2016 fue un gran año para Crónica Sonora y queremos despedirlo con un relato de Luis Lope, ilustraciones de Carlos Rodríguez y dibujo de Miriam Salado
Así nomás 😉
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La última vez que me hablaste para despedirte me dijiste que solo me hablabas para advertirme que tuviera cuidado en donde anduviera, que habías soñado conmigo y que en tu sueño unos cholos me licuaban (como los antiguos egipcios) el cerebro. Solo por eso te escribo para contarte el mío.

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El mío fue un sueño semilúcido y neorromántico. O más bien, inestable y sentimental.

Era fin de semestre universitario y yo estaba en mi cantina habitual. No estaba tocando el mismo grupo roquero de los viernes, pues no era viernes sino jueves. La música en vivo era una especie de rap cholesco. Aun así, yo intentaba vivir la noche como una noche típica, excepto por el hecho de que estaba yo soñando. De repente vino un lapsus de vigilia donde volví a mi cama para despertar a la una de la mañana y pensar en ti y ser tentado por la idea de mandarte un mensaje vía celular, que se hallaba a mi izquierda. Soporté la ingrata tentación. Poco a poco, en un vulgar mecanismo de escape de mi realidad, retomé la trama del sueño, en el cual ya me había tomado dos botellas. Me sentí adormilado en plena cantina, no sin antes percatarme de que el ambiente era un poco distinto al de mi rutina treintañera de fin de semana. Intenté apagar mi adormilamiento con más alcohol y así ajustar mi sintonía en esa nueva noche locuaz. Y, en efecto, lo logré. Me ambienté en ese otro ambiente distinto: reconocí gente y saludé a mis amigos parroquianos. Saludé a dos o tres desconocidos, que me miraron escépticos como si estuviera yo sobrando en ese lugar y en esta vida.

Sin moverme de mi mesa y sin perder mi mochila donde cargo mis libros, por fin me di cuenta de que el ambiente se sentía agresivo. Música violenta. Gritos por aquí y por allá. Había, además, un público agresivo. Recuerdo que, al ir a la barra, un tipo, entre amenazante y burlón, me habló para preguntarme quién era yo. Contesté cordialmente que yo era un profesor y que también escribía libros. Inmediatamente se rio para decirme no sé qué más. En ese momento me distraje, pues vi a una chica de mi cantina que se parece un poco a ti y de nuevo pensé mandarte un mensaje. De nuevo me resistí, pero quise estar contigo, y de algún modo lo estuve. Hice lo posible por despertarme sabiendo que no era en esa dimensión onírica donde te encontraría, pero no lo logré.15730840_10154251074642029_1914680152_n

Al final de la noche, fuimos desalojados del lugar, debido a que se suscitó una pelea entre dos bandos raperos. Entró una especie de policía antimotines, aunque más bien era la policía municipal, especialista en nada  y con su bola de panzones. Ya afuera del lugar, alcoholizado y extrañado por la situación, me topé a un conocido, excompañero mío de la iglesia a la cual yo asistía. Él era un rapero cristiano local, pero, como yo, había perdido la fe hacía algunos años, aunque seguía rapeando. Nos saludamos, platicamos y caminamos un par de calles. Llegamos a una esquina y se despidió de mí para seguir el camino a su casa. Al despedirse me dijo: “Ten mucho cuidado. Sabes, yo ya no creo en Dios pero el diablo es puerco y la gente es muy mierda”. Me dejó solo en mitad de una colonia que apenas si reconocía pero que ubicaba como peligrosa: crimen y tráfico de drogas. Envalentonado, o sedado por el alcohol, caminé por una calle desolada en la espera de que pasara un taxi. Al instante me percaté de que, de la nada, así como arrojadas desde un vacío total donde hasta el viento tiene miedo, volaban unas piedras a lo largo de la calle. Al fondo se oían gritos y amenazas. Intenté consolarme volviendo a la vigilia de mi cama, pero ahí estaba tu recuerdo y tú diciéndome que ya parara de escribirte poemas y que no te buscara más. Me volví a quedar dormido, temblando.

Asustado, corrí hasta la otra esquina de la calle, donde a las afueras de una casa por demás pobre se hallaba un señor, ya viejo y padre de familia. Él estaba en la puerta y parecía haberse asomado a la escena. La casa era tan intrigantemente pobre que no tenía techo. Le pedí, le imploré a tal señor que me dejara entrar para “salvaguardarme” (por decirlo de algún modo, considerando las condiciones precarias de la casa) y empáticamente aceptó. El padre de familia me contó que eran comunes las peleas entre cholos en esa calle, pero no por eso menos peligrosas. “Se arriesga uno a ser descalabrado por una piedra perdida” me dijo. En la casa vivían su esposa –señora también bastante entrada en edad– y sus hijos, dos o tres niños varones, a todas luces desnutridos. Era algo desconcertante la distancia de edad entre padres e hijos: los señores más bien parecían ser los abuelos. Borracho y asustado, no tenía mente para indagar al respecto. Lo cierto es que la familia estaba también asustada, sobre todo los niños, que me miraban con el miedo con el que suelen ver los niños a los borrachos. Para librarnos de las pedradas, el abuelo nos pidió irónicamente que nos cubriéramos nuestras cabezas con unas enormes piedras que tenía en el patio de su casa. Yo me cubrí con mi mochila llena de libros y marcadores secos, secos por usarlos durante todo el semestre. Volví en mí, es decir, a mi cama. Mi almohada se sentía dura y yo sudaba frío. Casi te mando un mensaje vía Facebook. Ya era muy de madrugada. A mi izquierda mi celular y a mi derecha mi computadora, un universo bifurcado de posibilidades. No te mandé mensaje, a pesar de que tú, tan empática como el abuelo de mi sueño, habrías comprendido mi situación desesperada. Quise llorar pero no pude. O más bien, sí pude pero no lo hice. No sé por qué, si tú muy bien mereces unas cuántas lágrimas.

Decidí que no era momento de drama romántico, sino de sobrevivir a las pedradas y volví a mi sueño, pero luego vendría lo peor: aunque las pedradas ya habían terminado, el padre-abuelo me dijo que la mayoría de los vecinos eran todos ellos cholos mafiosos y, por lo tanto, violentos. Es precisamente cuando el vecino de enfrente salió a la puerta y se nos quedó viendo mientras yo preguntaba acerca de todo esa serie de trifulcas, cosas que en realidad no me interesaban en lo más mínimo. Se me bajó la borrachera y recordé mi noche atípica en mi cantina, sobre todo en el hecho de cómo fui arrancado de mi zona de confort por esa turba violenta de jóvenes alebrestados que, a los ojos de un profesor ya en su tercera década como lo soy yo, son toda una calamidad. En ese momento nos sentamos a platicar en la banqueta mientras me asomaba en la espera de un taxi. El abuelo me dijo que nunca pasaban taxis por ahí. Marqué a algunos desde mi celular, pero nadie respondió. No quería dormir en esa casa sin techo, no por alguna especie de clasismo sino por una mera indefensión romántica, pues quería volver literalmente a mi cama a soñarte y, tal vez ahora sí, llorarte. Por alguna razón que desconozco, no pude volver a mi sueño.

Ya totalmente sobrio, seguí preguntando, no sé por qué, tal vez en una especie de suicidio onírico, sobre los movimientos de la delincuencia en esa calle. Amanecía y un vecino se acercó interesado en la plática. Aportó algunos datos, algunos nombres. El vecino mafioso volvió a asomarse y es cuando el abuelo me advirtió: “Debes tener cuidado cuando te vayas de aquí. Para empezar, no deberías andar preguntando tantas cosas”. Asentí, no sin sentirme regañado. Decidí por fin volver a mi sueño. Esta vez no regresaría. Volvería a la realidad cruda de mi cama y de tu fantasma en eterna despedida. De nuevo sentí tu recuerdo, ya cristalizado, así que me retracté, resolviendo para mí que lo mejor era probar suerte en el desenlace de mi sueño.

Me desesperé por no poder regresar a mi casa, así que, buscando opciones a mi alrededor, vi que el vecino colaborador con la plática tenía un carro. Le ofrecí llevarme, no sin antes pagarle 80 pesos. Aceptó solo por 100 pesos. El carro estaba bastante desvencijado y también le faltaba el techo. Me despedí del abuelo y le agradecí su hospitalidad. Por alguna razón desconocida, me subí en el asiento trasero y, como el carro no tenía techo, este parecía hacer las veces de pick up, dejando así bastante espacio libre. No bien salimos unos cuantos metros a la calle, vi cómo rápido se treparon dos tipos en la parte delantera. Además, vi cómo velozmente cuatro cholos se subieron a acompañarme en la parte trasera, velozmente como si los viniera persiguiendo la policía, pero no. Era solo que querían alcanzar el carro. No saludaron, solo hablaron entre ellos. Me sentí obviamente amenazado. Le hablé al vecino colaborador, quien ya estaba de copiloto, pues los otros dos tipos lo habían forzado a ceder el volante. “¿Por qué andas preguntando cosas?” “Mera curiosidad… mira, yo soy profesor y también me gusta escribir. De hecho, aquí traigo mis libros. Si quieren, puedo rifar alguno entre ustedes” contesté. Nadie dijo nada. Solo se rieron con desprecio entre ellos. El carro avanzaba lentamente no sé a dónde. Quise relajar el asunto y pregunté: ¿alguno de ustedes toca la guitarra? “Yo ayer toqué el Pipiripaú” dijo uno de ellos para soltar la carcajada, que apagó casi al instante. Me reí nerviosamente. De repente, y sin decir nada, de sus bolsas empezaron a sacar piedras y a lanzarlas al piso del carro… cada vez más tupidamente y cada vez más cerca de mis pies. Me desperté con las piernas totalmente sudadas de frío. Pensé en ti y ya no pude dormir.

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Por Luis Lope

«Cholo caguamero» y «El sueño de Paula». Mixta sobre papel. por Carlos, «Moha», Rodríguez

«Benítez». Lápiz de grafito y tinta china, por Miriam Salado

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Sobre el autor

Luis Lope (Hermosillo, 1979) es licenciado en Literaturas Hispánicas, maestro en Literatura Hispanoamericana y doctor en Humanidades. Actualmente es profesor-investigador del Departamento de Letras y Lingüística de la Universidad de Sonora y miembro del Sistema Nacional de Investigadores de Conahcyt. Escribe ensayo, poesía, crónica y dramaturgia. Ha publicado "Crónicas de pies ligeros (Unison, 2011; Club Chufa, 2014), "Primeras liras (Club Chufa, 2016) y "Una noche lírica (pieza amorosa en tres actos) (ISC, 2019)

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