Tiempo ha, Casildo Rivera visitó a los ‘antihéroes urbanos’ por excelencia para hacer un video documental. Y hoy, que arrastra la pluma para las y los lectores de CS, nos ofrece un relato descarnado y lacrimógeno sobre ese vida de mierda que todos queremos evitar.
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Adán Eduardo Pérez Martínez, La Karla, sintió que la tierra se abría a sus pies. Había llevado una relación de veinte años con el hombre al que ahora miraba muerto. Pensó en su futuro y el terror a la soledad lo hizo soltar el llanto.
La historia transcurre en algún domicilio en los alrededores de lo que fuera el corredor del placer bautizado con el nombre del Tijuanita, en Hermosillo Sonora. Es sábado, ya entrada la mañana, y la cruda de amanecida se deja sentir. Es por eso que en una mesa cercana un grupo de allegados a la pareja no la deja llegar y beben mientras intercambian algunas frases:
-¡Para querer a un hombre se necesitan huevos!, exclama teatralmente la Yajaira y fija la vista en la Karla, que abrazado al cajón del difunto llora desconsolada.
-¿Qué va a ser ahora de mI comadre sin mi compadre?, agrega.
-Nada, responde la Tava, va a tener que buscarle, ¿qué más? Luego alcanza la ballena que le ofrecen y se sirve con calma.
El tinte del cabello de la Tava luce opaco y sin brillo, trae el rímel corrido por la desvelada y su rostro deja ver las huellas de una vida de excesos y desarreglos, cosa que pareciera no importarle. Dios dirá, comenta resignado, y saborea un largo trago. Sí, contesta la Yajaira, ahorita lo importante es no dejarla sola, vamos a tener que hacer una vaquita para los gastos.
En esos lances la Karla tenía ya 60 años pero aparentaba 70, era pues un hombre mayor y difícilmente encontraría a alguien que quisiera compartir con él los últimos años que le quedaban de vida. Estaba, pues, en una encrucijada y nada de ficción; los dramas vulgares, los asuntos de la vida real, pueden ser poéticos y la situación de nuestro personaje era una tragedia que incitaba lo mismo a la risa que al llanto.
Risa festiva por el ambiente de romería y la carnavalesca aglomeración de gays, prostitutas y trasvestis que entre murmullos y carcajadas se apretujaban en el angosto pasillo de la humilde vivienda donde se velaba al Caballo. Y llanto porque la muerte te arrebata todo lo que eres, porque la muerte es el golpe más rudo, humillante y bajo que persona alguna pueda recibir jamás.
Pero la vida tiene que seguir. Como trabajaba de freelance en los bares del centro, su pareja no le había dejado pensión ni nada. Al contrario, le había heredado las trácalas en Coppel, en Elektra y en Citlali, aparte de una más o menos onerosa cuenta en el changarro de la esquina.
Los primeros días fueron los más duros, se la llevaba todo agüitado, deprimido y sin ánimo de nada. Las amigas poco a poco lo abandonaron, descuidó su chamba de mesera en el bar La Consentida y lo corrieron. En ese punto no hallaba si regresar a Bacobampo, matarse o tirarse a la borrachera. Se decidió por lo tercero; para reflexionar, se dijo.
Se tomaría unos días para decidir la estrategia hacia el futuro, así que se tiró a la calle con los semidioses barbados del parque Madero. Esos a quienes los voceros de la moralina radiofónica les endilgan el mote de alcolitos o teporochos. El cronista no discute acerca del empleo de adjetivos que pudieran sonar discriminatorios, ese no es el tema. En estos tiempos donde los hipócritas, los moralistas y los adalides de los derechos humanos se valen de los más rebuscados eufemismos para alegar el estado de derecho y el respeto a la dignidad, él decide llamarle vino al vino. A ningún antihéroe, a ningún cónsul de la vagancia que se respete le molesta que sus socios, que sus camaradas, le hablen en ese lenguaje florido, pícaro y alburero.
Así que la Karla se tiró a la milonga al lado de los losers sin esperanza. Se la llevaban en las plazas o en la cercanía de los cruceros principales. Ahí mendigaban unas monedas al paso de los transeúntes y los automovilistas; algunos les daban, la mayoría no. Y así la iban pasando, durmiendo en los puentes, hurgando en la basura, vestidos de andrajos, comiendo lo que sea, sin importarles la facha o la opinión de las señoras encopetadas o del vulgo ilustrado.
El cronista escucha con interés sociológico a los Cheros, al Chilebola, al Estridente Campoy, a Noé Curiel, a Gloria Elvira y demás merolicos de los noticieros de rancho. Con indignación y coraje descubre cómo hablan de los “borrachitos”, de “los indigentes”, de «los sureños” que afean la ciudad; cómo, sin tapujos, los describen como un peligro para la ciudadanía: de que andan “bien locos”, de que les faltan al respeto a las doñitas, a las universitarias.
No les alcanza para ver en ellos la descarnada representación del fracaso del neoliberalismo rapaz. No muestran la menor empatía con esos semejantes que nos echan en cara nuestra complicidad y conformismo con el sistema, con la perversidad del status.
Y el indignado cronista se imagina a sí mismo investido de autoridad: se observa como presidente municipal, se ve construyendo casas hogar para estos espíritus en ruinas, gestionando apoyos para sacarlos del pozo, moderar el consumo, recuperar la sobriedad… pero estamos en México y sabe que la burda realidad imperante no está ahí por designio divino, sino por obra y gracia de los “gobernantes”, de la iglesia, de los ricachones sin alma y del pueblo mocho que vota por sus verdugos y que ven en Roberto, en Luciano y en Francisco un lastre para “la sociedad.”
Y así pasaban los meses, rodando entre pomo y pomo, y entre siesta y siesta al pie de las ceibas en los bulevares.
–¿Y porqué anda usted en esta condición, mi amigo?
-Porque me abandonó mi mujer… así pues empecé a tomar, pero no estoy caído todavía, responde desanimado Luciano.
-Porque se me murió mi madre… a mí ya no me importa nada, contesta conmovido Manuel.
-Porque no he podido encontrar un trabajo, pero ya pronto… salir de este rollo pues, habla resignado Roberto.
-Porque ya no traigo nada y todos me abandonaron, triste se duele Martin.
-Porque ahorita no traigo trabajo… poquito que caí… me dice Everardo al borde del llanto… aquí yo soy muy conocido. El doctor Roberto Molina Macalme es mi conocido, el doctor Juan Rivera Rebling es mi conocido, todos ellos son mis amigos…
-Baquetón sinvergüenza que es uno, sonríe divertido Francisco.
-Porque se murió mi marido, la persona a la que más quise en mi vida, la que más me quiso, le pegó un infarto y sin él no soy nada, ando así desde entonces.
-¿Y cómo se llama usted?
-Adán Eduardo Pérez Martínez.
Sopla leve el aire en el bulevar a la sombra de las ceibas. El cronista ciudadano quiere llorar; acepta, ante la divertida mirada de su asistente, un trago de agualoca y bebe sin hacer gestos, saca unas monedas y completa para el pomo de la comunidad. Toma video para su documental acerca de los trajines de las azarosas vidas de estos héroes urbanos; sus existencias destrozadas le parecen mucho más interesantes que las de la gente bien, que las de la sociedad anónima con sus vidas resueltas, sus carros de modelo reciente, sus casas refrigeradas.
El fuego del cactus envenenado se clava en su garganta mientras escucha historias de abandonos e ingratitudes, de soledades y tristezas que no se las desea a nadie… “La vida es una copa de licor / Y nadie la disfruta eternamente.” Viene a su mente ese corrido de Carlos y José y aflora en él el sentimiento. Ya vámonos, le dice su amiga desde sus lindos ojos, un último fogonazo de Tonayán y de su mano, pensativo y algo mareado, el cronista se pierde en la desolación de las calles solitarias de un ya lejano domingo en la capital de Sonora.
El Hombre Invisible, documental de Casildo Rivera acerca de los hombres sin esperanza, está disponible en wwwyoutube.com/pluma forever
Por Casildo Rivera
Fotografía de Xiména Rivera
«En estos tiempos donde los hipócritas, los moralistas y los adalides de los derechos humanos se valen de los más rebuscados eufemismos para alegar el estado de derecho y el respeto a la dignidad»… No hay manera de describirlo mejor, tiempos hipócritas, comer santos para cagar diablos diría mi nana. Zape con guante blanco. Gracias.