Pájaros en el cielo se presenta hoy martes 15 de noviembre (11 am en Casa de la Cultura) en el marco de la Feria del Libro de Hermosillo 2022
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Nuestros primeros pasos en suelo mexicano fueron temblorosos, inciertos. Después de horas de avanzar en un país que no era el nuestro mirábamos hacia atrás a cada rato. No era miedo, era otra cosa, una sensación de pérdida. Allá atrás quedaban nuestras vidas, muchos años de trabajo para mis padres y muchas horas de juego para mí. Tres vidas que no terminarían en el mismo espacio en el que comenzaron, sino en otro, diferente, uno que nos esperaba en alguna parte, todavía desconocida por completo para nosotros.
Ayer conocí el mar. Todavía recuerdo la sensación de las olas cubriendo mis pies, luego alejándose para volver a mojarlos, y así una y otra vez. La primera vez que me animé a meter los pies, mi corazón latía acelerado. El agua, casi tibia, ablandó el miedo y el miedo se convirtió en alegría, emoción, algo que desconocía, algo tan bonito que casi me hace llorar. El mar es como un inabarcable rebaño de ovejas quietas y a la vez en movimiento. En mi antiguo hogar una vez viajé con mis padres a la ciudad y en el camino sólo encontramos sembradíos de café, bosques invadidos por cientos de taladores y camiones llenos de madera. A veces otros niños y niñas escapábamos de la escuela para bañarnos en el río, pero no es lo mismo, ni de cerquita. La fuerza de las olas, su altura, la espuma que me acariciaba la piel y me hacía cosquillas, el agua inquieta que parecía interminable y además el sol se hundía en el mar, sin escapatoria posible. Estuvimos sólo unas cuantas horas, comimos pescado a las brasas, ceviche, almejas y ostiones. Bueno, papá comió de todo, mamá probó el pescado y yo el ceviche y un taco de pescado. Esa vez casi agradecí que hubiéramos abandonado nuestro hogar, aunque después volví a extrañarlo, con todo y río y escapadas de la escuela.
Todavía gateaba cuando me le escapé a la abuela para arrastrarme por el suelo y meterme casi un puño de tierra a la boca. Mamá contaba eso y siempre reía, le divertía recordar la cara de preocupación de su madre cuando le advirtió que ese feo vicio tardaría en irse y que yo debía ser vigilada. La abuela tenía razón, si me dejaban sola no me metía juguetes o el chupón a la boca, como los otros bebés: yo tomaba tierra con las manos y la ponía en mi boca como si fuera una fruta o un dulce. Mamá y papá son los adultos más jóvenes en sus respectivas familias. La abuela decía que por generaciones mis ancestros trabajaron tan duro que mis padres tenían hambre de una mejor vida. Tal vez por eso yo comía tierra, por algo que heredé sin saberlo. Hoy tengo diez años y es la primera vez que pruebo la tierra de otro país. Hasta hace muy poco ni siquiera había salido de mi pueblo.