De cuando la carrera recuerdo una historia que me contaron, aunque en cierto modo, en algún punto me hice personaje y comencé a vivirla con ella. Entonces me pidió que no dijera nada a nadie, al menos hasta que los aludidos no se sintieran afectados por haberla contado. Le llenaría de vergüenza saber que sus patéticas actuaciones nocturnas de viernes desgarrados en aquel barrio llegaran a oídos de sus conocidos. “Mira pues, que mis amigas no me perdonarían el numerito” me dijo en aquella ocasión. Hacía frio aquel día, ella estaba derrotada y yo, de alguna manera, había recuperado las energías de un toro de lidia: “tienes los ojos claros” me lanzó de pronto, estaba borracha de dolor, lo que siguió fue que nos besamos.
Nos conocimos esa mañana en la cafetería de la facultad, le cedí el turno en la caja de pago porque me había dejado olvidado la billetera en algún sitio. “Te puedo invitar algo si quieres” me propuso, lo pensé bien, pero terminé aceptando. Más tarde me dijo que el rojo se me había subido a la cara y que eso le pareció “suficientemente lindo como para quedarse ahí por siempre”, le pedí que me explicara, “pues eso, en tu mirada, loco” externó y después siguió maldiciendo la situación en que nos encontrábamos aquella noche en aquel barrio viejo de Ciudad de México. Temblaba de frio, era enero. “No me voy a ir, me voy a quedar aquí” la motivé y me abrazó con fuerza y ahí sentí que, por alguna razón, nuestras vidas compartían las mismas circunstancias respecto a las querencias amorosas. Columba era su nombre, el mismo nombre de su bisabuela. Trasatlántica su historia familiar.
Le conté que estaba en el último año de la carrera, que apenas pudiera me iría de viaje. “Por qué, te han partido el corazón” terminó preguntando, yo afirmé con la cabeza. Me dijo que quizá ella haría lo mismo, las razones se parecían a las mías, tal vez con una variación, “fuiste tú el que le partió el corazón” atajé y me dijo que sí, y que estaba arrepentida, “aunque sospecho que ya es demasiado tarde” sumó. Se le aguaron los ojos. La escena era mucho para mí, le dije lo de siempre, que todo estaría bien, que uno se cura, tarde o temprano, pero se cura, es cuestión de que el tiempo pase y no hacer el mínimo intento por frenarlo. “Gracias por el desayuno, ya te pagaré” dije para voltear la tortilla de la conversación. En las otras mesas de la cafetería ya habían notado que ella estaba descompuesta frente a mí, mientras tanto yo le ofrecía el ceño fruncido, sin más expresión que la de mirarla limpiándose las lágrimas y los mocos del desamor.
No se explicaba por qué estaba sentada ahí, llorando y sin poder hacer nada para guardar la compostura. “Siento que tengo que contarle a todo el mundo lo que hice, para que me diga que soy una hija de puta, que me lo tengo bien merecido y que ojalá aquel ya no quiera volver a hablar conmigo”. De principio no estaba para ponerme a reflexionar, yo había ido a desayunar y de pronto estaba tratando de entender la culpa en una de sus expresiones más jodidas: “estás siendo muy dura contigo” alcancé a lanzar, “pero qué dices, loco” reviró y yo decidí no volver a estar de su lado. Nos despedimos, ella se puso de pie, dijo que llegaba tarde a su siguiente clase, yo dije más o menos lo mismo. Mentí. Envié un mensaje a Amanda, respondió pronto, me pidió que lo dejáramos hasta ahí, que no insistiera más, que no quería seguir lastimándome. Por mi parte, le decía que la perdonaba y que después de esto las cosas iban a estar mejor. “Es que yo no te estoy pidiendo perdón” escribió y sentí que me habían apuntado las piernas. Me había engañado, no sé qué ocasión fue esta, pero en cualquier caso yo estaba fascinado con su existencia en mi vida. Apagué el celular y nunca más volví a hablar con la argentina.
Columba era delgada, más alta que yo ―cualquiera era más alta que yo―, tenía los ojos claros, las cejas pobladas, las pestañas tristes; me fascinaba ese arco de cupido muy bien marcado en sus labios. El cabello era ondulado y olía a cierto almizcle que terminó por fascinarme. Su inteligencia pasaba de la media, me explicaba cosas en las que yo no había reparado en las clases de la carrera. Se convirtió en mi compañera de estudio, nuestras tardes, después de la facultad, pasaban de leer grosos tratados sobre psicología a cubrir nuestra desnudez con las sábanas de su cama. Bebía cerveza a ritmo acelerado, en cambio yo, iba a pequeños sorbos. Columba, aquella mujer, tenía el culo más bonito que había conocido en mi vida hasta entonces. “Él vive ahí” me dijo, me lo señaló con un movimiento sutil de su mirada, “esa casa es la suya, la blanca” precisó, “aquella ventada es la que da a su cuarto, en el primer piso” dijo y otra vez ese gesto en su cara. Advertí que aquello no era una buena idea, sugerí que nos fuéramos de inmediato antes de meternos en problemas. En cambio, ella sacó el celular y le marcó, su exnovio no respondió, entonces ella probó con un mensaje, el hombre hizo caso omiso. Otra vez se le aguaron los ojos. “Tengo frío” me dijo, solo pude decirle que era el invierno. La abracé.
Después de media hora de estar parados afuera de la casa del que era el amor de su vida y de tomarnos un respiro en la banca de un parque de rotonda, decidió que teníamos que volver al bar del que habíamos salido, ella un poco más borracha que yo. Hasta allá nos fuimos. Nos recibió el mismo camarero, dijo que le alegraba tenernos de vuelta, “son la pareja perfecta” lanzó el tipo. “Pinche pendejo” externó Columba, “tu puta madre” externé yo. Nos pilló una carcajada contagiosa, una pareja perfecta en la barra lo notó y nos hicieron el gesto de brindar. “Por la vida, carajo” grité. Columba me sacó a bailar, era uno de pegado. “Aquí mismo conocí al chico con el que me compliqué la vida” me dijo, “te refieres a tu exnovio o con el que lo engañaste” quise saber, “con el que lo engañé” me dijo, “eres una cabrona” le reclamé, ella me abrazó y me pidió perdón. “Te perdono”. Ya había pasado casi un año desde que su exnovio la dejó, “pero no puedo pasar página, loco, no puedo, ahí está, a veces se va, salgo con gente, me acuesto con gente, pero luego, entonces, ahí está él, no sé cómo sacármelo de la cabeza y del corazón”. Lo intentaron un par de veces en ese tiempo, pero no funcionó, aquel chico no había olvidado la infidelidad, en mitad de la madrugada se despertaba para reclamárselo y ella entendió que aquello hacía tiempo que se lo había llevado el diablo. “Creo que lo entiendo a él” le dije, “yo también lo tiendo” me secundó.
“Te marqué dos veces” me reclamó Amanda en el estacionamiento de la facultad, “pero no entran las llamadas, apagaste el aparato” terminó preguntando. Atajé con la carga de la batería. “Creo que fui un poco dura con vos en la mañana” me explicó la chica con la que había trabado amores los últimos dos años de mi vida. Me pidió cinco minutos, que con eso le bastaba para explicarme lo que había pasado. “Entiendo que te lo debo” sumó. El chico con el que ahora estaba saliendo se lo presentó su papá, hijo de su amigo en el trabajo, que fueron a cenar a casa y pues que ahí hubieron miradas. “Realmente no sé qué me pasó, pero, vamos, flaco, que ha pasado y no tengo nada más qué decir” soltó con cinismo sudamericano, yo quería mentarle su madre, pero me contuve. Aquella voluntad de perdonarla se me apagó de pronto, además, ella lo había dejado claro, no me estaba pidiendo perdón. Columba entendió muy bien el escenario, encendió el carro que estaba al pie de nosotros. “Veo que vos tampoco es que la estés pasando mal” dijo Amanda, bellísima a contra luz de las dos de la tarde, con esos ojos verdes que me habían matado cuando la conocí en la cámara de hessel. En lo que a mí respecta, guardé silencio, nunca había llorado frente a una mujer, no iba a suceder en esa ocasión, aunque el tubo de agua de mis ojos estaba a punto de reventar las fisuras de dolor.
“Supongo que ella es tu exnovia” dijo Columba sin quitar la vista de enfrente. Puso a Joaquín Sabina y nos fuimos tarareando todos los estribillos a más de setenta en el volumen. Preguntando por mí llegó hasta mi salón, desde afuera me hizo señas para que saliera de mi clase. Era la última de aquel viernes de enero. Salí preparado para pagarle el desayuno que me había invitado apenas unas horas atrás, me dijo que no, que era un loco, que después me tocaba invitarla a ella, “qué tal unas rondas de chelas después de clase” propuso, me lo pensé, “te puedo confirmar más tarde” le pregunté. La chica era lanzada, en un retazo de hoja traía su número anotado. Al final de la jornada le escribí, le dije que la veía en la misma mesa de la cafetería, “mejor en el estacionamiento, es un León blanco” me devolvió.
“Lo mío fue más bien un error, lo cometí yo” intentaba explicarle a Columba las hipótesis que tenía sobre la infidelidad de Amanda. “Le dedicas muchas horas a estudiar” me preguntó, “justo eso” dije, “bueno, a las mujeres nos gusta que nuestros chicos estén pendientes de nosotras, que si los buscamos aparezcan como por debajo de las rocas” dijo y lanzó una risa que me caló, “quieren que estemos a su disposición” le pregunté con pulla, “más o menos así, pero también nos gusta que sean independientes” agregó. No estaba dispuesto a aguantar dos chicas cínicas en un mismo día, así que afilé mi lengua y le pregunté si su exnovio había sido atento con ella, si salía por debajo de las rocas cuando ella lo llamaba, “claro que sí” me dijo, “de hecho es de las cosas que más extraño” me contó, entonces no aguanté y le disparé “sirvió de algo que él fuera así”. Guardó silencio, me reclamó que le había dado un golpe bajo, yo me disculpé, no obstante, agregué “me parece un poco cínico que digas todo eso”, ella aceptó la parte que le tocaba. Cantamos una canción completa de Sabina y llegamos al mismo bar donde conoció al chico con el que había engañado a su expareja. “El Zacatecas” se llamaba el sitio y era un botanero.
La primera ronda se nos fue en terminar de conocernos. Le dije que nací en la costa, que mi viejo me había echado de casa a los dieciséis años y que mi primer viaje en solitario fue esa misma mañana, llegué a Chiapas montado en el tren, me seguí hasta Guatemala y me dediqué a caminar las calles de aquella ciudad bonita, todo fue bueno hasta que el hambre comenzó a recordarme que no era más que un niño, que nada sabía hacer para ganarme un plato de comida. Ella me contó que venía de Morelia, viajaba una vez al mes hasta allá, se iba manejando. “Si quieres un día te vienes conmigo” lanzó y yo le dije que iríamos viendo, “pero tú manejas” puso de condición y yo repetí el ya veremos. Su papá era gerente de un banco, su mamá era ama de casa y sus dos hermanos vivían en España, “son el diablo esos chicos” externó con un dejo de nostalgia. También me contó que conoció a su exnovio en una fiesta muy cerca del sitio donde estábamos, fue ella la que se acercó, le llevó una cerveza y aquél no tardó en fijarse en el bombón que tenía enfrente. Salieron un par de meses y fue ella la que decidió besarlo y pedirle que se ennoviaran. “Aceptó, no costó tanto trabajo” presumió, “yo conocí a Amanda en una cena en casa de un profesor” le dije, “el viejo organizó el encuentro e invitó a sus estudiantes favoritos, parece que yo era uno de ellos, y también estaba ella, la más bonita de todas en aquel salón de casa grande, me acerqué para ofrecerle un trago, me dijo que tenía novio, que no la molestara, que todo bien pero que por favor no intentara nada con ella”. Columba escuchaba atenta, parecía que no quería perderse de nada: “claro, ustedes siempre la van a tener más difícil” sentenció. Ya era su cuarta ronda, yo iba por la segunda, sus ojos brillaban y no parábamos de comer lo que nos ponían enfrente.
“Sí, pero yo manejo” le dije cuando decidió que ya quería irse de ahí, que se sentía encerrada, que le faltaba el aire. No estaba borracha, era un empuje de ansiedad lo que la abraza en ese momento. Yo sabía qué hacer, desde la preparatoria comencé a medicarme por cosas de los temblores inexplicables, así que pagamos y la llevé afuera, nos sentamos en una banca donde los parroquianos esperaban a que les asignaran mesa o barra. Compartimos un cigarro. “Vaya, Romeo y Julieta, sí que eres un hombre interesante” dijo y volvió a sonreír. La calada la hizo toser. Me sentía un poco mareado, ella lo estaba más, así que decidimos caminar por las calles de aquel barrio de casas antiguas y familias de abolengo. Se movía con agilidad por entre los callejones, se sabía los atajos y pidió al señor de la tienda un paquete de Marlboro blanco con la naturalidad de quien ya había estado ahí. Era de noche, sus ojos lanzaban relámpagos que anunciaban una tormenta. “Él vive ahí” dijo entonces. Entendí por qué habíamos llegado a aquel bar, apenas cuatro cuadras al norte de donde estábamos sentados sobre la acera, había un camellón ocupado por arboles altos y al otro lado la casa blanca con la luz encendida en el cuarto de su exnovio, el amor de su vida. “Haces esto a menudo, cierto” le pregunté y ella afirmó con la cabeza.
Me pidió que no le contara a nadie, que era la primera vez que sentía vergüenza de lo que estaba haciendo. La escena delataba nuestro infortunio. “Esto es lo más patético que he hecho” le dije y ella me pidió perdón por haberme puesto en aquellas circunstancias: “quiero que hablemos con calma, Pocho” escribió Amanda, “dime si mañana quedamos” dijo a mensaje seguido. Quizá ahora estaba dispuesta a pedirme perdón, sin embargo, yo me había guardado el perdón en la bolsa de los pantalones. Apagué el celular y le pregunté a Columba si se sentía mejor, la vi más descompuesta que por la mañana, le tomé del brazo y la llevé a largar el paseo que habíamos comenzado. Alcanzamos la glorieta y ella descansó su cabeza sobre mi hombro. Mi borrachera se había ido a otra parte, estaba como un toro, intentando mandar al olvido a una mujer que no me aceptaba el perdón que le ofrecía por haberme engañado, pero también estaba tratando de explicarle a Columba, de algún modo, que jamás la iban a perdonar. Levantó la vista y me vio a contra luz de la lámpara del parque, “tienes los ojos claros” me dijo y después me besó.
Texto y fotografías por Afonso Brevedades