Emocionados de anunciar el regreso de Pedro Luis Salas y el estreno de Griselda Benavides en esta casa editorial. Puro trabajo de autor, puro chuki, sí señor

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El manto oscuro había caído ya sobre la carretera, que permanecía callada y deshabitada en su mayoría. Antonio conducía tranquilamente sobre ella a una velocidad de 80 km/h. No había radio. Sólo se escuchaba el ligero ronroneo del motor andante de su pickup Chevrolet C10 que lo adormecía…

 

Pero no podía dormir. No tanto por estar alerta al tráfico, sino por su chica, Pamela, a quien acababa de dejar en su casa. Antonio había pasado por ella para ir al autocinema. Se había estrenado The Texas Chainsaw Massacre. Durante toda la película habían estado aterrados, comiendo palomitas sin cesar. Quien las sostenía era su novia. Él sostenía la Pepsi.

 

En un momento silencioso de la película, a Antonio se le ocurrió jugarle una pequeña broma a su novia; podía sentir su tensión, pues su mano casi se ponía morada de tanto que la apretaba. Era una escena de la película en donde Leatherface busca a su próxima víctima. Silencio. Fue ahí cuando a Antonio se le ocurrió hacer sonido de motosierra al oído de Pamela. Las palomitas salieron volando.

 

‒¡Eres un idiota! ‒le gritó aterrada Pamela.

 

Antonio no paraba de reír.

 

‒¡Debiste haber visto tu cara, amor! ‒le dijo antes de estallar en carcajadas.

 

Al tiempo los dos comenzaron a reírse, mientras escuchaban algún que otro ¡Sshhht! Claro que a ellos no les importó. Seguían tomados de la mano. Al terminar la película Antonio la llevó a su casa. Se habían estacionado afuera, donde sólo se escuchaba el chirrido de los grillos. Apagó el motor y dijo:

 

‒Me la pasé muy bien, Pamela.

‒Yo también, Tony.

 

A Antonio le encantaba cuando ella le llamaba Tony. Le hacía sentir algo. Algo difícil de describir, pero fácil de adivinar. Era amor.

 

‒Te amo. ‒le dijo ella.

 

Antonio la miró a los ojos, sorprendido, con la boca abierta. Pamela rio y se acercó a él, besándole en los labios. Antonio le correspondió. Al terminar el beso, le dijo:

 

‒Yo también te amo.

 

Eso era lo que mantenía despierto a Antonio aquella noche de carretera: el recuerdo.

 

Comenzaba a correr viento y con él un olor a húmedo. Antonio sacó un poco la cabeza por la ventana para ver el cielo. Sí, en efecto, se acercaba una tormenta. Aún faltaban algunos kilómetros para llegar a casa, por lo que comenzó a aumentar la marcha. A los minutos, gruesas gotas comenzaron a caer sobre el parabrisas. De la vista borrosa, por efecto de la lluvia, Antonio vio las luces del semáforo cambiando progresivamente. Verde… naranja… rojo.

 

Hizo alto. Mientras esperaba, del bolsillo de su camisola sacó una cajetilla de cigarros. Tomó uno y se lo colocó en la boca, mientras buscaba un encendedor. Se agachó un poco para buscarlo por debajo del asiento cuando alguien le tocó el vidrio del copiloto. Antonio dio un respingo y pudo ver que alguien estaba parado. Alguien mojándose por la lluvia. Antonio, aunque un poco indeciso y con algo de miedo, se acercó para bajar el vidrio. Había abierto la boca para decir algo cuando la persona, una anciana, le interrumpió:

 

‒¿Puedo subir?

 

Antonio, automáticamente, le abrió la puerta sin saber por qué. Fue más un reflejo que un acto planeado.

 

‒¿Se encuentra bien, señora? ‒sólo alcanzó a preguntar.

 

‒Sólo quiero ir a casa. ‒le contestó la anciana.

 

Antonio, perplejo, le contestó que estaba bien, que nada más le indicara hacia dónde quería que se dirigiera. La anciana sólo contestaba: Más adelante. Ya te diré por dónde des vuelta. Sólo… sigue conduciendo. Antonio hizo caso y siguió conduciendo. No se atrevía a voltear a ver a la anciana, quien permanecía callada y empapada hasta los huesos. No se molestó en secarse.

 

‒¿Quiere una toalla, señora? ‒le preguntó Antonio mientras se atrevía a mirarla ‒Tengo una aquí atrás en…

‒No.

 

Antonio se quedó aún más desconcertado y nervioso por la respuesta tajante de la señora. ¡Vaya modales!, pensó, De seguro tuvo un muy mal día. Antonio comenzaba a no razonar mientras conducía por la desierta carretera. Todo lo hacía en automático, por lo que no vio un tope. Antonio y la anciana pegaron un brinco, escuchándose un golpe seco. Antonio vio que la anciana llevaba una bolsa. ¡No se había fijado!

 

‒Oh, lo siento, señora, déjeme ayudar…

‒¡No toques! ‒le gritó la anciana, y le pegó un manotazo en el dorso de la mano.

 

Antonio apartó la mano como si se hubiese quemado. O, mejor dicho, como si lo hubiese quemado. Colocó la mano en el volante y la mantuvo así todo el trayecto. Vio, por el rabillo del ojo, que en la bolsa de la señora había varias hierbas, velas, herraduras y… ¿una pata de gallo? Antonio empezaba a sentir miedo y arrepentimiento por haber dejado que aquella anciana se subiera a su pickup.

 

‒Da vuelta aquí ‒le dijo la anciana. ‒A la izquierda.

 

Antonio la obedeció. Sin embargo, no se veía ninguna casa. Todo el camino era en línea recta y a oscuras.

 

‒Señora, ¿está segura que es por aquí?

 

La anciana no se molestó en contestarle. Sólo le lanzó una mirada seria.

 

‒Está bien, está bien… Seguiré manejando ‒dijo Antonio.

 

A los pocos minutos, la anciana habló:

 

‒Ya estamos llegando… Es aquí.

 

Antonio al principio no la veía por efecto de la oscuridad, pero al final pudo vislumbrarla. No era una casa, era más bien una choza. Se veía bastante antigua. De otra época. Antonio se estacionó de frente y dijo apresuradamente:

 

‒Bien, señora. Hemos llegado, ¿quisiera…?

‒Baja del auto ‒dijo la anciana.

 

Antonio comenzaba a sudar por los nervios. La lluvia había parado ya al llegar a la casa de la señora.

 

‒Oh, lo siento señora. Verá, tengo mucha prisa y…

‒Quiero darte algo. Como recompensa por haberme traído ‒le dijo la anciana sonriendo.

 

Era una sonrisa horrible. La más espantosa que había visto Antonio en lo que llevaba de vida. Le faltaban algunos dientes y los que tenía estaban manchados. Pudriéndose. Antonio, no muy convencido, apagó el motor y bajó de la camioneta.

 

‒Espérame aquí mientras regreso ‒le dijo la anciana.

 

Antonio le contestó con una sonrisa nerviosa. La anciana se metió a la choza. Podía ver que había fuego ahí dentro. Tal vez era una cacerola. De repente, Antonio percibió densidad en el ambiente. Lugo se sintió fatigado y comenzó a transpirar. La cabeza le daba vueltas, señal de que comenzaba a marearse. A lo lejos, dentro de la choza, veía figuras oscuras, como sombras que se hacían cada vez más grandes. Crecían y crecían. Dentro, se escuchaban carcajadas.

 

Antonio abrió apresuradamente la puerta de su auto y se metió en él. Introdujo la llave, ¡pero el motor no quería encender! Vio cómo a lo lejos la anciana salía con algo en las manos. Se dio cuenta que el joven estaba huyendo y apresuró el paso.

 

‒¡Hey! ‒le gritó.

 

Ya era muy tarde. El motor por fin encendió y las llantas chirriaron por el efecto de la reversa. Dio vuelta al volante y arrancó a toda marcha por la carretera. Antonio, sintiendo los latidos de su corazón en la garganta, veía por el retrovisor a la señora haciéndole señas con los brazos, sosteniendo un vaso con agua y gritando:

‒¿¡Por qué te vas!? ¿¡POR QUÉ TE VAS!?

 

Por Pedro Luis Salas Valdéz

Dibujo a lápiz y lápices de colores  por Griselda Benavides Sechslingloff

Ambas creaciones realizadas ex profeso para Crónica Sonora, como marca nuestra política editorial

Dedicatoria del autor

Este cuento va dedicado a Miguel Olivas.

De no haber sido por su tiempo para narrarme su anécdota, esta breve historia no se habría escrito.

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Sobre el autor

Pedro Luis Salas Valdéz nació en Hermosillo un dieciocho de noviembre de mil novecientos noventa y uno. Su infancia estuvo marcada por las películas de terror. Ya de grande rinde honores -en letras- a Stephen King, su más grande inspiración, y a Ray Bradbury. Actualmente Pedro Luis estudia Lingüística en la Universidad de Sonora.

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