Hace varios meses, soñé que moría. Sintiéndome bien, de repente, supe que debía despedirme de mi familia en pocos minutos, porque mi vida terminaría de tajo. Abracé a mi Fafita, me despedí de ella diciéndole cuánto la amaba y que algún día nos volveríamos a encontrar. En su rostro, desconcierto y una tristeza que asomaba. Luego me acerqué a mi hijo Bran, él lo supo desde que me vio. ¿Te vas, verdad? me dijo, sólo asentí con la cabeza. No pude decir más porque empecé a sentir que mi visión se nublaba. Tenía ya muy poco tiempo. Bran, siempre tan reacio a las expresiones afectivas y al contacto físico, se me acercó y me dijo que me amaba, luego, me dio el abrazo que siempre anhelé darle. Sonreí. En uno de estos giros bruscos que nos dan los sueños, estábamos abrazados los cuatro, fundidos en uno solo. Llegó el momento. Algo invisible, pero que sentí como unos brazos, me arrancaron de ese abrazo y me fui alejando rápidamente, me fue llevando. Pude ver que ellos aún no notaban que ya no estaba ahí y seguían con sus brazos y cuerpos entrelazados, sollozando.
Lo que sentí y vi después, es imposible describirlo. ¿Será esa la sensación de la muerte? Mientras dormía, ¿quizá realmente estuve muerto unos instantes? Dicen que cuando nacemos nos duele y que sentimos miedo de llegar a algo que desconocemos porque el único espacio que conocemos, el lugar más seguro, es el vientre de nuestras madres. Por eso, aunque nos damos cuenta, preferimos olvidar ese momento traumático. Llegamos a este espacio-tiempo llorando. Quizás sea verdad y lo que yo sentí en el sueño fue más como nacer que como morir, o al morir, nací. Imposible describirlo, pero sentí miedo cuando, eso que llamaría transición, ocurría. Colores brillantes, mi cuerpo cambiaba de forma, se estiraba, se encogía y, por dentro, sentía mil sensaciones, lo que sobresalía eran las cosquillas que dolían. No sé cuánto tiempo ocurrió, un segundo, una hora. Los sueños son atemporales, podemos soñar toda nuestra vida en un segundo, o un segundo en minutos, o en horas.
Estaba allí, oscuridad total, como ver la noche en algún lugar muy recóndito, pero sin las estrellas que ahí brillan más que nunca. No veía nada abajo, no veía nada arriba, sólo me podía ver a mí, porque ahora la perspectiva que tenía era la de un espectador, me observaba en tercera persona en medio de la nada. De repente, todo fue azul, ahora podía observar con mis propios ojos, el azul cielo más hermoso que jamás haya visto y aunque debajo de mí no había nada, sentí pisar firme, pero suave.
Murmullos, no sabía de donde provenían, pero sentí que de todos lados al mismo tiempo. Todo seguía azul. Poco a poco, empecé a distinguir siluetas humanas que formaban grupos. Muchos, miles de grupos de personas, adultos, niños, mujeres, hombres, de todas las edades. Unas personas iban de un lado a otro y al llegar, eran recibidas con un abrazo. ¿Dónde estoy? Se les veía tranquilos, muy tranquilos, no sonreían, pero tampoco había dolor o tristeza en los rostros que podía distinguir. De un grupo cercano a mí, alguien me señaló, la figura de un niño que de repente era más visible que todo lo que veía, volteó y me miró, así por unos segundos, como dudando un poco si yo era quien el creía. Arrancó en carrera, con sus piernitas despatoladas, yendo de aquí para allá en esa carrera ansiosa. Cuando llegó a mí, no hubo necesidad de nada, ambos sabíamos quién era el otro. Lo recibí con los brazos extendidos y lo levanté en vilo, arropándolo, fundiéndolo a mí. Sentí lo que por años necesitaba sentir. Su calor corporal ahí estaba y hasta hoy lo puedo sentir, dejando atrás aquella sensación del momento de nuestra despedida hace años, antes de cerrar el cajón donde descansaría, cuando al tocar su rostro, sus manitas, lo sentí tan frío que mi mente se instaló en un lugar seguro, donde él ya no era él. Sentí su corazón palpitar, al compás del mío, como aquellas noches de su primer año de vida, en que durmió por las noches tantas veces entre mis brazos, por el temor de que el reflujo con el que nació, le hiciera daño. En ese tiempo, nuestros corazones aprendieron a latir en armonía, acompasado, como en una dulce y perfecta sinfonía. Ahora lo podía sentir de nuevo, pero él no dormía, me miraba, como reconociéndome por primera vez, ahora sí, con una sonrisa y con sus enormes ojos, más abiertos que nunca.
Lentamente lo fui soltando y lo puse frente a mí, de pie. A mi altura, lo mire más alto que como lo recordaba, aunque sus facciones y su cuerpo eran exactamente iguales que a sus 2 años y nueve meses. Me puse en cuclillas para poder mirarlo de frente, sus ojos únicos, su sonrisa enmarcada en sus rojos y gruesos labios, sus cejas perfectamente delineadas, como dibujadas por el mejor de los artistas. Vi que su ropa no era la que recuerdo que aquella mañana, en el regazo, su madre amorosa y perfectamente doblada llevaba y había destinado que fuera la que lo vestiría por última vez y para siempre. Al parecer, mi hijito había decidido llevar consigo, su inolvidable playera amarilla con la silueta de un pequeño diablito sonriente coronada por la frase 99% ángel. También era mi playera favorita.
Tomados de la mano y mirándonos a los ojos, parecía que sabía lo que yo esperaba escuchar…
-¿Chachendo pá?- Con una pícara sonrisa. ¡Lo dijo! Sabía que yo quería escucharlo. Era su infaltable saludo-pregunta que me hacía, invariablemente, al llegar a mí. Siempre.
Antes de que yo le respondiera, me soltó una de las manos y con su dedo índice lentamente recorrió la cada vez más profunda arruga que surca mi frente y que él tocaba de lado a lado con la misma parsimonia, aquellas noches, mientras que, con su otra manita, sostenía su biberón de cena y lentamente se soltaba y cerraba sus ojos para dormir. Tocó mi cabeza y hundió sus dedos en mi cabello cano.
Una de aquellas noches que siempre recuerdo, curioso, me preguntó qué era esa raya en mi frente, le dije que era una gaviota con las alas extendidas, refiriéndome a como las dibujamos comúnmente, volando sobre una playa y acompañadas de un resplandeciente sol. -Tu pelo está blanco y tu gaviota más grande y honda-me dijo. He ido envejeciendo con el paso del tiempo hijo mío, son doce años sin verte y es normal que el cabello pierda su color y las arrugas se profundicen, pero creo que, desde que no estás con nosotros, este proceso se ha acelerado. Seguramente por cada día transcurrido desde entonces, la tristeza por no abrazarte le ha arrancado el tono café obscuro a uno o más cabellos, además, muchos se han ido entre mis manos cuando la desesperación de saber que no podía hacer nada para cambiar el pasado, me llevaban a tomarme la cabeza y apretar fuerte. Mi gaviota es una arruga enorme que ya asomaba entonces, pero, las expresiones de mi rostro, asombro, indignación, enojo, pero sobre todo incredulidad que manifestaba cada vez que me caía el veinte de que ya no estabas con nosotros, la fueron haciendo más grande y profunda. Estoy envejeciendo, mijo, pero no me asusta ni me avergüenza porque cada día transcurrido era un día que me acercaba más de nuevo a ti. Aquí estoy ahora.
Ya no dijo nada, sólo sonrió de nuevo y me abrazó, nos abrazamos, y sentí que esta vez, ese abrazo sería para siempre.
Empecé a llorar mucho, incontenible, todo lo que había guardado por tanto tiempo, salió. Ese abrazo, lo anhelé como nada más nunca en la vida…
Esa noche morí. Esa noche nací.
Texto de Julio César Márquez
Dibujo de Benjamín Alonso