Juchitán, Oaxaca.-
En el carrusel de noticias del Facebook comenzaron a aparecer. Descargué dos obras que me interesaron, la una era sobre historia de la ciencia en el renacimiento y la dos Casi un objeto de José Saramago. Definitivamente iban a ser buenas lecturas nocturnas, justo cuando las luces ya se han apagado y el calor amaina un poco su furia tropical. En la biblioteca virtual de mi tableta electrónica agregué los nuevos ejemplares, y vaya que el primer cuento del portugués me llevó a un estado de relajación.
La sorpresa fue al otro día. Lo primero que hago al despertarme es encender mi computadora y revisar mis redes sociales. Ahí estaban de nuevo. Ya no eran dos, eran cientos, quizá miles de libros en formato PDF: filosofía, psicología, historia, antropología; novelas, ciencia ficción, fantasía; superación personal, medicina, etcétera. Volví a descargar otros dos: “Para mi tesis” pensé y ni yo mismo me lo creí. De pronto, en mi biblioteca virtual tenía cerca de cincuenta o sesenta libros “nuevos” que en algún momento iba a leer, o quizá los mandaría a imprimir para engargolarlos. ¡El festival del PDF había comenzado en plena cuarentena!
Con los días que pasaban iba sumando más libros “gratis”. Casi un objeto no lo volví a “abrir”, los nuevos títulos me parecían interesantes y no quería perder el tiempo, los iba a leer todos. Libros que no había conseguido antes incluso en las librerías de viejo por fin había dado con ellos, así que resultó ser una gran oportunidad y eso me emocionó mucho. Luego pensé en todo ese mal rollito de los derechos de autor, de las regalías de los escritores, de los libreros que quiebran… decidí parar. Por supuesto, no pensaba eliminar los que ya tenía bajo resguardo, pero cada vez que acudía a ellos sentía una suerte de culpa. “Y qué voy a hacer con tantas obras digitales si no puedo terminar de leer las que me traje de la Ciudad de México para pasar el confinamiento aquí en la provincia” pensé. Quizá las necesite más adelante, y con esto aliviaba el dejo de vergüenza que comenzó a soplarme cerca de la nuca.
En mi escritorio siempre tengo los libros con los que estoy trabajando, de donde saco ideas y tomo notas además de algunas citas que creo importantes para mi investigación doctoral. Nunca son menos de quince o veinte. Unos por aquí y otros por allá, cerrados y abiertos. Pero el día que compré el pasaje para venirme a la provincia no contaba con que la cuarentena se alargaría tanto. Ahora estoy aquí en mi viejo cuarto de bachillerato tomando las clases por zoom y exprimiendo hasta donde puedo cuatro libros gordos que según yo hacen parte de mi andamio teórico. Sin duda son suficientes: Locke, Kant, Hegel y Marx. Pero mis estrategias de estudio me exigen muchos manuales ―he estudiado hasta con cuatro el Segundo tratado sobre el gobierno―, además de mis apuntes y los audios de las entrevistas que he realizado a mis profesores y amigos expertos en estos autores. En fin, es algo así como lo que William Opsina, mi mentor, considera el taller, el templo y el hogar; mi estudio, mis libreros, mi cafetera, mi diván, la nevera con cervezas, quedar con alguien en una barra, todos los cuadros que me interpelan a seguir reflexionando sobre lo que me interesa. Aquí tengo un poco menos del mínimo necesario y me siento fuera de lugar; pero tiro hacia adelante, que no se diga otra cosa.
Quizá fue por todo lo dicho que me dediqué a descargar tantos libros como pude, los que me interesaban, los que podrían llegar a interesarme y los que por su portada fueron juzgados con un “¡venga que nunca sobra!”. Desde entonces hasta hoy no he revisado más que cinco o seis de ellos, no los he leído, más bien los abro y los cierro a los cinco minutos para repetir el ritual con otros libros que tendrán el mismo destino. Me justifico diciendo que no me va eso de leer en PDF, que el brillo de la pantalla me hace daño y que en cuanto regrese a mi estudio con la “nueva normalidad” voy a imprimir los capítulos que me interesan. No sé a qué estoy jugando, pero eso tampoco me lo creo. Entonces llegué a una conclusión: “los iré revisando uno por uno y poco a poco, y los que me sirvan los compraré en físico”. Me río. Mi acervo, ciertamente, no es pequeño ―esto lo digo desde los alcances de un tipo que habita el precariado―, desde la universidad me he dedicado a comprar los libros que quiero leer y los que considero tienen que estar en una buena biblioteca de ciencias sociales. Incluso, cuando los profesores nos envían las lecturas de sus seminarios en archivo digital yo me doy a la tarea de pedírselos a mi librera Margarita, ella amablemente me arma un paquete que voy a recoger el fin de semana ―la beca que me otorga el gobierno mexicano está destinada a estos menesteres, al menos en mi caso―.
Claro que he leído libros completos en PDF y en otras versiones digitales, pero por ahí me han dicho mis amigas psicólogas que la comprensión lectora no es la misma. Me explican que el lector necesita sentir el peso del objeto, dimensionar el ritmo de su lectura a partir de ver en dónde está el separador, que la textura de las hojas y la portada es determinante. Todo esto alimenta el proceso cognitivo de la atención y la memoria que son fundamentales en la experiencia lectora, dicen y yo les creo cada una de sus palabras. Honestamente no sé por qué prefiero leer libros en formato físico, quizá sea por lo dicho aquí, pero de lo que sí estoy seguro es que siento que el PDF no es mío, no me queda claro si me pertenece o no. El libro que compro sé que es mío, que nadie más tiene ese ejemplar y que las notas que hago al margen llevan una suerte de sello personal; solo yo podré entender las claves que he inventado para darle importancia a un párrafo, para decir que no estoy de acuerdo con un autor, para recordar que tengo que confrontar lo dicho ahí con lo que he leído en otro lugar. Hay “funciones” en la aplicación que “abre” el PDF que me permiten hacer todo lo que he descrito antes, y aunque las uso para poder opinar en mis clases vía zoom, por ejemplo, la sensación sigue siendo la misma.
En los últimos días no he descargado más libros en PDF, sigo con los que traje en mi mochila de viaje. Además, tengo suficiente con los que me han enviado mis profesores para salir avante de sus seminarios, los leo con placer porque tienen un fin importante: ser discutidos en la clase virtual. Quizá eso sea lo que hace falta con los otros cien que he guardado en mi biblioteca virtual: ¿para qué tengo que leerlos? Mi director de tesis y yo compartimos una regla de oro: pies de plomo y línea por línea en cada lectura que yo haga. Con esto quiero decir que los libros que acordamos que yo tengo que revisar para abonar a mi investigación tienen que ser estudiados rigurosamente, con un método determinado que me permita decir y hacer algo con lo que ahí voy a toparme. Lento porque vamos lejos, también decimos. Sólo cuando caí en esta cuenta decidí frenar el festival de PDF que se estaba llevando a cabo en el carrusel de noticias de Facebook.
Ahora bien, también es cierto que la disponibilidad de estos formatos ha logrado que más de uno no tenga que salir de casa a una biblioteca o librería ―que tampoco están abiertas, pero cuentan con envíos a domicilio con un cargo extra―, que la pandemia ofrece una tregua para los que no podemos dejar de leer un solo día, para los que, como yo, definen el itinerario de su jornada a partir de páginas y capítulos, notas por aquí y por allá, párrafos inconclusos en la pantalla y un triste separador en la tripa de un libro con un mensaje que dice “hasta que volviste”. Claro que celebro el acceso en PDF a colecciones completas que de otro modo no se podrían conseguir, lo que pasa es que ―y esto apenas lo sospecho― nos hemos sembrado una especie de miedo de pérdida de oportunidad. ¿Y si a la vuelta ya no encuentro el libro que me interesa? ¿Y si nos cancelan la página? Es verdad, eso puede suceder, es demasiado probable si somos honestos. Sólo que después de poner a remojar mi cara de cemento frente a la pandemia que ha matado a tanta gente en el mundo, me pregunto si no me basta un solo libro ―una sola vida― para leer mejor, aunque no logre leer tanto ―para vivir mejor, aunque no por mucho tiempo―.
Texto y fotografía por Afonso Brevedades