Esta será la semana de la mujer en Crónica Sonora y la iniciamos con un relato delicioso, de la pluma y corazón de Guillermo Valenzuela, recordando a una valerosa viejecita de las de antes
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Dicen que recordar es “volver a vivir” y recordar a mi nana Lola es remontar mi pensamiento a la niñez, cuando vivía en el pueblo El Saucito. Era la madre de mi papá y le decíamos “nana” porque era el apodo que le daba la gente del pueblo a las abuelas, tomando en cuenta que eran también cuidadoras de los nietos, por eso este apodo estaba bien aplicado.
La imagen que guardo en mi memoria de ella es la siguiente. Una mujer de rostro fuerte y tez morena clara, con ojos verde aceituna y parpados caídos (ahora sé que de ella heredé esos ojos color aceituna y los parpados caídos); complexión delgada, postura erguida y estatura media que en su juventud debió lucir con garbo. Tenía el pelo canoso y ondulado, que peinaba con unas peinetas que ponía en una cola de vaca que tenía colgada en la pared, a un lado de la palangana de peltre y el espejo. El pelo largo le llegaba hasta la espalda y todos los días lo peinaba y hacia dos trenzas a cada lado que después amarraba detrás en su nuca y sujetaba con una peineta.
Era un ritual que en ocasiones veía con mucha admiración. Usaba medias que amarraba con un nudo por encima de sus rodillas. Ella misma hacia sus vestidos completos con bolsas grandes a los lados y calzaba chancletas de lona. En tiempo de frío usaba suéter y rebozo de lana. En las tardes la podíamos ver sentada en su poltrona favorita fumando un cigarro y viendo caer la tarde, terminando su café colado, planeando quizá, la faena del siguiente día.
Para la gente del pueblo mi nana Lola era muy apreciada. Es decir, era persona de valía, pues lo mismo cultivaba rosas que hacia coronas con flores de papel y tela para los muertos. Además, criaba guajolotes, gallinas y puercos con los que elaboraba comidas deliciosas para los eventos especiales. Ayudaba en las labores del rancho La Alemania dando instrucciones y consejos en la siembra de forrajes y la cría del ganado.
Era muy buena costurera, tanto que la gente de los pueblos vecinos acudían para que les hiciera vestidos, pantalones y hasta calzoncillos de manta hechos de los sacos de harina.
En la cocina elaboraba una deliciosa “cazuela”, que es un caldo de con carne machaca, chile verde tatemado y papas. Era seguro que el Viernes de Dolores (día de su santo) comiéramos una rica capirotada y el 25 de junio, día de San Guillermo (santo de mi tata Guillermo, de mi papá, mi prima Guillermina la “Güera”, mi primo Memo y el mío) elaboraba varias bandejas de la rica ensalada de pollo, pollos que ella misma criaba, para recibir a todos los invitados al festejo, principalmente sus hijos y nietos.
Era muy conocido cuando se acercaba noviembre ya que se le veía elaborando las flores de papel encerado que ella misma hacía con la cera de las “veladoras”. Las flores de tela las elaboraba con unos moldes metálicos que calentaba en la estufa y después presionaba en la tela para que tomaran las formas de los pétalos y las hojas. Con estas flores hacia unas esplendorosas coronas de Día de Muertos.
En el rancho tenía una huerta con árboles frutales y un jardín con rosas y plantas medicinales. Hacia injertos con diferentes brotes de rosales para obtener flores de diferentes colores y formas. En un solo arbusto de rosal brotaban flores amarillas, rojos intensos y matizados. Crecían en su jardín geranios, gardenias, lirios rojos y lirios blancos de mayo, espuelitas, malvarrosas y las trepadoras madreselvas con su inconfundible olor y San Miguelito.
Tenía en una tina grande que le servía de maceta unas plantas de tabaco que secaba para los días que no tenía cigarros. Juntaba el papel de las cajetillas de cigarros, le quitaba el aluminio y este le servía para hacer cigarros de emergencia.
Para el día de su santo le regalábamos paquetes de cigarros Delicados que eran muy apreciados por ella, y ese aprecio lo veíamos cuando se le iluminaba el rostro al recibirlos. Después entendimos que estábamos contribuyendo, cigarro a cigarro, a su enfisema pulmonar.
En la orilla de la acequia, que pasaba a un lado de la huerta, crecían varias hierbas medicinales como hierba buena, manzanilla, epazote, hierba del manso o “yerbelmanso” y de forma silvestre el estafiate, que ayudaban a curar enfermedades y lesiones en un lugar que estaba alejado de hospitales y medicamentos.
En la huerta crecían varios árboles frutales como olivo, moras rojas y moradas, duraznos, granadas, naranjas de ombligo, toronjas, higueras y una nopalera con tunas verdes y rojas muy jugosas. En el verano, cuando maduraban los higos y tunas, podíamos encontrar mayates verdes comiendo la jugosa fruta, los coleccionábamos y los traíamos volando amarrados con hilos.
En una ocasión, cuando era pequeño, en una de las correrías con mis primos entre los árboles de la huerta, me encajé un clavo que atravesó la suela de cuero desgastada de uno de mis zapatos. Me llevaros llorando con mi nana Lola que se asustó mucho cuando le mostraron mi pie sangrando. Rápido sacó un “spray” antiséptico, de color rojo, que usaban para curar heridas en el ganado. Más susto le dio cuando por su ceguera -ya que con el apuro no se había puesto los lentes- en lugar de echar el líquido por aspersión en el pie, lo echó en mi cara.
Estas imágenes las tengo guardadas en mi memoria, ya que son recuerdos muy intensos de emociones diversas, y que ayudaron a que fuéramos personas con muchas habilidades y más fuertes con nuestras emociones.
Mi nana Lola era muy protectora y estaba al pendiente de sus hijos y sus familias que tenía más a la mano. En la época que nací en el poblado El Saucito vivían tres de sus hijos y sus familias: el Niqui (mi papá), mi tía Meche y mi tío Loco Ramón. Por este motivo, casi todos los días, recorría el camino del rancho al pueblo para visitar a sus hijos, nietos y llevarles lo que podía de lo que tenía en su casa. En esa época mi tío Loco Ramón tenía una tienda de abarrotes en el pueblo y le ayudaba a atender a los clientes.
En una ocasión venia mi nana Lola cavilando y caminando al mismo ritmo, fumando sus famosos Delicados, pensando quizá, en soluciones a los problemas cotidianos, cuando se tocó unos objetos en las bolsas de su vestido, no recordaba lo que traía, y los apretó fuerte con una mano sin dejar el cigarro en la otra. Fue tan fuerte el apretujón que rompió los huevos que llevaba a sus nietos, llegó riendo al poblado contando lo que había pasado, sin los huevos, claro, y limpiando su vestido. Estas anécdotas nos las contaban nuestros papás con gran orgullo de esta mujer admirable para nuestra familia.
En otra ocasión que estaba en el pueblo en la casa de alguno de sus hijos, llegaron a tocar la puerta unas mujeres de las que le decían «húngaras», con sus faldas largas, blusas escotadas, muchos collares, arracadas y un pañuelo en la cabeza. Cuando mi nana Lola les abrió la puerta, las mujeres se asomaron para verificar que podían robarle. Ella sabía a lo que iban y les dirigió una mirada picara y un gesto inquisidor. Las húngaras le dijeron que podían leerle la fortuna en las líneas de su mano y al decir esto le tomaron una mano a fuerzas. Mi Nana Lola se resistió y les dijo que ella también leía la fortuna en las líneas de la mano y al decir esto tomó la mano de una de las mujeres y les dijo: esta línea dice que ustedes son unas estafadoras y en esta otra dice que se van a ir a chingar a su madre. Al decir esto las húngaras se fueron espavoridas volteando hacia atrás y ya no volvieron a esa casa. Así de ocurrente era mi nana Lola.
Estos son recuerdos maravillosos que guardo como tesoros en mi memoria, ya que cuando los evoco me llenan de felicidad por esa época de infancia.
Todo cambió al paso del tiempo y cuando mi nana Lola ya no pudo atender el jardín de rosas nadie más lo hizo y fue una lástima, las rosas ya no dieron flor. Los árboles frutales se fueron muriendo, uno a uno, y ya no volvimos a comer los duraznos jugosos, las moras con sabor a miel y las granadas rojas de nuestra niñez; las manos de mi nana Lola ya no cortaron las tunas frescas en las mañanas de verano, ni volvieron a hacer las sabrosas empanadas de mermelada de higos cortados de su huerta. Tampoco volvimos, de igual forma, a percibir la belleza del olor de la madreselva, los lirios de mayo y las gardenias, que habían desaparecido poco a poco de su jardín.
Cuando las manos de mi nana Lola ya no pudieron hacer las flores de papel encerado y de tela tan primorosas, todo cambió. Ahora las tumbas de los familiares lucen flores de plástico que no tienen el amor que le imprimía con sus manos.
Cuando saboreo la deliciosa comida del pueblo o cuando elaboro el delicioso caldo de queso o la “cazuela”, siento que ella me acompaña.
Las personas buenas y queridas viven por las enseñanzas y buenas acciones que hicieron a lo largo de sus vidas. En la actualidad mi nana Lola vive en los olores, sabores, colores y texturas que se asocian a mi niñez, llena de inocencia y felicidad.
Texto y fotografía por Guillermo Valenzuela Mendoza
La casa de la nana Lola en la actualidad
Lindo relato.. Linda Nana
Yo tuve la fortuna de que doña Lola me contara la anecdota de las hungaras, que se imponian ante cualquiera. Pero cuando ella le leyó la mano a la hungara no les dijo ustedes son unas estafadoras, les dijo: esta linea dice que ustedes andan chingando gente.
Así parece que estoy escuchandola. También que llegaron con un vecino, con un Cordova, y le dijeron que estaba enfermo. Pues como no dijo doña Lola, si estaba bien crudo
El relato me transportó a tu infancia Guillermo, muy bien narrado, me ha hecho conocer a una mujer creativa, innovadora y que se sabía imponer (sobretodo con lo de las húngaras que salieron huyendo despavoridas); te felicito y te admiro, sigue escribiendo, sigue deleitándonos con tus historias… Gracias!!!
Muchas gracias por sus comentarios, aclaración y aderezos enriquecen la anécdota y homenaje a esas mujeres admirables