Desde Brasil, el ojo curioso de Carolina da Cunha y el arte de Luisa Melo, para el esteta público de CS.
¡Muito obrigado pela atenção!
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Brasilia, Brasil.-
Era un viernes trece. Una mujer vestida de blanco pedía un taxi en la calle. Llovía fuerte. El taxista no reconocía muy bien la zona por donde manejaba y todo lo que quería era volver a su casa. Así mismo abrió la puerta de su coche para la muchacha pálida y de aire cansado. Ahí fue cuando él se dio cuenta de que ella estaba parada delante de un cementerio. La chica susurró su dirección al conductor y él la obedeció. Pasados algunos minutos, el taxista intentó mirarla por el espejo pero cuando lo hizo, no vio a nadie en el asiento trasero. Este podría ser más un cuento de fantasmas dentro del taxi, la leyenda urbana más clásica del planeta. Pero la mujer fantasma era yo y en aquella noche empezaría una de las muchas pláticas inusitadas que viví en los taxis de México.
Siempre tuve muchas ganas de escribir sobre las aventuras y desventuras de andar en los transportes públicos mexicanos, especialmente sobre la estética interior de los peseros o sobre la experiencia antropológica de andar en el metro en las horas pico. Pero hoy me voy concentrar en otra clase de transportes y sobre el tipo de gente que suele ser la más odiada de las grandes ciudades: los choferes de taxi. No quiero escribir sobre el paraíso de los Ubers y otras aplicaciones de carro para gente fifí. Es que hay un cierto realismo fantástico que solo se pasa en los taxis mexicanos. ¿En qué otro tipo de transporte uno podría entrar aleatoriamente, justo en la hora que la radio suena su música favorita, y que puedes cantarla acompañada del chofer?
Yo tengo ciertas reglas personales para tomar un taxi con seguridad. Como extranjera, obviamente, en mis primeros experimentos logré caer en muchas trampas. Algunos taxistas cuando escuchaban mi acento al decir la dirección o me cobraban el doble del precio normal o me veían como si estuviera en tanga en el carnaval. Si es que puedo dar un consejo, yo sugeriría tomar taxis conducidos por señores mayores, con muchas canas, pancitas sobresalientes y bigotes grises. Después, si posible, hay que elegir un taxi presentable, no digo nuevo. Digo que tenga las puertas por lo menos en su lugar y una latería poco aplastada. Y por último, lo más importante, es que aprendas a mentir. Hay que mentir mucho y sobre todo. El arte de la intromisión en la vida ajena es la fina labor de un taxista. Por algunos minutos ellos suelen hacer un rayo x de tu vida. ¿Para qué? En verdad, no lo sé. Quizá para pasar el tiempo mientras trabajan o por el simple gusto de conocer lo ajeno, por el sabor del chisme.
Yo siempre les miento. No para hacer daño a nadie, no es mi naturaleza. Miento para hacerles la jornada laboral más interesante y para hacer mis caminos más divertidos. ¿A quién no le encantaría ser alguién nuevo todos los días? En los taxis tuve distintas nacionalidades, estuve en misión diplomática, vine a dar clases de capoeira, era mormona en intercambio, actriz de una telenovela de Televisa… Todo, menos la verdad a un taxista. Sin embargo, no puedo decir que este último tip me haya funcionado perfectamente. Días después del gran sismo de septiembre de 2017, le mentí a un taxista al decirle que trabajaba en la Embajada de Portugal. El chofer me miró con sorpresa, quería que yo transmitiera su gratitud a Cristiano Ronaldo por la donación de 700 mil euros para la recuperación de México. Me contó cómo cargó gratuitamente a varios rescatistas y personas heridas después del sismo. En seguida me pasó su celular para que viera las fotos en los rescates de los cuales participó. Las imágenes presentaban a mi chofer con ropas impecablemente sucias, pero en actitud muy noble con su casco naranja y guantes de albañil en medio de los edificios tumbados y de la gente sufrida. Bajé del carro con mi corazón de pollo un poco avergonzado.
Grupo de rescatistas en el sismo de 2017 en la Ciudad de México. Foto de Carolina da Cunha Rocha
Tampoco eso de la apariencia del taxi o del taxista funciona al cien por ciento. En la primera visita de mi familia en México quería que todo saliera estupendo, pero me tocó hacer toda la preparación de víspera. En cierta tarde, fui a distintos supermercados y compré todo lo que podía. Para mi sobrinita, un oso de peluche, globos de gas de Hello Kitty y un ramo de girasoles, sus flores favoritas. En una calle cualquiera, le hice señas al primer taxi que pasó. Se paró ante mí un taxista con cara de mafioso, llevando gafas de sol espejadas, portando collar y dientes de oro. A medio del camino me acordé de que tendría que pasar a una farmacia. Le dije que me bajaría por un segundo y que muy pronto volvería. Dejé todo lo que traía en el carro: bolsas, flores, globos, oso de peluche y la razón. Bajé segura de que el taxista desaparecería llevándose todas mis compras, pero así mismo seguí obstinada. Tardé casi 30 min allá adentro y cuando volví a la entrada de la tienda, me quedé pasmada: el taxi continuaba parado afuera en el mismo lugar. El taxista mafioso estaba recostado en el carro, hablando en el celular con su hija, quizá de la misma edad de mi sobrina. Ya en mi casa, antes de despedirnos, él tipo me regañó. Me dijo que yo no debía fiarme en la gente en México, mucho menos en los taxistas.
“Este viaje se llama vida, y el asiento de al lado es para ti”. Foto de Carolina da Cunha Rocha
Sin embargo, las experiencias más interesantes que viví se dieron con una tríada de choferes a que llamo de taxistas filósofos: don Alberto, don Armando y don Jorge. Tres ilustres pensadores manejando taxis en una gran ciudad. Algo más o menos parecido al libro “La elegancia del erizo”, de Muriel Barbery, en que al personaje, una portera en un edificio de lujo en París, le encantaba leer filosofía y los autores rusos. Ella mantenía todo su conocimiento en secreto y todo lo que quería era ser una persona común. Los tres señores a los que me refiero seguían las reglas arriba mencionadas: eran mayores, cabellos grises, panzas en evidencia y, en adición, bocas de dientes incompletos, pero de las cuales salieron perlas de sabiduría.
Empiezo por don Alberto. Mal entré en su carro y mientras abrochaba el cinturón me bombardeó con preguntas: “¿Qué es la vida? ¿Qué es el tiempo?” Yo, entre sorprendida y confundida, le dije que no tenía las respuestas para este quiz. Para don Alberto, la vida era el gran espíritu que se manifestaba en todos nosotros y que abandonaba la materia cuando era el momento de regresar al todo. “Somos, en esencia, seres espirituales y nuestro cuerpo es un templo. Debemos proteger la gran vida que habita dentro de nosotros. Generaciones nos precedieron y se fueron, pero la vida en si misma permaneció. El tiempo, por eso, es este eterno presente en el cuál ella se expresa”. En ese sentido, añadía, con aire de profeta bíblico, que la muerte era una invención. Era apenas la vida que regresa a la fuente, que es el gran espíritu. Le pregunté sí decía cosas bonitas a todos que entraban en su taxi. Él me dijo: “No a todas. ¿Quién quiere escuchar a un mero taxista?”. Pero, según él, el hecho de que yo lo escuchara no era casual. Me contó que había un reloj mágico para cada encuentro y que todo pasaba en la hora que tenía que pasar: “Las piedras rodando se encuentran”, frase que descubrí más tarde ser un rolón de los años 80.
Don Alberto, el taxista profeta – foto de Carolina da Cunha Rocha
Entré al taxi de don Armando con una gripa tremenda. En el tablero de su carro, una imagen de la Santa Muerte muy sonriente. Yo tenía un compromiso en una universidad lejana cerca de una zona peligrosa de la ciudad. A medio camino, empecé a estornudar con fuerza. Don Armando, notando mi estado de salud, trató de pasarme un recetario de medicina natural. Era un yerbatero de primera calidad. Mi chofer venía escuchando una radio de esas iglesias “Pare de sufrir”, y por eso le indagué cuál era su religión. Él no me contestó. De modo muy delicado, a penas me dijo: “Cierra tu ventana. Estamos pasando en una zona complicada”. Lo obedecí, pero continuaba intrigada. Le pregunté cuál era el secreto para trabajar en una profesión tan peligrosa. Él me dijo muy sencillamente: “Confiar que la vida siempre hace lo mejor por ti”. Y continuó: “No sé si quien entra en mi taxi es Jesús o Krishna disfrazados, hay divinidad en todos los seres. Lo único que sé es que todos tienen una misión. Sea robarme para que yo aprenda a desapegar del dinero. Sea pagarme lo debido y con eso ayudarme a sostener mi familia. Pongo 500 pesos diarios de gasolina y eso es casi la ganancia del día”.
Don Armando me contó que trabajaba como taxista hacía más de 20 años, y que nunca había vivido ninguna situación extremadamente peligrosa. Para él, todo dependía de su postura mental, su arma secreta de defensa personal. “Si veo al otro como un hermano, nada malo me pasará. Pero si, así mismo, algo malo te pasa, quizá pueda ser la buena suerte disfrazada de desgracia. Por eso no hay que reaccionar a una injusticia con deseo de venganza. El mundo ya está harto de tanto odio. El mundo solo necesita de gente buena de amor”. Ya casi en mi destino, Don Armando puso en el carro un poema llamado Desiderata, una obra hippie que es muy frecuente en libros de autodesarrollo. Lleno de reglas del bien vivir, el poema tiene cierto chiste: “Somos hijos del universo, con derecho a estar aquí, y que, a pesar de los desengaños, este mundo seguía bello y había que empeñarse en ser feliz”.
Bochos – taxis en línea, foto de Carolina da Cunha Rocha
Para hablar de don Jorge, regreso al inicio de esta crónica. En una semana especialmente difícil, decidí ir a un encuentro de meditación en el centro de la ciudad. El evento sería en un viernes y el único requisito era ir vestido de blanco. Salí tarde de mi casa y tomé una ruta muy mala en el metro. Hice distintos transbordos y al bajar noté que estaba perdida. Me acerqué a una parada de camión, después noté estaba en la esquina de un cementerio. ¿Cómo yo había dado allá?. No lo sabía. Además, llovía fuerte, era hora pico y los camiones pasaban llenísimos. Frustada, decidí regresar a casa de taxi. Don Jorge apareció de la nada en un carro muy limpio y sin ninguna decoración interior. Él era elegante, se vestía con cierto apuro y el carro olía a lavanda. Le dije mi dirección y el cansancio me hizo ahondar en el banco trasero. Tras algunos minutos de silencio, y sin lograr contacto visual por el espejo, don Jorge, de modo muy simpático, intentó entablar una conversación preguntando de dónde yo venía y si me sentía bien. Le mentí sobre la nacionalidad, pero le dije la verdad sobre mi estado de salud.
“Mi religión tiene origen africana y acá en México sufrimos cierto prejuicio. En tu país, imagino que las creencias que vinieron de África son más libres”, me contestó de modo tranquilo. Sentí un escalofrío en la espina, pues don Jorge conocía muy bien el origen de mi acento para desconsiderar abiertamente la mentira sobre mi origen. Sin embargo, el ambiente interno del taxi era tan sosegado, tan diferente del caos afuera, que me sentí libre para ser quien era. Él venía escuchando una estación de radio especializada en música romántica y nuestra conversación tomó el rumbo de las notas que salían en las bocinas. Me contó que hacía pocos años que había empezado a entender qué era amar y ser amado de verdad, que quizá eso le haya pasado porque había aprendido a amarse a sí mismo: “El más importante tipo de amor es el amor propio. Antes de que puedas amar a alguien de verdad, debes de aprender a amarte a ti mismo. Todos los días debes de levantarte de la cama, abrazarte, mirarte en el espejo y decirte frases bonitas, tratarte con cariño. Un baño de miel, chocolate y pétalos de rosas ayudan en eso”. Para mi sorpresa, descubrí que mi taxista era una mezcla de Paulo Coelho, Oprah Winfrey y don Juan, el mentor de Castañeda, en un mismo cuerpo.
“Mira, en el amor y en las demás relaciones, todo se trata de un balance entre el dar y el recibir. Con la misma intensidad que ofreces amor a alguien debes proyectarlo hacía ti. Solo puedes dar amor, cuando tienes demasiado amor para ti mismo. No obstante, el verdadero auto amor no te hace superior a los demás. En verdad, él te ayuda a reconocer tu proprio valor entre las otras personas”. Así como el tráfico seguía pesado Don Jorge seguía en su monólogo hacía mi casa y a los caminos del corazón. “Sabes, a veces uno no conoce su propio valor. No se cree merecedor de algo grande. Es más fácil ser infeliz pues se camina en un mundo conocido, previamente ordenado, pero sin ninguna emoción genuina. Sin embargo, para ser feliz en el amor debes de caminar en un mundo desconocido, pero que te hace más vivo. Pocos van a vivir el amor del bueno”.
“Y ¿Qué es el amor del bueno?”, mi única pregunta durante todo el trayecto. “Amor del bueno es el que te hace feliz, es el que te deja una sonrisa en el rostro cuando se piensa en el amado. Es un calorcito bueno en el corazón que te deja ligero, relajado, pero despierto. En el amor del bueno puedes ser libre para ser como eres, con tu lado bueno y malo. Ahí se ama al todo y no hay espacio para el miedo”. Acercándose a la esquina de mi casa, don Jorge me contó que sus orishas le habían enviado por primera vez, en sus sesentas años, un amor del bueno. Ahí comprendí el origen de la paz que exhalaba su carro. Comprendí también que, sean esas conversaciones consideradas alta filosofía o meros devaneos de gente común, lo importante es tener oídos para escucharlas. En mi caso, noté que la muchacha fantasma que había subido en el taxi se había esfumado. Don Jorge dejaba en la puerta de mi casa un ser viviente, con corazón todavía pulsante y una leve sonrisa. Los taxistas y el poder de su vana filosofía.
Aviso en un taxi: Máximo 4 personas – John, Paul, George y Ringo. Foto de Carolina da Cunha Rocha
Arte por Luisa Melo (@luisasketchbook)
Hermoso texto, Carolina. Muy bien escrito. Que pases bonitas experiencias por acá.
Muchas gracias, Eduardo! Así espero!
Carolina, disfruté mucho de tu crónica. Me quedé pensando en cómo hacer para encontrar un taxista filósofo… Yo también quiero buenos consejos para la vida. Ojalá pase algo parecido en mis caminos! Saludos!
Gracias, Marcelina! Espero que muy pronto encuentres taxistas buenos y sabios en tus caminos. Un abrazo!