Dedicado a Pilar Pellicer
Por un momento creyó que inventaba, pero en el fondo de su cabeza una voz que parecía estar muy lejos le decía que no, que todo lo que había escrito era verdad: que él también era hijo de Pedro Páramo; que todo lo que escribió se lo había dictado él para que quedara constancia de cómo cayó la desgracia sobre el pueblo.
Cada palabra la había vivido, no eran salidas de su imaginación. Eran las palabras de Pedro Páramo; eran las palabras que se levantaban del polvo y del tiempo; eran los fantasmas, las ánimas en pena que deambulaban por el pueblo porque no habían encontrado su destino. Las palabras eran su sangre, su sufrimiento. Al escribirlas lo hacía con dolor, y de ellas surgían aquellas mujeres malqueridas en noches sucias, y aquellos hombres extraviados en el inmenso campo del olvido, en el que no había nadie más que ellos.
–Escríbele, Juan, le dijo Pedro.
–No puedo seguir, don Pedro, estoy escribiendo con mi sangre.
–No tengas miedo, Juan, síguele, es tu historia.
–Le digo don Pedro que no puedo, no me quiero morir todavía…
–No te vas a morir, Juan, no tengas miedo, vas a escribir.
–Don Pedro, esto me está matando, pero como usted ya está muerto, no le importa.
–Eso dicen en el pueblo los miserables. Ellos sí están bien muertos, pero de hambre.
—Sabes, yo vivo en cada uno de ustedes.
–Se equivoca. Yo no soy su hijo.
–Eso dicen todos.
Rulfo en imagen de 1955