El teléfono celular es una herramienta indispensable para desarrollar la actividad profesional de muchas personas en todo el mundo, además de ser la forma de comunicarse con familia, amigos y conocidos, sobre todo en tiempos de pandemia. Y WhatsApp es una herramienta que va pegada a este aparato.

Un documento generado por la Universidad Nacional Autónoma de México, UNAM, señala que México, así como India, Brasil, Estados Unidos e Indonesia son los países donde más se utiliza la aplicación de WhatsApp, de las 2 mil millones de cuentas que existen.

¿Sabías que son 77 millones de personas en nuestro país las que tienen una cuenta de WhatsApp?, entre ellas yo, aunque no soy del todo asidua, o una usuaria normal: me gustaba más cuando se utilizaba solo para mensajería instantánea por escrito… Me desencantó con los mensajes de voz y “las palomitas azules”.

¿El motivo? No me gusta hablar por teléfono. Lo considero un mal necesario y, en muchos casos, un objeto que esclaviza. Estar localizable todo el tiempo no siempre es padre y estar al pendiente de aparato y Whats, se ha convertido en una obligación.

Reconozco que, desde hace muchos años, este aparatito y yo no somos muy amigos; lo considero así porque me incomoda -al grado de llegar a ser molesto- cuando estoy con alguien y la conversación o cualquier actividad es interrumpida por un “Espérame”, acompañado de una revisión a la pantalla del teléfono. Luego, invariablemente sigue el “Sí”… “Ajá”… “Te estoy escuchando”… “Permíteme”…

Tampoco me agrada estar en alguna reunión, social o de trabajo, y convertirme en el momento menos pensado en parte del elenco de una transmisión en vivo o grabación, sin habérmelo consultado. 

Procuro cada vez más usar menos mi teléfono para fotografiar los momentos que comparto con familia o amistades. No todo tiene que ser público.

Creo que soy de las pocas personas que no contesta el teléfono cuando voy manejando; por lo general está sin sonido y suelo ocuparlo nada más para cuando estoy trabajando; no me gusta hablar por teléfono ni que me hablen (sorry); tampoco me gustan los mensajes de voz.

Hace poco, con motivo de mi cumpleaños contemplé varios regalos que me daría. Todos sencillos: libros, nieve de menta-chip en un cono de waffle y apagar el teléfono celular.

Considerando que hay varias personas que me llaman o mandan mensajes el día de mi cumpleaños, y para evitar que no hubiera personas sentidas, anuncié en redes sociales que por motivo de vacaciones apagaría el teléfono.

Solo esperaría dos llamadas y, como bono de cumpleaños, contestaría cinco aunque no supiera de quién eran los números.

Llegó la primera, la segunda, la tercera, una que no respondí porque iba manejando, una de las que esperaba ¡y ya! Me ocupé en mi festejo. Sin interrupciones. Me desentendí del aparatito. ¡Ah! Qué alegría. Me sentí ligera. Libre. En proceso de desintoxicación.

Al día siguiente (o al final del día de mi cumpleaños) comenzaron los reclamos, que si por qué lo apagué, que si tenía que ser en mi cumpleaños, que qué manía tengo de no contestar; ¡me mandaban mensajes para contarme problemas!; hubo quien no supo que era mi cumple, y me llamaron con insistencia personas que solo he visto un par de veces, con el respectivo reclamo de haber sido mandados al buzón.

Aunque no soy de las personas que se regresa si olvida en casa el teléfono celular, respeto que haya quienes lo traen todo el tiempo en la mano (no hay como ver fotografías o videos para saber quién es quién en el uso de “la bendición”); me he acostumbrado a que la gente no quiera escribir y mande mensajes de voz, a escuchar cuando alguien manda un mensaje desde el baño, en medio del tráfico, desde una fiesta, cuando lava los platos, cocina o (con horror) cuando va manejando.

¡Pero no tengo por qué hacer uso del mismo de esa manera! En resumidas cuentas, las llamadas insistentes y más de tres mensajes de audio con temas que se han abordado –y no se han resuelto- en otras ocasiones son –para mí- una forma de violencia. 

¿Y “los piolines”?… Bueno…

Es una forma de presionar para que haga uso del mismo; mis formas de comunicarme son breves, solo si son necesarias y algunas veces cordiales. Si fuera doctora, policía, abogada, ministerio público o tuviera una profesión en la que está comprometida una vida entendería la necesidad de tener estrecha relación con la telefonía, pero no es mi caso.

Por fortuna, en mi celebración disfruté el no uso del aparatito casi de la manera que la había pensado, y con frecuencia me doy mis recreos telefónicos en los que me siento libre, y sin culpa.

Vamos, que si apago el teléfono cuando no estoy trabajando o cuando es mi día libre y comparto el tiempo con otras personas, el teléfono se guarda y no pasa nada.

¿Qué tal eres como usuario del teléfono? ¿Lo controlas o te domina?

Por Judith León

Fotografía de Benjamín Alonso

Sobre el autor

Licenciada en Ciencias de la Comunicación. Escribe cuento corto desde 2001 y tiene una novela archivada. Es coautora de “De ladrillo, concreto y asfalto”, publicada por el Colegio de Ingenieros Civiles de Sonora, y tiene obra publicada en antologías. Actualmente es editora de El Sol de Hermosillo. Contacto judithleon@hotmail.com

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