Nada es posible sin él. El ser humano es su cuerpo y sus necesidades más primarias. En él se escenifican, intermitentemente, arduas batallas entre sus instintos más básicos y lo que los ilustres pensadores han dado en llamar el “deber ser.”
El cuerpo humano fue creado para multiplicarse y prevalecer, para enfrentar la dura batalla contra el tiempo y contra la muerte. En él se conjuntan todas la contradicciones y lo mismo es rehén de la ética y la moral religiosas, que del Estado represor o la ignorancia ancestral.
Pero también es milagro de vida, fuente de dicha y placeres, de trabajo noble y de solidaridad con el otro. Cuerpo que se da, que se reparte, que se envilece cuando la pobreza lo convierte en mano de obra barata, o cuando oscilando en un tubo se degrada en un erotismo artificioso y torcido.
El cuerpo es el templo de Dios, predican quienes tienen contacto con este personaje de la literatura fantástica. No discutiré tan manida frase, pero entre los argumentos del mercado y los remilgos de la divinidad, yo me quedo con el cuerpo como obra de arte, como herramienta de trabajo o como un poema donde se personifica el misterio del origen… y deploro la miseria ética y moral de los tiempos que corren, donde al cuerpo se le ha envilecido convirtiéndolo en mercancía o en moneda de cambio. Donde se le mutila, se le decapita o se le arroja a la cuneta.
Hay en el mundo terrenal infinidad de placeres: como los de la gula, la riqueza ofensiva o los paraísos artificiales. Pero nunca nadie conocerá mayor placer que aquel que encontrará en los brazos del otro, porque no hay mayor dicha que ser aceptado, querido o deseado. Aunque no sea cierto y a final de cuentas te den la patada en el trasero o te pongan los cuernos.
Luchamos por mantener nuestra animalidad bajo control, nos empeñamos en no pasar por lujuriosos, perversos o vulgares, por aparentar ser personas decentes. Finalmente uno es también su cuerpo y aunque no pocos se empeñen en negarlo, éste determina muchos de los desfiguros, tonterías y disparates que hacemos cuando el amor nos encandila el juicio. Y no hay culpa en ello, esta condición constituye parte de esa nuestra carga genética.
Nunca como en nuestra época el culto al cuerpo ha devenido en obsesión. Desde los repulsivos músculos del fisicoculturismo esteroide, hasta las esbeltas chicas de calendario de taller mecánico, pasando por la pulsión anoréxica o las mujeres perfectas de revista de modas, la estética del cuerpo como impostura se ha colocado en el centro de la atención. Desplazando a golpe de televisión y mucha tinta al verdadero cuerpo: el cuerpo de la calle con sus caprichos y exageraciones, con su performance de anchas espaldas, generosos pechos, inclementes grupas o pispiretos ojos.
Y el amor es también criminal. Al grito de «¡Si no eres mía no serás de nadie!» toma en su nombre la vida de la infiel y se convierte en corrido, en versos de quinta que estiran la liga del mal gusto y el machismo cerril.
En un planeta donde el amor por el dinero ha pervertido el sentido de humanidad, el milagro del cuerpo, trastocado en moneda de cambio, ya no es más el templo de Dios sino el del capitalismo global. Vivimos tiempos sombríos, donde los llamados “valores” se exaltan en los discursos o en los libros de superación personal; pero no en el lugar más importante de nuestras vidas que es la búsqueda de la felicidad en la vida real. Esa tan lejana a la frivolidad desmesurada de las notas de la farándula, de los delincuentes políticos o los sueldos absurdos de los deportistas pedantes, glorificados por las masas ávidas de llenar el vacío de sus existencias superficiales.
Tendríamos que ser una especie cuya aspiración fuera la grandeza. Para nadie es novedad que el hombre es el lobo del hombre. Pero no todo está perdido, los comunes somos los más y ya que el futuro no promete nada mejor hagamos el amor. La verdadera vida es darse. En cuerpo cuando éste lo pida, en espíritu siempre que los prejuicios o la mezquindad nos lo permitan. Porque no hay otra cosa más gratificante que dar, o recibir, aunque sea nada a cambio. “El cuerpo de una mujer desnuda es lo más hermoso que un hombre verá jamás”, escribió John Updike. Somos, antes que el ser que nos hemos construido en el imaginario, un cuerpo, seamos dignos de ese milagro.
Texto y fotografía por Cass Rivera
Hacer el amor, vivir en el amor, vivir desde el amor como un acto de plena conciencia hacia todo lo creado, es la mejor apuesta por la vida en el ahora y el mejor antídoto posible contra los futuros deshumanizados. Excelente reflexión la de Casildo.