Hermosillo, Sonora.-
Hoy no quiero escribir como docente, ni como profesional de la educación. Hoy escribo como mujer, como madre, como ser humano rota de indignación, atravesada por el dolor y la impotencia.
Hace unos días, la noticia golpeó como un puñetazo al alma: tres niñas, hermanas, pequeñas, inocentes, fueron encontradas sin vida en el poblado Miguel Alemán. Las arrancaron del mundo con una brutalidad que no se puede nombrar. Las mataron. Y al parecer, quien lo hizo fue alguien cercano, un hombre que alguna vez fue pareja de su madre. ¡Otra vez! Otra vez la violencia doméstica, otra vez el silencio cómplice, otra vez el Estado ausente.
¿Cómo se le explica esto a nuestros hijos? ¿Cómo le enseño a mis alumnas a confiar en un mundo que constantemente las traiciona? ¿Cómo le digo a mi hija que está segura, si sé que no es verdad?
Cada mañana, veo los rostros de mis estudiantes y me pregunto cuántas de ellas esconden miedos, gritos, amenazas. Cuántas viven bajo techos donde la violencia no es excepción, sino rutina. Cuántas están siendo silenciadas mientras nosotras, las adultas, las instituciones, seguimos archivando expedientes y ofreciendo discursos vacíos.
Las niñas no se tocan. No se violan. No se matan.
¡Las niñas se cuidan, se protegen, se defienden con toda la fuerza del Estado y de la sociedad! Pero aquí, en este país que duele, ser niña es estar en peligro. Ser mujer es una sentencia. Y ser pobre, es quedar en el olvido.
Hoy no hay consuelo posible. No hay palabra suficiente. Hay rabia. Hay duelo. Hay coraje. Y hay una promesa que grito con el alma desgarrada: No las vamos a olvidar. No las vamos a dejar solas. No vamos a callar.
Justicia real, justicia pronta, justicia con nombre y castigo.
Por ellas. Por Meredith, Medelin y Karla. Por todas.
