene es más austera y contiene el nombre de Marzo Vidal, un seudónimo que utilizara tres años antes. Su nuevo nombre, a principios de 1960, era «abigaél bohórquez», suprimiendo las mayúsculas (como se ha señalado antes, según la escuela de e.e.cummings).
Al llegar de imprenta el segundo libro de Abigael, el mimetismo se había completado entre el poeta sanluisino y el nogalense, por adopción: al igual que su maestro, su libro contenía el apodo; aquel con el cual el poeta firmó, a principios de abril de 1957, su poema ganador del concurso de poesía por el centenario de la gesta heroica del pueblo de Caborca contra la invasión filibustera; así como los demás poemas y obras de teatro que incluyó para el Concurso del Libro Sonorense de 1957, unos meses después. Algo opera dentro de sí cuando recibe el libro, porque meses después el libro tendrá una nueva portada y unas solapas con las loas de varias autoridades culturales de la región: su jefe, Arístides Pratts; su amiga periodista, Cecilia G. de Guilarte; y Mosén Francisco de Ávila, su amigo poeta, bajo su nombre real, Alonso Avilés.
El último poemario publicado de Mosén y el segundo de abigaél, también son muy cercanos por otros motivos; debido a sus referencias continuas al llanto como símbolo de los románticos, el uso común de ciertos verbos, y por el versolibrismo que adoptan los poetas. «Fe de bautismo», y algunos poemas dispersos que posteriormente se integran a él y otros que también quedan fuera, no se deben totalmente a este poeta sonorense pero parecen crecer bajo su sombra. Sólo algunos, muy pocos poemas en realidad, tienen una influencia directa (como ha de mencionarse más adelante).
¿Conoce a Mosén antes de 1956? No hay un registro de que Mosén Francisco de Ávila estuviera presente en la delegación de artistas que se presenta en 1956 y 1957 en la Semana Cultural Sonorense en la Ciudad de México, donde es presentado por Herminio Ahumada. Poco importa: su omnipresencia es evidente. Mosén es el poeta más grande de Sonora y su obra ya es conocida dentro y fuera del estado. Antes de 1953 ha publicado en la revista Yerba de la poeta coahuilense Enriqueta Ochoa; sale su poemario La Sombra del Centauro en 1952 y desde 1951 publica en el periódico Acción de Nogales. Ya es una figura de primer nivel que es conocida para 1956 en los círculos literarios más importantes. Sólo puede confirmarse que un año después, en 1957, presentará al joven poeta Abigael en la Peña literaria de la ciudad de Nogales:
Hemos venido a presentar a un poeta en embrión,
un muchacho positivamente genio, indiscutiblemente iluminado,
empeñado ahora en la dura misión, en la inocente tarea de hacer poesía.
En sus palabras se siente el aleteo de un poeta que admira, el más terrible de todos los poetas, Arthur Rimbaud: el joven escritor que conmocionó los círculos parisinos. De alguna manera lo será Abigael: su juventud sorprende a algunos y a otros espanta. Mosén tiene 61 años y sólo se alegra, en un sentido más místico (sagrado por vía de Rilke) cuando señala el misterio pero desconoce lo que señala:
… he aquí el botón de una rosa…
la rosa… la definitiva;
esa flor será lo que de este botón rinda la verdad, el amor al trabajo, la humildad.
Un par de años después, Mosén dirá a ese Adán bíblico, que nombra a todo lo que es sin reinventarlo, estas palabras:
Digo, Rosa, y sé lo que es una Rosa para mí.
Mas no sé lo que la rosa es en sí.
La rosa es: sencillamente es: independientemente de su nombre que la señala entre las cosas llamándola rosa.
Este poeta, cuya obra se declara simbolista por doble vía, tanto europea como hispánica, abreva del simbolismo francés de Verlaine y Rimbaud y del simbolismo de un miembro destacado de la Generación de 1898, Antonio Machado; y esa abstracción que impone el misticismo, en quienes no son místicos de oficio, que aparece con la influencia de Reiner María Rilke. Hay un simbolista, que juega con el modernismo, que influirá en el intimismo de los versos de Mosén; pero que será más visible en la obra lírica del joven Abigael: el autor de estos versos, Juan Ramón Jiménez. Este premio nobel de 1956 no pasa desapercibido para los amantes de las letras. Se trata de un hispanohablante y para mejores señas un poeta que ha sido maestro de una nueva generación. Vaya coincidencia, o vaya influencia, que recibe Abigael de este amor entre seres vivos en el poema Platero y yo (1916) de Juan Ramón. El poeta rememora, así, al burro color de plata:
Platero es pequeño, peludo, suave;
tan blando por fuera, que se diría todo de algodón,
que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negros.
Platero y yo es un largo poema elegiaco que expresa el amor entre un animal y un niño. El mismo amor, dulce sentimiento, es el que profesa Abigael a su perro sin nombre que ha sido asesinado en su ausencia de estudios en la capital. Así lo conmemora:
A los siete años tuve escarlatina;
y por aquello del llanto y del capricho
de estar pidiendo dinero a cada rato,
me trajeron al perro de muy lejos
en una caja de zapatos. Era
minúsculo y sencillo como el trigo;
luego fue creciendo admirado y displicente
a la par de mis tobillos y mi sexo;
supo de mi primera lágrima:
la novia que partía,
la novia de las trenzas de racimo y de la voz de lirio;
supo de mi primer poema balbuceante
cuando murió la abuela;
el perro fue en su tiempo de ladridos
mi amigo más amigo.
La intención dramática y pedagógica del poema elegiaco de Juan Ramón, aparece también en «Llanto por la muerte de un perro», sólo que su perro que «[n]o engañaba ni mordía» se transforma en el símbolo de todas las almas vulneradas y vulnerables sacrificadas por el despotismo y la ebriedad del poder; siendo éste último un tópico recurrente en Abigael alrededor de 1960, cuando aparece «Apuntes para el entierro de una mariposa» y el desconocido poema en prosa: «Reflexiones para el entierro de una mariposa».
Abigael aprende de Mosén y de estos poetas a través de él. Cada día reafirma su paso, aparece algo o alguien nuevo: se actualiza, pero también se recicla ante quienes puede elevar su canto y podrá comprenderlo, como son sus poemas ontológicos, a veces llenos de metafísica o de misticismo, sea pagano o religioso. Sería un error, pues, decir que el misticismo temprano o tardío de Bohórquez se debe a Mosén. En él sólo encuentra un interlocutor, como nunca antes volverá a encontrarlo en su obra poética, como puede verse en el poema que le dedica en 1957, «Auto retrato por dentro»:
Señor,
mi cuerpo es un tanteo para alcanzar su forma,
mi cuerpo es una alcoba para cerrar impulsos,
atmósferas de sangre y permanencias de horda.
A partir de entonces sus evocaciones religiosas se volverán irónicas, y decididamente sarcásticas, con el paso del tiempo. Sólo permanecerá el tono trágico en la personificación de una musa plenamente moseana: la Poesía. A ella dedicará, como Mosén, varios de sus más hermosos poemas en distintos libros de poesía. Mosén estaba en la edad perfecta para enseñarlo todo; Abigael de aprenderlo todo, y superarlo. No obstante, llegó a reconocer su potestad intelectual de manera directa e indirecta en otro poema: «Casi sonetos en voz baja para decirse a Gritos», cuya dedicatoria es más que elocuente: «a FEDERICO GARCÍA LORCA, gladiador decapitado,/para MOSÉN FRANCISCO DE ÁVILA». Se trata de un homenaje doble de 1961, uniendo una predilección por una de las figuras señeras de su poesía: Federico García Lorca. En su reconocimiento se encuentra, más allá de una simple influenciase, la filiación de su voluntad poética: escucharse en otros, como si fueran una caja de resonancias. Abigael será explícito, describiendo su trabajo anterior y el de su maestro:
Mosén de Ávila se emparenta con Rilke, con Rimbaud, con Verlaine, con García Lorca,
porque a decir de él ‘es útil al espíritu serenar su inquietud con la voz de otros que padecen’.
La poesía es fuerte y como tal, sobrelleva su soledad en silencio y desahoga su tristeza trabajando…
La renovación poética de Abigael adquiere un rasgo definitivo en su escritura y en su visión del mundo: las influencias o apropiaciones de la obra de otros autores, aún permiten sentir un rasgo único. Muestra, así, un estilo más de acuerdo con las circunstancias del momento: no es una poesía de chifonier como la de los románticos; ni de salón o de café literario como la de los modernistas: es una poesía de la alcoba descaradamente abierta y de la calle donde se encuentran los hermanos contra los patriarcas políticos en abierta protesta social. Quizá en el fondo, se trata de los consejos de su abuela Adela, como señala en una narración en 1954: «Tampoco tú, hijo, debes permitir que tus compañeros hagan mal a otros». Esta ética, plasmada en la voz de su abuela, o aquellas palabras que le dedica Herminio Ahumada en 1956, señalan el camino de la poética de Bohórquez: escribir en defesa de los desvalidos, desde el sentimiento, aunque a veces caiga en el resentimiento.
«Fe de bautismo» parece una puesta al día de Ensayos poéticos. Al igual que aquel, sigue siendo un poemario trágico y está cifrado en la figura de la madre y de la matria: Sofía y pueblos del Gran Desierto de Altar; a pesar de sumar otros lugares de la Provincia Mexicana. Son los tópicos que se encuentran dentro de las celebraciones cívicas, además de estar apoyadas por la política cultural de Sonora y de México, siendo la capital del país la pionera en la promoción de este tipo de poemas.
En ambos poemarios aparece el «poema a la madre» y el «poema a la matria», que se vuelve en un canto íntimo de lo femenino: a la figura materna en particular, aunque en el primero es una lamentación sobre su propia concepción, consciente de que es un hijo natural, el hijo oficial de su abuela; así como es un recuerdo vivo del pueblo de San Luis Río Colorado, de Caborca, y del estado de Sonora.
Ahí aparecen diluidos, sin embargo, los primeros versos contestatarios; las primeras críticas a una sociedad de su tiempo. Va germinando la indignación de otra manera. Una épica reaccionaria contra un país que tiene vocación para convertir el curso de la historia en tragedias nacionales. Sólo en su segundo poemario se encontrará el poema a la madre, ese gran tema, renovado a las necesidades del momento; aunque los gustos dividan al público, de aquella nueva época. No dejará de abundar sobre estos temas en el futuro de manera trágica y sediento de un reclamo de justicia. La dicha está pérdida de antemano; una dicha que pudo ser al margen de la moralina de una sociedad donde una madre soltera y un hijo natural se abrieron paso.
Al vivir en una sociedad cerrada donde se sintió amordazado y desplazado, sólo se encontró a sí mismo fuera de ella, hasta que salió fuera de Caborca o de San Luis, y se fue a vivir a Hermosillo, a la Ciudad de México o el Estado de México. En Hermosillo adquiere una estatura nunca antes soñada ni presentida. Es importante, respetado y consultado, una figura ineludible en cualquier conversación dentro del ámbito cultural de la región; pero extraña a su madre. Alguna tarde desvaneció sus sombras, sentado sobre las escalinatas del Museo y Biblioteca de la Universidad de Sonora. Ahí, fumando un punto de cigarro, miró hacia la plaza que lo separa del edificio principal mientras Luis Encina despachaba sus asuntos, agradeciéndole que atendiera su súplica en 1959 y le abriera las puertas como Secretario de Extensión Universitaria; un puesto que le permitirá crear nuevos grupos de teatro y ayudar a formar un Café literario que sesionará por muchos años en la Librería Universitaria.
Con un nuevo libro entre las manos, admira el hemiciclo en honor a una madre sufriente, encorvada, diminuta, como lo fue su abuela y como ha sido su madre. 1960 será un año de cosechas. Gracias a estas ha operado un cambio muy adentro de sí: el cierre de una etapa y el surgimiento de una nueva, corrigiéndose (pero también enraizándose) cuando recupera «Cuando yo me muera», un poema de 1955. De él toma algunas frases en el desasosiego de su soledad; le da ímpetu y una segunda vida con sus nuevas maquinaciones. Así surge «Cosas de ese presentimiento», un poema que le quemará las manos y lo publicará a mediados de ese año. Este poema se vuelve un renovado testimonio de ese pacto de una madre y de un hijo, celebrado continuamente a la distancia, a través de sus múltiples cartas. Ahí aparece una nueva y puntual despedida, con un epitafio que une al poeta de 1955 con el poeta de 1960, para siempre, y abre con esto una nueva etapa de su vida literaria.
Por Omar de la Cadena y Aragón
Fotografía de portada: Abigael Bojórquez (sic) en 1956. Fotografía: Archivo de ISC.