Ah, la pluma de Afonso Brevedades… Déjelo todo y póngase a leer
Buen provecho
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Bogotá, Colombia.-
Alguien la vigila −quiero decir la imagina, que es casi lo mismo−, recrea su ir y venir de la ducha a la cama, del maquillaje al guiño en el espejo. Tras media hora frente a su reflejo el centinela sabe que ella está bajando las escaleras para alcanzar el frigorífico en la cocina; extrae de ahí el queso de Grazalema que pone sobre la barra de centro, con un cuchillo rebana delgadas tiras que sirve en un plato blanco. La moqueta de la sala es café −ella anda descalza− y hace juego con la tierra del jardín. Mientras ve por el ventanal acurruca el cuerpo en un sofá del vestíbulo; ahí le gusta estar porque le queda cerca la puerta de la calle por si quiere salir corriendo.
Así las cosas, la imaginación es capaz de rondar recovecos prohibidos. Pero el vigía ya está afuera, a la distancia, ha sido expulsado del castillo medieval. Detrás de la celosía de la torre de homenaje lo ven irse derrotado. Ha dejado atrás la barbacana, al otro lado está el bosque nebuloso, el lobo, la bruja, el alquimista, el destierro. Uno es adentro, afuera nada.
Ella escucha una canción para quejarse; la omnisciencia de quien la imagina sabe que está tarareando el estribillo. Va por la segunda copa de un vino de Cantabria, repite la pista y sube el volumen. Aquella división monosilábica parece más un llanto cuando la última tonada sale de los parlantes. La calle trae el ruido de un motor, los cláxones de una esquina de semáforo, la mercería al lado de la estética con su fondo de Joaquín, el grito de Candelaria saludando a Ramoncitos de Lotera. Desde adentro ella dibuja un árbol con duraznos en el vaho de la ventana, afuera el pasado amoroso en forma de ciudad vieja con un alma medieval irrenunciable.
El imaginante intenta traer al exterior lo que está sucediendo ahí adentro. Va por la segunda cerveza en un bar de glorieta. Así es como coge valor para llamar al veinticuatro por transversal, en esta semana ya suman dos veces sin hallar respuesta. La oficina de revista lo expulsa después de las cuatro de la tarde y llega caminando hasta el barrio que un día fue suyo, el que aún sigue siendo de ella. La misma barra con la misma gente, el mismo sabor de siempre en la boca y los residuos de cenizas de tabaco en la barba de tres días sin rasurar. Le han preguntado si le sirven una más, y está entre un sí y un no, lo primero le permite la prórroga del atrevimiento de aproximación, lo segundo lo obligará a limpiarse la sangre de la nariz después de que le azoten la puerta en la cara.
A la cuarta copa ella andaba un poco mareada. Rebusca en la memoria aquella canción que habla de una extraña pareja, el chico de aquella historia era el de las parrandas de viernes con puente de calendario por Reforma y la chica −inolvidable por parecerse a tantas de la facultad− tenía la diadema del callcenter de putamadre en un edificio con paredes de vidrio. Pero no da con el disco, revuelve su colección en la estantería y lamenta su mala memoria. Serán las copas, piensa, y sonríe. Llueve un poco más fuerte que hace media hora, del vestíbulo ha pasado a la sala y desde ahí nota que la casa está vacía, incluso con ella adentro. Los padres trasatlánticos volverán en dos semanas, con más quesos, con más vinos, con otros cuchillos para partirse en dos.
El frío de afuera cala menos que la indiferencia. El vigía ha dejado por valiente el paraguas. Es septiembre −setiembre decía ella y a él le gustaba escucharla hablar−, hay charcos que parecen espejos en las banquetas. Está a punto de tocar el timbre, pero no se atreve. Es por dignidad, piensa y se retira. También se siente un poco borracho. Llama a un taxi y ocupa la parte posterior. En la radio no suena una canción que se convierta en banda sonora, el taxista no lo mira por el retrovisor y le tira la plática rodada, el tráfico lo agota y le molesta, la lluvia lejos de ser romántica abochorna ese adentro de las unidades. Se fastidia y se queda dormido. Despierta frente a su departamento de extrarradio. Paga y sube al segundo piso con la prisa de quien huye de la escena del crimen. Adentro nadie lo espera, su presencia suma vacío al lugar donde vive.
Ella, imaginada por él, despierta y de un salto sale del mueble que la acurrucó al menos por cinco pistas. Camina con prisa hasta la puerta que da a la calle y asoma el ojo derecho por la mirilla, no hay nadie allá afuera. Duda que lo haya soñado, pero por un instante creyó que alguien llamaba al timbre. No quiere imaginar nada más, regresa y como Peter Pan suicida se venda los ojos y se lanza por la quinta copa. Suena la canción que una vez le dedicaron en navidad, fue en casa de su madrina de bautizo, entonces nevaba y en la alcoba que fuera de su padre un primo madrileño le besaba la boca.
Él se sabe estepario. Afuera la lluvia y el taxista que lo trajo. Adentro el desierto. Decide seguir imaginando frente a su computadora. Un día me van a publicar la novela, piensa y lo sorprende el citófono. Pregunta quién es. María José entra y ocupa un lugar frente a la pantalla del novel escritor. Veo que sigues con la historia, dice ella. Se besan, se tocan, se hacen el amor, se recuerdan los años del máster en Barcelona. Me vuelvo, dijo su amante. Me llevas, le preguntó. Entonces se fueron. Al tercer día le notificaron que estaba despedido, al cuarto mendigaba historias en locales de Malasaña, y dos años después aterrizó en Sudamérica con esa libertad que uno gana cuando arriesga la pluma y el oficio que le da de comer.
Texto y fotografía por Afonso Brevedades
Excelso.