Ciudad de México.-
En la primavera de 1872 Dostoievski recibió en su casa al pintor Vasili Perov, quien llegó con el encargo de retratar al famoso escritor. Tras estudiar atentamente a su modelo desde varios ángulos y en distintos estados de ánimo, produjo un cuadro realmente notable. Ahí tenemos al gran novelista, enterito, tal como es posible imaginarlo en los momentos en que era más él mismo. Se lo ve algo cansado, con un abrigo que parece aplastarle los hombros de tan pesado. El rostro luce estragado, es casi el de un anciano (aunque apenas había cumplido 51); las barbas rojizas se ven ralas y las manos insinúan languidez (la luz se refleja con habilidad en la frente y en esas manos para dotar de un sentido de estabilidad a toda la composición). Pero es en la mirada del escritor donde se produce lo curioso: está claro que Dostoievski mira hacia adentro, fija su atención en lo que ocurre en su mente. Es esa mirada la que transfigura lo que, de otro modo, quizá podría parecer un semblante más bien pedestre, el rostro de un campesino o hasta el de un criminal, según opinó el crítico literario Georges Brandes. A mí me hace recordar el semblante del profeta Jeremías cuando lamenta la destrucción de Jerusalén, tal como lo pintó Rembrandt.
El mundo interior de Dostoievski intentó contener todas las efusiones del alma humana, desde las más ruines hasta las más elevadas, y en sus novelas ubicó a una miríada de personajes no siempre verosímiles en cuanto a sus reacciones y actos cotidianos, pero terriblemente verdaderos en lo que nos dicen acerca de nuestros miedos, corrupciones y anhelos; acerca de lo que significa y puede significar la vida misma. No por común deja de ser cierta aquella observación según la cual ningún novelista (de Rusia o de cualquier otra parte) ha explorado tan profundamente el corazón de las personas como Dostoievski.
Claro está que, como sabrá cualquiera que haya leído al menos una de las grandes novelas de madurez del autor (Crimen y castigo, El idiota, Los demonios, Los hermanos Karamázov), lo que el mejor explorador del alma humana descubre no es nada tranquilizador: en casi todas sus obras los personajes pendencieros, arrogantes, malévolos y bufonescos sobrepasan en número, y por mucho, a los buenos (como, digamos, Alexei Karamázov o el príncipe Muishkin), e incluso éstos no dejan de parecer impotentes y algo ridículos. Muchos han atribuido esta visión sombría de los seres humanos a la vida y al carácter del propio escritor que tuvo una existencia, si no desgraciada, sí llena de golpes durísimos, como el fingido fusilamiento por el que lo hicieron pasar, el destierro a Siberia, un primer matrimonio desgraciado, la falta crónica de dinero, la muerte de su primogénita Sonia y la epilepsia que padeció durante casi toda su vida adulta. Ésos y otros hechos contribuyeron a formar una personalidad hosca, irritable y rencorosa; también alimentaron sus consabidas actitudes xenófobas y reaccionarias. Pero también podemos encontrar la razón en otro lugar; por ejemplo, en sus penetrantes ideas metafísicas y religiosas.
Para Dostoievski, las personas somos (fuimos creados) realmente libres; libres no sólo porque tendemos a rebelarnos contra cualquier sujeción externa, sino libres incluso para actuar en contra de nuestros propios intereses, algo que suele resultarnos incluso agradable. Dice el protagonista de Apuntes del subsuelo: “¡Oh, decid quién fue el primero que anunció, el primero en proclamar que el hombre sólo comete bajezas porque no comprende sus verdaderos intereses, y que, si le ilustrasen sobre este punto, si le abriesen los ojos sobre su verdadero interés, sobre su interés normal, al punto se volvería bueno y generoso!” La libertad nos mueve a ser lo que somos, pero también engendra supuestos superhombres que se creen que están encima de los demás (como Raskólnikov o Stavroguin), y eso es causa del mal y del sufrimiento (una idea que se expone con maestría en el famoso relato del Gran Inquisidor en Los hermanos Karamázov). Quizá esta idea sea el fundamento de las muchas críticas que el escritor dirigió contra los liberales y socialistas de su época: cualquier intento de ingeniería social está condenada al fracaso por inútil (porque no se puede cambiar la naturaleza humana) y porque sólo engendrará una mayor miseria. Aquí se asoma de nuevo el profeta ruso.
Desde luego que Dostoievski creyó que la salida de este escenario tan penoso pasaba por la religión cristiana (y, más en concreto, en su versión ortodoxa rusa). Aceptar libremente el sufrimiento y practicar la compasión es lo único que nos salva, nos reconcilia con la vida y nos procura la redención. Ahora bien, en nuestros días y fuera del ámbito religioso, la compasión no tiene tan buena reputación, y se la suele identificar con un sentimiento blando y poco eficaz, y a veces con la santurronería misma. Pero en esto Dostoievski no sólo es enfático, sino que pienso que aquí encontramos una de las mayores glorias en las obras que escribió, en esa manera en que nos mueve, como lectores, a sentir compasión por personajes que, de topárnoslos en la calle, los evitaríamos y juzgaríamos como abominables. Compadecer a alguien requiere humildad y entereza; ayudarlo nos pide conocerlo como es, amarlo en su degradación y actuar en su beneficio. Si somos rechazados, debemos rebajar nuestro orgullo y pedir perdón a quien pretendíamos salvar. El propio novelista intentó en su vida aceptar el sufrimiento y practicar la compasión (al grado que algunos de sus biógrafos sostienen que confundió esta virtud con el amor erótico) y ensalzó en sus narraciones una perspectiva religiosa que nos sumerge en la vida antes que extraernos de ella. En el cuadro de Perov, la mirada de Dostoievski es también la mirada de una profunda compasión.
Fiódor Dostoievski (1821–1881) cumple doscientos años y su diagnóstico de la especie humana no parece que haya perdido relevancia; por el contrario, sus ideas acerca de nuestras desventuras y presunciones suenan tan vigentes como cuando se escribieron. Quizá el molde religioso en que se encuadraban originalmente ha perdido algo de lustre, pero sus visiones psicológicas y sociales nos persiguen todavía como revelaciones de lo que hemos sido y advertencias lúgubres acerca de lo que no podremos nunca ser.