Las guirnaldas de abeto, decoradas con motivos rojos y dorados, pendían en simétricas combas de las vigas robustas. El fuego del hogar caldeaba las estancias, en las que se respiraba el acogedor popurrí aromático puesto a fuego lento: romero, rodajas de naranja, canela y arándanos; “el olor de la Navidad,” como solían llamarlo.
En la cocina Ellen cortaba verduras para un estofado. A ratos las maderas de la cabaña crujían, resentidas por la ventisca del exterior. Se había desatado una inusitada temporada de tormentas, y si una más les caía encima seguro habría pérdidas materiales, por decir lo menos. Ellen lamentaba que Orson saliera, pero la caza seguía siendo el principal sustento del matrimonio. Ah, cómo se sentía la alegría de un estómago satisfecho y unos billetes en el ropero cuando Orson cazaba un venado. Una buena parte quedaba para ellos y el resto se vendía en los pueblos más cercanos.
Ellen interrumpió la labor al escuchar su nombre en la distancia. La única ventana que daba al frente estaba parcialmente obstruida por el pino a medio decorar (aún faltaban dos cajas con esferas y figurillas que desempolvar). Consiguió asomarse y vio a Orson. Este venía haciendo surcos en la nieve con el bulto laxo que arrastraba. Ellen cruzó el porche con la intención de ayudarlo.
–Deja, cariño. Yo lo subo, que esto sigue vivo. Sólo mantén la puerta abierta –la voz fatigada de Orson no estaba exenta del habitual entusiasmo tras cada jornada.
Llevaba el rifle terciado a la espalda. Además de la presa que arrastraba, de la cintura le colgaban dos conejos muertos amarrados de los cuartos traseros.
–¿Qué es eso? –Ellen cerró la puerta una vez que Orson entró con la criatura, cuyo trayecto dejó un rastro viscoso en el suelo.
–No lo sé –Orson se descolgó el rifle y lo recargó contra la pared–. Lo encontré al otro lado del arroyo grande. Primero creí que se trataba de un osezno, o de un anfibio gigante. Ahora que tú también lo ves sé que no es una ilusión. Pero, ¿qué es? Ni siquiera me puedo llevar el mérito de la cacería –por un momento sus cejas se arquearon en un gesto que se perdió entre la vergüenza y la consternación–. Se dio cuenta cuando la tuve a tiro y no hizo por escapar. No se defendió, Ellen. Parecía que esperaba mi disparo.
–Mira, se mueve.
La criatura aún latía. Si respiraba o no (a simple vista carecía de conductos respiratorios), al menos en algunos puntos, a través de la piel imposible, bombeaban ligeros pero evidentes signos de vida. Orson enterró las manos en la carne y la arrastró hasta la cocina. Luego, inclinándose y separando las piernas, la cargó y puso sobre la mesa. A un lado colocó los conejos.
Ellen estaba orgullosa de su marido. Un hombre burdo a primera instancia, sí, hasta cierto punto pintoresco, elemental. Su rostro trabajado por la vida de montaña jamás conocería los afeites de los caballeros que, con chistera y levita, se paseaban indolentes por las ciudades. Pero era su Orson, y eso valía un montón.
De noche, ya en la cama, Ellen preguntó qué harían con la criatura. Desde la oscuridad Orson le dijo que mañana algo se les ocurriría. Luego se quedaron dormidos.
Lo cierto es que corrieron los días y seguían sin saber qué hacer. Orson rebanó a la criatura y probó su carne con deleite. Esta no podía, o no quería, morirse, y recibía los tajos sin quejarse ni resistirse. Los cuchillos se hundían lenta, honda e inútilmente. Su organismo se regeneraba casi al instante. Como huellas de las heridas dejaba una mucosidad, una suerte de savia espesa que Orson, al lamerla, encontraba deliciosa.
Movidos por la compasión no se atrevieron a dejarla afuera, expuesta a las inclemencias del invierno, así que la llevaron a la estancia de la chimenea. Le improvisaron un nido cálido y mullido con cojines viejos para que descansara su vida inerte. Dedicaron las tardes a la lectura de Walt Whitman, Ellen en una mecedora y Orson en el diván de Orson. El libro lo habían comprado hacía un par de semanas, cuando bajaron a la ciudad para unas modestas pero gratificantes compras. Del poeta la gente comenzaba a decir que gustaba de la compañía de varones. Ellen admiraba la poesía de Whitman, y al retomar los textos descubrió cómo muchos de los versos cantaban al amor desde una perspectiva diferente, más hermosa y potente.
Ellen leía en voz alta. Las palabras flotaban claras y dulces sobre el crepitar de los leños ardientes. Orson ignoraba mucho de poesía, y en todo caso para las fechas que corrían él hubiera elegido algo de Dickens, pero igual se dejaba mecer por la entonación de su esposa. La criatura también parecía disfrutarlo; de su piel brotaban colores pasteles, como los atardeceres del verano ahora tan lejano. Su morfología desafiaba las leyes de la geometría, ni siquiera se podía afirmar que contara con lados. Al matrimonio no les inspiraba peligro alguno, al contrario, veían en la criatura una chispa o aliciente en la monotonía doméstica. En no pocas ocasiones se descubrieron absortos ante su nuevo huésped, sin más propósito que la mera contemplación. Atrapados en ese remanso de extraña paz, descuidaban la lectura al grado de volver en sí ya avanzada la tarde, sin haber cenado, con el frío calando los huesos y los leños consumidos a cenizas. El pino de ramitas mustias había quedado olvidado por completo.
Las noches para Ellen fueron haciéndose largas, con la mitad de la cama vacía. Orson se amanecía comiendo la mucosidad de la criatura, que poco a poco abandonaba los tonos pasteles para teñirse de matices enfermizos.
–No lo puedo evitar –dijo una noche Orson, y no era una disculpa. Su boca y manos embarrados, en la oscuridad, refulgían fantasmagóricos–. Mi paladar ya no distingue el sabor, y sin embargo la sigo comiendo. Es gracioso, ¿no?
Una mañana en que Ellen miraba por la ventana de la cocina, detuvo la mirada en un punto de la nieve. Un manchón negro se movía. Un cuervo herido anadeaba tenaz, abriéndose camino. Aunque sangraba de un ala parecía resuelto a continuar en su objetivo de preservación. ¿Qué tanto resistiría antes de que el clima crudo lo matara? Pese a todo el animal se esforzaba, daba pequeños saltos, extendiendo a ratos las alas en su intento de volar. La empresa, acaso inútil, era admirable. Ellen se propuso rescatarlo y salió de la cabaña. El viento aullaba, sacudiendo las ramas de los pinos. Al verla, el cuervo anadeó con más brío, asustado sin duda. La nevada cubría a Ellen casi hasta las rodillas. Cuando estuvo a pocos palmos del cuervo, éste batió las alas y consiguió impulsarse en un vuelo breve y penoso que lo llevó a posarse sobre las ramas de una picea. No había nada que hacer. Ellen regresó a la cabaña con los pies empapados y el cuerpo aterido.
Días después, también desde la ventana de la cocina –en primavera era un lujo el mundo que sucedía desde allí– Ellen vio un cuervo con las alas extendidas sobre la nieve. No hizo falta salir para constatar lo obvio de la rigidez que muestra un cuerpo al que ya se le escapó la vida. Habría podido dar por hecho que se trataba del mismo cuervo que quiso rescatar, pero cómo saberlo si en los inviernos cientos de aves aparecían muertas en el sotobosque de los alrededores. Miró durante largo rato el plumaje negro y brillante, mientras pensaba en los versos que Whitman había escrito sobre la pureza de los animales. ¿Dónde ella, por negligencia, había dejado pasar esas señales?
Las últimas páginas del libro Ellen las terminó a solas en la cocina, mientras Orson se acurrucaba con la criatura a la orilla de la chimenea apagada. ¿Desde hacía cuántos días no se aseaba? Su esposo había dejado de guardar significación con el hombre que alguna vez había sido. Él mismo, con pesar, se daba cuenta de ello.
–Cuando termine el invierno me desharé de ella –prometió Orson en un abrupto lapso de lucidez y pudor.
Eso no ocurriría, Ellen estaba segura de ello. Lo que aún no sabía era si podría soportarlo más, y eso que ni siquiera albergaba sentimientos de aversión hacia la criatura. Porque ésta no representaba maldad, tampoco bondad. Pero estaba allí, como un vacío intentando llenar otro vacío que quizá existía desde antes entre ellos. Por lo demás, sólo faltaban un par de días para Nochebuena, y la ilusión de envolver regalos y dibujar postales había quedado arrinconada en un baúl.
–Me marcharé –anunció Ellen entre la penumbra de la casa, fría y repentinamente agobiante. Descolgó del perchero su único abrigo.
–Tendré que llamarla mermelada –dijo Orson desde el suelo, escurriendo un collar de babas densas y luminiscentes que le salpicaban la camisa tiesa y la entrepierna de los pantalones–. Es que eso es, una mermelada. O un panal de miel. O un beso de infancia, como aquel que nos dimos bajo el manzano, ¿recuerdas?
Ellen se abotonó el abrigo. El gorro y los mitones descansaban en la mecedora. Se los puso caminando hacia la puerta. Sólo al abrirla descubrió cuán viciada estaba la atmósfera dentro de la cabaña. Los alfileres del viento crepuscular le abofetearon las mejillas y Ellen no pudo evitar pensar en el cuervo herido. Esperaba contar con mejor suerte.
Entonces salió hacia la esperanza incierta.
