Ahora no verán sangre. Mucho menos entrañas. Los cadáveres tendidos en la arena de Dunkerque y aquellos que flotaron sobre el mar del Paseo de Calais, son mostrados como insectos que luchan por su sobrevivencia. Balas, cañones y bombas parecen aplastarlos sin piedad. El enemigo es invisible. La guerra es implacable.
Aquí en Dunkerque (Christopher Nolan, 2017) la cosa es morirse. Y en el mejor de los casos, vivir para contarla.
Una de las batallas más trascendentes en la Segunda Guerra Mundial, la que significó, gracias a la elocuencia y a la propaganda de Churchill, derrota con sabor a triunfo, llega a la pantalla con altas expectativas de triunfo.
Y esta película lo logra, ¡vaya que lo logra!
Christopher Nolan ha resucitado a D.W.Griffith y a la escuela de cine soviético que catapultó a Sergei Eisenstein. Esto no es asunto menor. Al tomar como punto de partida a Intolerancia (D.W. Griffith, 1916) y Acorazado Potemkin (Sergei Eisenstein, 1925), el director británico ya puede considerarse uno de los cineastas más importantes de su generación.
Dunkerque es una atípica cinta de guerra. Es la crónica del rescate de 400,000 soldados ingleses en playas francesas, rodeados por tropas y aviones alemanes que buscan impedir su regreso a casa. Son cuatro historias que inician en simultáneo, avanzarán y se bifurcarán; sin embargo, en su desenlace, se enlazan en frenética edición de suspenso insoportable. Exacto, la misma idea que presentó Intolerancia, en 1916.
Por tierra: el soldado Tommy (Fionn Whitehead) es la rata que actúa por su supervivencia. En la escena inicial, una delicada lluvia de papel cae advirtiendo sobre el final inminente: son panfletos alemanes; después, Tommy debe correr por su vida, buscando todos los escondites posibles para ayudar, sí, pero siempre a cambio de garantizar su salvación.
Por aire: el piloto Farrier (Tom Hardy) ejecuta una misión que se antoja suicida. Debe derribar el mayor número de cazas enemigos para proteger a los compañeros varados en la costa. Escenas de vértigo en batallas aéreas filmadas en acción real. Nada de trucos. Nada de beneficios digitales. Solo la claustrofobia de la cabina y los cielos abiertos provocarán en el espectador emociones memorables, al filo de la butaca.
Por mar: el comandante Bolton (Kenneth Branagh) aguarda en el muelle. Espera, quizás, un milagro: la evacuación. Bolton y la tropa saben que Inglaterra está a 40 kilómetros allende el mar. Con sus binoculares es posible ver a casa. La guerra no puede ser tan cruel.
De nuevo, por mar: Mr. Dawson (Mark Rylance) navega en un bote turístico rumbo a Dunkerke. Ha atendido el llamado de la marina británica para acudir al rescate. Navega con Peter, su hijo (Tom Glynn-Carney) y George (Barry Keoghan); ellos enfrentarán la más dura prueba para su virginal patriotismo, ajeno al campo de batalla.
Así, Dunkerque, en lugar de ahondar sobre el heroísmo civil o militar, explorando vivencias de los personajes, le apuesta al ejercicio colectivo y somete a los individuos al todo. La historia es lo que cuenta. Por eso los hilos de la narración se presentan como viñetas. La obsesión de Nolan en el juego del tiempo resulta aquí una de sus mayores victorias. Lo que importa no es la acción, sino el suspenso. Exacto, la misma idea mostrada en Acorazado Potemkin, en 1925.
Los parlamentos son breves, precisos. Su función es proporcionar la información necesaria para mantenerse inmersos en la película. Fotografía y edición quitan el aliento. Planos abiertos y close ups aparecen en un montaje extraordinario, brutal, sin concesiones.
Los ojos, las miradas de los personajes son fundamentales. El elenco logra así, un homenaje espectacular a la mejor tradición del cine silente.
Sin embargo, a diferencia de sus venerables referencias, Dunkerque ha hecho a un lado las ideologías. No hay izquierda, a lo Eisenstein, ni derecha, a lo Griffith, porque ya sabemos que ya no queda nadie que sea completamente de un lado, o del otro.
Sonido y mezcla de sonido envuelven a Dunkerque de manera magistral. Su música, obra de Hans Zimmer, aprovecha el zumbido de los cazas alemanes, el sonido de olas devastadoras o esperanzadoras y un tic tac ominoso, desesperante, para subrayar que el tiempo se agota.
Dunkerque es una película de guerra. Es la guerra de Nolan, decidido a demostrar la capacidad sensorial del cine como vehículo para conmover al espectador.
La carrera por el Oscar ha empezado. Dunkerque inicia con pie derecho. Alejada de los excesos viscerales de Hasta el último hombre (Mel Gibson, 2016) o la tradición sentimental de Salvando al soldado Ryan (Steven Spielberg, 1998), esta película recupera la razón principal por la que vamos al cine: buscar una experiencia bigger than life.
Exacto, la misma idea que tuvieron los revolucionarios Griffith y Eisenstein hace ya 100 años.
Por Horacio Vidal