Fueron juntos al supermercado. Hacía tiempo que no lo hacían. Ambos frisaban los cuarenta años. Estaban muy contentos. Recordaban viejos tiempos. Tomaron un carrito para llevar los productos como tantos otros clientes. Escogieron varias latas de verduras y de chiles. Fueron después a la sección de frutas y legumbres. Limones, calabazas, zanahorias, todo eso. 

Pasaron a los granos, frijol, garbanzo, arroz, lentejas. Él miró las bolsas de arroz blanco, en tanto que ella escogió el arroz integral.

Cuando estuvieron junto al carrito, ambos llevaban bolsas de arroz, blanco e integral.

Ella le dijo que era mejor el integral, pero él argumentó que era más caro que el arroz blanco. Ese argumento no le gustó a ella. Sostuvo que era más nutritivo el integral que el blanco, pero él pareció no escucharla y arrojó la bolsa de arroz blanco al carrito. Ella también. Ahí empezó todo.

–Es que tú siempre escoges lo más barato aunque no sea nutritivo ni de calidad, dijo ella mientras empujaba el carrito, acelerando el paso.

Él se quedó parado en medio del pasillo, sorprendido.

Se recuperó de la sorpresa y alcanzó a su esposa.

–No es cierto lo que dices, Roberta, eso de que siempre escojo lo más barato. En el súper casi nunca hay cosas baratas, en primer lugar. Y en segundo, ese «siempre» me sonó a eternidad.

–Es cierto que siempre trato de ahorrar y que a veces se me pasa la mano, pero son raras las ocasiones en que sucede. Los regalos que te hice en tu cumpleaños no fueron nada baratos, por ejemplo.

–Max, no vamos a discutir eso aquí en los pasillos del súper. Me daría mucha pena, pero es la verdad. Por eso no me gusta venir al súper contigo. 

A ver, dime, ¿por qué escogiste tan poco tomate? ni siquiera los dos kilos completaste. La lechuga, ¿por qué escogiste esa y no la romana o sangría?. ¿Por qué? Porque eran más caras, ¿verdad? Acéptalo.

Max sintió el golpe más fuerte y hondo. Una ola de calor le subió por el estómago, le llegó a la cabeza como una mancha roja que quemaba.

–Roberta, es que cuando viene uno al súper siempre mira cuáles son las ofertas que hay y busca los precios más bajos. Es normal, no es una obsesión mía. 

–Max, desde que te conozco eres así.

No le hubiera dicho eso porque, en ese momento, Max sintió que se caía todo lo que él era o creyó que había sido hasta ese momento.

En un repentino movimiento impulsivo, de rabia, Max empezó a arrojar los productos al piso, primero los que estaban arriba de los anaqueles, después los de abajo, luego los de enfrente.

–Pues ahora vamos a aclarar eso, aquí y ahora, dijo Max, alzando la voz.

Los clientes, la mayoría mujeres, tomaban nota de lo que sucedía, pero pasaban de largo.

–Trágame tierra, dijo Roberta entre dientes. Vamos a hacer el ridículo aquí, carajo.

Ya para entonces, Max era una especie de gorila liberado del cautiverio que arrojaba todo lo que estaba a su paso. Las latas, las bolsas, las pastas, el café…

Repentinamente, Max se subió a los estantes y se paró con las piernas abiertas arriba de ellos, y empezó a gritar.

–¡Mi esposa dice que soy la persona más tacaña que ha conocido en su vida, que cada vez que vengo al súper compro lo más barato y menos nutritivo, y que así he sido siempre!

–¡¿Lo pueden creer?!– gritaba de rabia y de impotencia, casi llegaba al llanto.

–¡Eso es falso, les juro que es falso!, gritó con más fuerza

En esa área del súper los carritos se aglomeraron. Las personas estaban reunidas como en un mitin.

Roberta intentó salir de ahí pero los numerosos carritos aglomerados se lo impedían. Estaba muerta de verguenza y de rabia.

–¡Max, baja de ahí de inmediato!, le gritó.

–No me bajaré hasta que esto quede aclarado de una vez por todas, Roberta.

Al escuchar que gritaba su nombre en público, le pareció que el mundo, su mundo, se acababa. Era el fin.

En ese momento llegó la gerente del supermercado. Y le dijo:

–Señor, baje de ahí o llamaré a la policía. Además, tendrá que pagar todos los daños que causó. Baje de ahí, por favor.

–No me bajaré, respondió Max. Usted es mujer y obviamente está aliada con ella igual que todas ustedes, dijo señalando a las mujeres que estaban a su alrededor.

— Creen que los hombres hemos sido derrotados, que nos pueden humillar, pero les doy una noticia: eso es falso. Luego que pase la pandemia, verán nuestro regreso.

Una cliente le comentó a otra: –¿Y qué tiene que ver la pandemia en esto? 

La gerente se comunicó por radio con sus ayudantes, quienes llegaron en unos minutos. Les pidió que bajaran a Max por la fuerza. Al intentarlo, Max resbaló y cayó de espaldas sobre los carritos.

Las mujeres a su alrededor trataron de ayudarlo.

Roberta se quedó muda, estática, paralizada.

–Señora, no le pasó nada a su esposo. Solo fueron unos golpes superficiales, le dijo alguien que le dio a oler un algodón con alcohol para reanimarla.

Recuperada, Roberta miró los estantes a su alrededor: jabones para el baño y de trastes, de ropa y de limpieza del baño. La harina, la leche, el pan, los diversos aceites de cocina, los jugos, las frutas y legumbres. Todo eso le pareció desolado, sin existencia.

–Ya nada será igual, dijo.

Una de las jóvenes esposas que presenciaron todo, se acercó y tomándola del hombro le dijo en voz baja:

 –Venga, amiga, ya llegó la Cruz Roja. Llevará a su esposo a que lo revisen más a fondo, aunque no parece no tener nada serio. La acompaño.

Por Héctor Apolinar

Ilustración by Enfemenino / Pinterest

Sobre el autor

Nació en Ciudad Obregón, Sonora. Periodista, escritor, exfuncionario público y exactivista. Ha ocupado diversos cargos: Director general de Educación Media Superior y Superior de la Secretaría de Educación y Cultura (Sonora), Coordinador de los campus La Paz y Los Cabos, Baja California, de la Universidad de Tijuana. Excolaborador de Lupa Ciudadana, Letras Libres, VanguardiaInfo.com y Dossier Político.

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