Honrados y conmovidos, saludamos el debut de Leo Rodríguez y Abraham Téllez en CS
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Hermosillo, Sonora.-
Empiezo a escribir esto en un columpio, cerca de mí hay un hombre, del otro lado de la calle. Su mano diestra se apoya en el cerco de su casa, la izquierda en el cofre de un auto, un sedán blanco cuya alarma suena y es imposible hacer que se calle porque una bala entró y dañó el sistema. Junto a él está el cadáver de su hijo muerto a siete balazos.
Es jueves, son más o menos las ocho y media de la noche y estoy fumando un cigarro en un columpio en un parque. Hoy es el tercer muerto que me toca poner en una lista; el primero, un sicario baleado por sus contras en zona prestigiosa de esta ciudad del norte; el segundo, un sicario del grupo que mató al primero.
Toda la tarde busqué una forma de saber el cómo. Primero me dijeron que se toparon con un comandante, los sicarios, camino de la zona rural que está al oriente; dijeron, ya más tarde, que en el enfrentamiento pasado el mediodía el muerto logró herir a algunos de sus rivales y que uno, manco como Cervantes, murió por un camino que lleva a El Tronconal, víctima curiosa de una primer víctima.
Es decir, al momento que esto escribo son tres muertos de hoy, son tres, pero este en el que estoy es el más triste. Llega su madre y llora.
Uno puede acostumbrarse a los muertos, a sus extrañas contorsiones al caer cuando alguien más corre llevándose en sus pasos la vida de ese cuerpo. Uno se acostumbra a la muerte en su trabajo, correr por ahí de vez en cuando detrás de unas sirenas para encontrar desgracias, un trabajo más hermoso tanto más horrible, como la vida misma, vida a la que uno nunca se acostumbra.
Cuando las madres llegan a las muertes de sus hijos algo no es natural, pero es así la vida y uno no se acostumbra.
Las mujeres lloran, se despedazan. Las madres son el drama de la vida, la expresión máxima de la pérdida, de la desolación; la consecuencia no puede esconderse en el rostro de una madre cuando el cuerpo del hijo, que ya estuvo en su cuerpo durante varios meses, es un trozo de carne con más de seis balazos en los dentros.
Pero ahora estoy aquí, vivo y en un columpio… y fumo.
El hombre que está en el cerco es el que más me duele, no sabe cómo. No encuentra la manera de llorar, está callado y firme, con la cabeza gacha, como un Atlas de bronce cargando una tragedia más grande que este mundo y sus conjuras necias. En él veo a otros hombres, veo al padre de Pedro, quien a fines de agosto recibió varios tiros por fuera de una casa por la cual pasaba de momento cuando llegaron unos para matar a otros y él se quedó en medio. Esa noche fue triste, como esta.
Ese hombre era más viejo de lo que es este Atlas, era un señor robusto y entrecano, con ojos de animal desesperado, con cara de tristeza. Recuerdo a ese muy bien porque lo vi de cerca. Esa noche de agosto quiso pasar la línea que tienden los peritos cuando un uniformado le dijo: “Aquí no hay paso”. “¡Pero es m’hijo!”. “Señor, es que no hay paso”…
Ese señor calló, giró sobre sus pasos y recargó su mano sobre un coche en la calle. Era Villa Mercedes la colonia y se puso a llorar. Pero lloró en silencio, con un aire solemne y resignado que me llamó a llorar junto a él tanta absurda tragedia pasajera.
Pero eso fue en agosto, ahora es ya septiembre y esta es mi lista nueva: hasta este día aciago cuento veintitrés muertes, tres solo en este día y solo es día 20 del mes patrio… Y uno, como siempre, se acostumbra a los muertos pero nunca a los vivos que estos dejan regados en el mundo. Los muertos son helados y silentes, pero sus vivos llegan y traen consigo duelos muy diferentes, incluso incomprensibles.
Debo aclarar que ya no estoy en el columpio, el cuerpo de ese joven cuyo padre velaba en tétrico silencio ya no está en esa esquina, por fuera de su casa, los forenses se fueron y él con ellos a una gaveta fría, para pasar después a sus exequias y desde ahí a la tierra.
Ya son casi las diez y sigue siendo jueves y sigue siendo noche. Viajo con un amigo ahora, tan acostumbrado a la muerte como uno, tan intrigado por la vida como uno. Él es más conocido y la gente lo respeta, vamos a 120 detrás de una patrulla sobre el Soli.
Perseguir patrullas y llegar a lugares es difícil. Hay que violar leyes de tránsito de vez en cuando, no tienes torretas, ni radio, ni el ruido de sirenas para que te abran paso. Nos perdimos un rato llegando a Los Altares, pero dimos.
El muerto ahí era Christian, le dieron solo un tiro, pero uno muy certero en la cabeza. Las calles: tres y veintitrés. Salió con vida el chico del lugar, pero murió más tarde en su camilla mientras lo atendían los doctores.
Al llegar ya no estaba, pero había testigos, oficiales y cintas -especiales, las cintas, para lograr la foto-.
Son ya casi las once de la noche, que se vayan al diablo.
Fotografía de Abraham Téllez
Agustín, 26 años, asesinado frente a su casa en colonia Fuentes del Mezquital. Tercer asesinato del 20 de septiembre. Los sicarios llegaron con el aún vivo y maniatado, luego le metieron los siete tiros.
Posdata del editor: septiembre acabó con 31 muertos por violencia en la capital de Sonora, la más alta que se recuerde en mucho tiempo.
Me dejó perpleja este texto. Triste su contenido, lamentablemente. Vaya forma de describir. Felicidades.
tremenda realidad, treemendo trabajo escrito, periodismo de actualidad, presencia, como le hacemos para que pare?
Wow que manera tan facinante de compartir me atrapaste