Zapopan, Jalisco.-

Las malas personas odian al por mayor, sin direcciones ni discernimientos: ¡qué dicha! En cambio las buenas conciencias –no sé a qué idiota se le ocurrió pero es mandato– estamos obligadas a una elección razonada de hasta tres tipos de personas hacia quienes encausar ardores coléricos o males de ojo.

Tras larga observación (una vida) y mucho meditar, he elegido. Lo que más me ha costado es la delimitación. Hace un rato estuve a punto de agregar a los franeleros: hijos de la chingada, se sienten dueños de las calles y hasta tarifas tienen. Los americanistas también merecen mención honorífica (si veo ahorita a un franelero con casaca del América, le otorgo el primer lugar ipso facto). También maldije (pero no odié) a aquellos que con su postín nos han encarecido el mezcal. Y a los reggetoneros y buchones. A los doctorcitos y burócratas del ISSSTE, poderosos tiranos de cubículos de cuatro por cuatro. A los rateros y los revendedores, que también son ladrones. Los racistas de mierda (peor si mexicanos) junto a los exotistas superfluos y su pinche Guelaguetza. Los católicos recalcitrantes homofóbicos. Los dizque curanderos, charlatanes que también son ratas…

Bueno, como decía, hasta tres no más: es menester. Presento aquí los tipos de personas o segmentos poblacionales sobre los que tengo potestad legítima, constitucional (Art.68, Fracc. II, inciso D) y bíblica (Deuteronomio 54,7; Jueces 33,8-12) para odiar: políticos, policías y mototaxistas. Si los políticos son el cáncer de este país, los policías son una diarrea crónica, y los mototaxistas un pie de atleta muy severo.

Ahora que lo pienso, también condeno (sin odiar, claro) a los hermeneutas que descontextualizan fragmentos para manipularlos y amoldarlos a sus motivos. A los zalameros en cualquier presentación. Agreguen a los opulentos: a alguien le oí decir que le insultaban de manera personal y directa los vacuos despilfarros, o que esos culeros pudieran ir a ver finales de la NBA y él no. Pero a todos esos los descarté, no sin esfuerzo, ya se ve.

Quizá valga la pena una pequeña retrospectiva para atisbar las profundidades de un alma buena, como la mía, en que el odio anida selectiva y responsablemente, sin desbordes. Antes de que yo o mis hermanos naciéramos, mi papá era profesor rural –lo sigue siendo–. Mientras trabajaba en distintos poblados chinantecos, enviaba a mi pueblo dinero para la construcción de su casa. De la obra se encargaba totalmente su buen amigo –lo sigue siendo– Chencho. La obra se culminó en un par de años y para cuando mi papá tuvo la posibilidad de regresar a mi pueblo habitó esa casa. Ahí nacimos nosotros, ahí crecimos.

Tendría yo unos ocho años cuando mis papás decidieron tumbar la casa: se había descubierto que estaba hecha defectuosamente, con materiales baratos y existía riesgo de colapso. Pancho había abaratado sus gastos para obtener ganancias. Nunca supe qué le dijo mi papá, pero la relación continuó siendo prácticamente la misma. Aún hasta hoy, cuando viajamos juntos a Totontepec, nos detenemos en la casa de “tío Chencho”, como tenemos ordenado llamarle. Él nos regala jugos o cervezas, ellos platican e intercambian noticias, y nunca tocan ese tema.

De suerte que nos quedamos sin casa y tuvimos que ir a vivir con mis abuelitos,  papás de mi mamá. Mi familia pasaba aprietos económicos, aunque yo casi ni me percataba. Hasta que una tarde, exactamente a las siete de la noche, llegué a las ruinas de la vieja casa. Mi abuela había empezado a seguir una detestable novela llamada La Dueña –protagonizada por nuestra bella primera dama por cierto–, y ya no podía yo ver Los Súper Campeones. Así que decidí ir a la obra en reconstrucción que era ahora la casa, en donde hallaría a mi papá con seguridad.

Lo encontré en compañía de fuereños, enlodados y bigotones. Me iba a retirar, pensándome inoportuno, cuando uno de aquellos –profesor también rural, pues lo recordaba de las marchas a las que iba con mis papás a veces– me señaló: “¡Mito, qué onda!” Mi papá, percatándose de mi presencia, me llamó junto a él, me puso las manos sobre los hombros y me giró sobre mí mismo para ver de frente a la comitiva que lo visitaba. Quizá mi imaginación infantil haya enrollado las palabras, es posible que mi idealismo juvenil inventara frases, o probablemente mi perversa memoria de adulto completó con ficción el diálogo, pero algo así dijo mi papá:

– Mira, Pablo. No creas que no veo lo que intentas, que no sé que tú les hablaste de mis problemas para aprovechar y callarme. Es verdad que mis hijos tienen hambre ahora. Es verdad que no tienen dónde ver sus caricaturas. Pero eso va a pasar, me voy a recuperar, y ellos lo olvidarán. En cambio, ser diputado es un cargo que dura tres años, y la vergüenza de toda la vida.

Desde entonces odio a los políticos.

Los policías por su parte, me caen gordos desde siempre. De niño mis primos solían asustarme haciendo sonidos de sirena de patrulla. En una ocasión visitábamos la Verde Antequera, nos habían llevado al pediatra a mis primos y a mí. No quería que me inyectaran y le di un golpe a mi mamá. Mi papá enfureció y me exigió pedir perdón, a lo que me negué entercado. De regreso a la casa de mis primos –en donde nos daban hospedaje cuando íbamos a Oaxaca–, mi papá me prohibió la entrada a la casa hasta que me disculpara con mi mamá. Anocheció sin que llegara la dispensa. A intervalos mi papá salía, supongo que preocupado, y me preguntaba:

– ¿Ya pensaste en lo que hiciste?

-Sí.

-¿Y crees que es correcto?

-Entonces, ¿Te vas a disculpar?

-No

Al final mis primos, cobardes y traidores, comunicaron a mi papá el último recurso que usaban contra mí, sólo en casos de extrema necesidad como aquel: “Tío, ese Mito le tiene miedo a los policías”. Mi papá salió por tercera o cuarta ocasión, repitiendo el diálogo y agregando:

–   ¿Ya pensaste en lo que hiciste?

-Sí.

-¿Y crees que es correcto?

-Entonces, ¿Te vas a disculpar?

-Si no pides perdón, le voy a hablar a la policía.

Derrotado y en pánico, corrí a excusarme. Desde entonces odio a los policías, y desprecio (sin odio, claro) a mis primos.

Otro momento clave en mi relación con los cerdos –así los llamo, en voz baja casi siempre, aunque a veces, envalentonado o en montón, vociferando–, fue el estallido social de 2006 en Oaxaca. Las marchas, las barricadas, las caravanas de la muerte, mis amigos desaparecidos, el terror y la impotencia; todo eso tenía rostro: de policías y políticos. El veinticinco de noviembre siempre quedará en mi memoria. El gobierno federal había lanzado un ultimátum, y muchos nos habíamos concentrado en distintos puntos de la ciudad, en vilo. Yo acudí al crucero de Montoya: me compré una mascarilla para pintar, previniendo los gases lacrimógenos. Aunque mi labor –recoger piedras y formar montones para las ondas– no estaba en la vanguardia, no duré ni cinco minutos: mis ojos se hicieron de vidrio, y mi boca aspiraba fuego. Una señora me sacó de ahí, me metió a su casa y me lavó la cara con Fanta. Ahí me quedé, aturdido, viendo a lo lejos el avance de los cerdos con sus imponentes tanquetas.

De los mototaxistas no hay mucho que decir: son una plaga. Son casi todos adolescentes irresponsables de caras alargadas y cebosas: yo los llamo caras-de-pato. Atropellaron a mi vecina de noventa años, cuando iba por las tortillas. Corretearon a otro vecino, el cuetero, hasta deformarle la cara. Son montoneros por lo general, pero aún solos son peligrosos. Uno de ellos me golpeó con un tubo (de agua, creo), sólo porque le dije que no me agradaba su manera de manejar, y algo sobre su mamá.

Si quisiera dar un tono moralista a este texto agregaría una fábula como la siguiente –con moraleja estoy seguro, aunque no sé cuál sea–: Los mugres revendedores y los empresarios opulentos se aliaron para impedirme asistir a la final de las Chivas el fin de semana pasado. También se acercaba mi cumpleaños y no quise sentir soledad en esos días, así que me fui a la ciudad de México, a visitar parientes y juntar algunos amigos para el festejo.

Me la pasé bien la mayor parte del tiempo. Pero en el tercer día, camino a Nezahualcóyotl –en el transbordo del metro Candelaria–, decidí sentirme mal. Perdí el equilibrio y me recosté más veloz de lo normal en el suelo. No perdí la conciencia, pude levantarme para ir, previa recuperación, hasta donde estaba un policía. Este policía, con acento chilango, llamó a otro de acento más chilango y entre los dos me trasladaron a la jefatura de estación. Ahí me recibió un tercer chilango vestido de civil –quien supongo tenía​ alguna preparación en primeros auxilios. Me hizo los exámenes primarios de rigor.  Concluyó que podía ser un golpe de calor, una infección del estómago, o que se me había bajado o subido la presión, alguna de ésas. Mientras los policías me hacían preguntas en este son:

– ¿Cuál es tu domicilio?

– No vivo aquí

– Pero en donde radicas acá.

– No vivo acá.

– Pero una dirección de acá

– Ayer me quedé por el metro Tlatelolco.

– Ah, bueno.

 

– ¿Y en dónde vives?

– En Zapopan.

– Eso es en el estado de Guadalajara, ¿Verdad?

– … Emm… sí.

 

– ¿Quieres algo dulce?

– Sí, por favor.

– Gordo, lánzate por unas Cocas.

– ¿Y yo por qué?

– Porque te hace falta el ejercicio, güey.

Pensarán, por el contexto del relato, que me exasperaron. Pero siendo justo, la verdad es que me atendieron, me esperaron y –a su manera– intentaban tranquilizarme. Tras un par de horas, unos amigos fueron por mí y al fin pude dejar la estación, tambaleante y en brazos, pero agradecido. Mientras pensaba: «¡Qué cerdos tan amables!».

Por Mito Reyes

Ilustración: «Juicio de una cerda y su cría en Lavegny» (1863)

Sobre el autor

Totontepec, Oaxaca, 1986. La declaración de amor más hermosa que alguien me ha hecho: "¡Tío Mito, tío Mito, escóndete que te van a inyectar!". Cofundador de Catástrofe Revista.

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1 comentario

  1. Excelente Narrativa (toda) pero este párrafo de lo mejor «Presento aquí los tipos de personas o segmentos poblacionales sobre los que tengo potestad legítima, constitucional (Art.68, Fracc. II, inciso D) y bíblica (Deuteronomio 54,7; Jueces 33,8-12) para odiar: políticos, policías y mototaxistas. Si los políticos son el cáncer de este país, los policías son una diarrea crónica, y los mototaxistas un pie de atleta muy severo.»

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