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La moraleja es conocida desde hace mucho, mucho tiempo: es menester no fiarse de las apariencias. Detrás de la fealdad puede esconderse un espíritu bondadoso, mientras que bajo la belleza a veces se asoman los más despiadados atributos. Bella y bestia, son.
Shakespeare tocó el asunto en Sueño de una noche de verano. Ahí el bardo de Avon – inspirado en la mitología griega – transformó a Bottom, el tejedor, en asno y le consigue el amor de Titania. Bella y bestia, son.
Los siglos avanzan. Y este cuento, cuya tradición oral honra su valor literario, encuentra en Francia su más acabada versión. Desde entonces, a partir del XVIII, el relato ha rivalizado en encanto, incluso, con Romeo y Julieta.
Adaptaciones de esta historia, donde un ser grotesco y deforme se enamora de hermosa mujer, han aparecido una y otra vez. El fantasma de la Ópera, de Gastón Leroux, el Quasimodo en Nuestra Señora de París, de Victor Hugo y, hay que celebrarlo, King Kong (Merian C. Cooper/Ernest B. Shoedsack, 1933), forman parte distinguida del árbol de la vida de esta fascinante tradición: “No. It wasn’t the airplains. It was beauty kill the beast”.
Y he aquí que tenemos la versión animada de Walt Disney, original de 1991, en su edición 2017. Con una nominación al Oscar en la categoría de Mejor película, es la piedra de toque de esta nueva versión. Su partitura musical, sus populares canciones – algunas nuevas, no tan memorables – y la dirección de arte, irregular ahora, surgen para envolver con cierta gracia esta entrega.
El pueblecillo de Villeneuve se presenta como una aldea global. Caucásicos, latinos y negros conviven en inocente armonía. Pero estamos en la Francia previa a la explosión de la Ilustración. Bella (Emma Watson) es considerada “rara”, porque es una jovencita que lee. Su autor favorito es Shakespeare y la referencia a su cultura es, precisamente, Romeo y Julieta.
La vida en la aldea, para Bella, se dibuja de inmediato. Su relación afectiva con Maurice, su inteligente y talentoso padre (Kevin Kline) le da la fortaleza necesaria para enfrentar el latente rechazo de los lugareños, así como los lances románticos del narciso Gastón (Luke Evans), quien aparece acompañado por LeFou (Josh Gad) en homoerótica complicidad. Mientras tanto, la Bestia (Dan Stevens) sufre el hechizo que lo ha convertido en tal en un oscuro castillo, olvidado por todos. El embrujo ha alcanzado a la servidumbre que enfrenta su cosificación – ¡oh, Carlos Marx! – por lo que todos en la formidable atalaya esperan a “la elegida”.
Es en la fortaleza de la Bestia donde esta película alcanza cuotas insuperables en el arte. La galería de lienzos que reposan en sus muros, al exhibir cómo era la vida del monstruo antes del sortilegio, han sido realizadas considerando el estilo de Francisco de Goya, genial pintor español del puente entre el XVIII y el XIX, cuyos retratos de la corte de Carlos IV, muestran a un tiempo belleza y fealdad sin cortapisas. En ese sentido, conviene asomarse a “El aquelarre”, célebre cuadro de Goya, donde aparece la inspiración definitiva de La Bestia.
Los mejores despliegues musicales son los que ya conocemos. “Be our guest”, “Gastón” – hoy por hoy, espectáculo dotado de un muy gracioso saludo gay -, “Something there” y, por supuesto “Beauty and the Beast”, harán sonreir y conmoverán al público, sin duda alguna.
Esta es la aportación de Beauty and the Beast (Bill Condon, 2017). En su papel como LeFou, Josh Gad agrega – desde su enamoramiento nada disimulado hacia Gastón – un homenaje al escenario teatral de tiempos inmemorables: el homoerotismo y el travestismo funcionan mejor en términos cómicos. Y esto no es malo. Simplemente, así es.
Además, el romance entre la bella y la bestia, se justifica a partir de la exploración de sus afinidades y diferencias intelectuales. Es en la biblioteca del engendro donde la muchacha empieza a dar su brazo a torcer. Leer es sexy, no lo olviden. Y verbo mata carita.
Conviene asistir a la función de Beauty and the Beast en su versión subtitulada, así se disfrutará mejor la sorpresa, el regalo mejor guardado que esta cinta ha reservado para quienes acudan a verla. Al final de la misma es revelada la sincera intención de sus realizadores. Este es un teatro fantástico – que envidiaría nuestro Enrique Alonso, Cachirulo – donde, al caer el telón, sus actores aparecerán en busca del aplauso final, tal y como se hiciera, décadas atrás, en Murder on the Orient Express (Sidney Lumet, 1974).
Cogsworth, el reloj (Ian McKellan), Lumiere, la luminaria (Ewan McGregor) y, sobre todo, una conmovedora Mrs. Potts, la tetera, (Emma Thompson) despertarán la admiración merecida a su labor. Recordemos que Beauty and the Beast es una joya que ha sido adaptada, a lo Broadway, para que diera la vuelta al mundo. Y lo ha hecho con éxito sobrado.
Un cuento viejo como el tiempo. Real como puede ser. Apenas como amigos. Entonces alguien cede. Inesperadamente. Un pequeño cambio. Leve, por así decir. Ambos, un poco asustados. Ninguno estaba preparado.
Bella y Bestia, son.
Por Horacio Vidal