Nos quedábamos sin nada para este Día del Amor y la Calentura, pero Pocho Brevedades nos ha salvado y en qué forma
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Un día como hoy, pero de 1997, a quien entonces era mi mejor amigo su novia lo terminó. “Me acaban de cortar” le dijo al combo en la cafetería del bachillerato. El arma punzocortante había sido ni más ni menos que la fulminante y pequeña boca de Natalia. Ella le dijo que ya no podían seguir “andando”, que estaba por terminar el último año y faltaba casi nada para irse del país y dar la carrera. Él, que desde el tercer semestre respiró un poco del aire fresco que golpeaba la parte más alta de la torre, quedó hecho pedazos. “El amor es la muerte, Pochito” me dijo, yo quedé en silencio mientras los otros ingratos se doblaron de la risa.

Por la tarde vi a Natalia en la miscelánea de don Beto, la de nuestro barrio. Era viernes y también era 14 de febrero. Estaba sentada en una de las mesas con sus íntimas amigas, bebían Rey de piña con chocoroles –la gloria culinaria por aquellos años–. Cuando me vio entrar me llamó, yo, tratando de ser leal al dolor del amigo «cortado», soslayé sus casi gritos. “Pocho, por qué no me haces caso” dijo y sus amigas no disimularon las risas. No tuve más opción que saludarla, pero lo hice a la distancia. Ella se puso de pie y se dirigió hasta donde yo me quedé inmovilizado. “¿Quieres un Rey?” me preguntó y le dije que no. 

Natalia era más alta que yo, más alta que Fabián, más alta que todos los chicos de aquella generación de walkman a la cintura. Era muy bonita, ella lo sabía y supongo que eso la hacía sentir segura, pasaba de todos los chicos que no le gustaba y decía sí al más chulo de la cuadra. “Supongo que estás de malas porque corté con tu amigo” me dijo. En mi cabeza no cabía eso de “cortar con” alguien. A mí nadie me había cortado, sería porque nadie, hasta entonces, había sido mi novia. Pero ese día no dejé de hacerle preguntas a mi amigo: «qué se siente, Fabian», le decía, «¿cómo es un corazón hecho pedazos?». Él no atinaba a la respuesta: “es como un vacío, Pocho, como si algo te faltara”. Seguramente era Natalia la que ahí faltaba, decía yo, pero él afirmaba que no, que se trataba de otra cosa, que Natalia ya le había dicho que no lo quería, que ya no le gustaba, así que, aunque ella estuviera a su lado ese “vacío se va a seguir sintiendo” aseguró con los ojos aguados.

“¿Quieres sentarte con nosotras?” me invitó Natalia y sus amigas seguían con la cara de burla. Negué con la cabeza, le dije que llevaba prisa. “¿Has quedado con una chica?” preguntó y yo mentí, dije que sí. Natalia quería saber si con la que había quedado era mi novia, si yo fui quien se declaró o la chica de mi cita lo hizo. Me pateó los huevos cuando me dijo que yo siempre le gusté, que ella esperaba que un día los dos pudiéramos “andar”. En otras circunstancias hubiera dicho que sí, y es que cualquiera le hubiera dicho que sí, pero en cambio sentía un malestar por el manejo anímico de aquella chica alta con caderas pronunciadas y la boca pintada. Quizá Fabián tenía razón, el amor era la muerte, pero nadie sabía quién era el asesino y las razones de querer matar al otro. 

A mí el amor me llegó por ahí de los 20 tacos, y para entonces ya había poco del fervor adolescente con el que yo imaginaba la práctica amorosa. El amor me llegó en forma tan racional que de antemano ya sabía lo que tenía que hacer, lo que a ella le tocaba y, sobre todo, lo que yo no debía ni podía, aunque lo deseara. Quizá me faltó una que otra rasgadura de corazón a los 15, quizá debí aceptar el Rey de Natalia y quedar con ella ese 14 de febrero. Pero no, en cambio me fui a la Riviera, el barrio de Fabián, llamé al timbre y la hermana mayor de mi amigo abrió la puerta sonriendo. No era la primera vez que iba, así que Yesenia me hizo pasar explicándome que Fabián había ido al centro de la ciudad con mar, que no tardaba. 

Me sirvió agua de melón y nos pusimos a platicar en la sala de su casa. Estaba tan guapa. Esperaba a su novio para ir al cine, era 14 de febrero y celebrarían así. “Supe que cortaron a Chuchi”, así le decía Yesenia a su hermano menor. Le dije que sí, que al parecer le había dolido mucho. “Qué bueno que has venido a visitarlo, porque es un niño muy sensible” externó Yesenia. Sin duda, éramos eso, unos niños. Más pendejos no se podía ser. “Y qué película irán a ver” dije para cambiar de tema. “Pues con lo impuntual que es Pablo yo creo que ya no veremos ninguna” dijo la sirena de provincia, que a sus 20 años olía a sándalo y buena onda. “Si no viene nos metemos a la alberca” lanzó como propuesta y me emocioné, me delató una mueca que parecía una sonrisa de victoria. 

Mis ruegos valieron la pena, porque Pablo no llegó. Fabián no tardó en abrir la puerta y sus papás prepararon alitas fritas con Rey. Carajo, el Rey. Yesenia subió a su cuarto y bajó en bikini. ¡Putamadre! Ella era hermosa y yo era un niño. Fabián notó que su hermana me gustaba, no reparó en decirme “ni lo intentes, Pocho, ya te lo he dicho antes, el amor es la muerte, todas te harán pedazos el corazón tarde o temprano”. Aquello era una advertencia, y viniendo de mi mejor amigo decidí pararle bolas y descartar la posibilidad de rescatar a Yesenia en caso de que se estuviera ahogando en la alberca. 

Un día como hoy, pero de 1997, Yesenia recibió la noticia de que Pablo no pasaría por ella porque ese mismo día su hermano falleció en San José de Costa Rica y toda la familia partió para allá con la emergencia que ameritaba el caso. Pablo y Yesenia nunca más se volvieron a ver. Natalia llamó al teléfono y Fabián regresó a la alberca con una sonrisa de oreja a oreja, feliz porque aquella chica le había pedido perdón, que siempre sí quería andar con él, que le diera otra oportunidad. Más tarde, Natalia, sus amigas, Yesenia, Fabián y yo nadábamos felices en la alberca. ¡Qué carajo!

«Pocho, acompáñame a la cocina» me pidió Yesenia. Abrió la nevera y de ahí extrajo una botella de sidra de las últimas navidades. «¿quieres?» me preguntó, «no bebo todavía, se lo he prometido a mis papás» me excusé, «puedes beber directo de mi boca» dijo y yo decidí romper mi promesa en aquel lugar. «Va a ser nuestro secreto de aquí hasta siempre» lanzó y su sonrisa linda mostró los brackets que por entonces era más bien un defecto antes que un ornamento a lucir. «Cántame esa canción que dice mi hermano te la pasas cantando en el Cobao» me pidió y en ese instante sentí una punzada en la parte alta de mi espalda, eran mis alas que comenzaron a rasgar los tejidos y los músculos para poder brotar: «¿A quién puedo mentir hoy? Tantas veces fallé que un día te cansaste, de que te hiciera daño y de perdonarme. Y solo viste el fin. Si pudieras oír hoy y donde estés mi voz puedas escucharme, y mandes tus recuerdos a perdonarme y regreses a mí». Cuando terminé de cantar ella volvió a alimentarme directo de su boca y también tarareó una canción, pero Yesenia, mi pequeña Yesenia era más refinada que cualquiera: «Al tibio amparo de la 214, se desnudaba mi canción de amor». 

Ya golpearon 22 años desde entonces, he visto recientemente a Yesenia en Juchitán, sigue tan bella como en aquel 1997 con su bikini azul celeste, con sus carcajadas a caer, con sus brazos largos y sus piernas eternas. “Hace cuánto que no nos vemos, flaco” quiso saber en el estacionamiento del Soriana. “Por lo menos 15” le dije y un dejo de tristeza apareció en su cara. “Tendrías que ir a la casa de mis papás un día de estos” sugirió y yo lo prometí. El tipo del fondo, el que manejaba, asomó la mirada para saludarme y sentenciar “hasta que conozco al famoso Afonso”.

El tiempo y el amor me habían engañado, la alberca que me parecía un océano interminable ahora se me presentaba tan pequeña, tan alcanzable; el jardín ya no era verde, maldita sea, ya no estaba el palo de mango donde colgábamos una cámara de llanta de bochito para columpiarnos y lanzarnos al agua; Yesenia era tan blanca y ahora su cara morena me sorprendía; sus padres eran dos y ahora don Mario no podía sonreír por el accidente vascular; en la cocina esperaba encontrarme los azulejos de talavera traídos desde Puebla y de aquello nada quedaba. Y yo, yo estaba enamorado de todo ese pasado, pero Fabián tenía razón, el amor es la muerte, siempre lo fue. 

Un día como hoy, pero de 1997, a Fabián lo mataron con el filo de una boca y a mí me alimentaron de esa misma fuente, y creo que de cierta forma ese mismo día yo también comencé a morirme de a poquito. Fue el día del acontecimiento.

En portada, fotografía de las callejuelas de Juchitán, por Francisco Ramos Esteva

Sobre el autor

Juchitán, 1983. Es psicólogo y escritor. Ha publicado tres novelas y coordinado dos antologías de ciencia ficción. Sus ensayos, crónicas y artículos académicos se han publicado en revistas nacionales e internacionales. Ha impartido talleres y conferencias en países de América Latina. Actualmente radica en Colombia.

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