Con el afán que le caracteriza, Miguel Ángel Aispuro teje sobre la vida, obra y muerte de un grande. Bon appétit, mes amis.
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Me obsesionan los fantasmas, no tanto como posibilidad o destino, sino como símbolo. Hay una nota de sadismo en la creencia en ellos. Prefiguramos a nuestros ausentes perdidos, abismados en la nada y en el sinsentido. Auguramos para algunos de nuestros semejantes una tiniebla interminable, un velo de soledad e inercia. Son los fantasmas el símbolo concentrado de mis miedos más grandes: la soledad, la locura y la muerte.
Los fantasmas redundan la muerte; son el ejemplo práctico de la definición de Albert Einstein de que la locura es “repetir una y otra vez lo mismo esperando resultados diferentes”; no hay nada más solo que un fantasma, separado de nuestra dimensión, intermitentes, incomunicados. Repiten, ellos en su existencia trágica, los grandes temas de la literatura universal.
Como el libro más célebre de Horacio Quiroga Cuentos de amor de locura y de muerte. Sin embargo, es de Más allá, el último (y menos celebrado) libro de este autor del cual quiero hablar.
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Quiroga amaba los libros de Dostoievski. Hondo debió calarle al leer en Los demonios la frase:
Todo el que quiera la libertad suprema debe tener el atrevimiento de matarse. Quien se atreva a matarse ha descubierto el secreto del engaño. Más allá de eso, no hay libertad; ahí está todo; más allá no hay nada. Quien se atreva a matarse es un dios…
Quiroga conocía la desazón de la muerte, lo inefectivo del suicidio para generar dioses. Como su amadísimo maestro Edgar Allan Poe, su vida estuvo acechada por el espectro de la muerte, en sus formas accidentales y en personales inmolaciones.
Con apenas dos meses y tantos días, contempla con ojos infantiles el esparcirse la vida de su padre con el disparo brutal y accidental de una escopeta cuando bajaba de un bote. La misma escopeta, catorce años después y esta vez por penosa y calculada voluntad, le arrancaría la vida a su padrastro enfermo de parálisis cerebral.
Sus hermanos mayores, Pastora y Juan, mueren en 1901 víctimas de fiebre tifoidea en el Chaco argentino.
El 5 de marzo de 1902 el mismo Horacio mata de un involuntario tiro en la boca a su mejor amigo, el escritor Federico Ferrando.
Trece años después y tras cinco años de matrimonio, Ana María Cirés, la primera esposa de Quiroga, cumple sus amenazas después de tantos estallidos emocionales. Toma algo llamado sublimado y se envenena en Misiones, donde residían desde la boda. Durante ocho días agoniza antes de morir el día 14 de diciembre.
El 19 de febrero de 1937, brindando con cianuro y whisky, se suicida el propio Quiroga tras revelársele el fatal diagnóstico de su padecimiento prostático.
Un año exacto después y en fatal simetría, Leopoldo Lugones, quien fuera amigo e influencia lírica para Quiroga, se quita la vida con una mezcla de whisky con cianuro. Ese mismo verano se suicida su hija, Eglé Quiroga. En octubre se suicida la poetisa Alfonsina Storni con quien Horacio sostuvo una relación romántica.
En enero de 1952 se suicida su hijo, Darío Quiroga, a los 40 años.
Y en otro enero, el de 1988, la tercera y última hija de Quiroga, María Elena, se arroja del noveno piso del hotel en que se había hospedado, con la boca vendada, quizás en el pudor de acallar sus gritos.
Reza el Malleus maleficarum, el manual medieval para exorcismos, cacería de brujas y clasificación de demonios, una máxima vital para esos menesteres: “Nombrarlos es dominarlos”. Así Quiroga, atrapado en una red de muertes que, sin duda, lo marcaba y lo volvía ultra consciente de su propia mortalidad, exorciza su propia muerte al nombrarla en sus relatos. La nombra en todas sus formas. Desde la indiferente madre naturaleza (cuya indiferencia cruel hacia la existencia intrusa del hombre es una forma de hostilidad), los homicidios dolorosos y esa fatalidad incauta de machetes y armas que encuentran el camino a las entrañas de sus amos. También la muerte se presiente, al menos en los ojos de los perros, blanquecina, en un paso feroz e inexorable a través de los desiertos al encuentro puntual y último de todos los hombres.
Hierve también la muerte en los cuentos de Quiroga en la podredumbre de los ríos, de la selva, como una operación singular, ajena e indiferente al destino humano.
Por eso me gusta el libro de Más allá, por su carácter último, testamentario. Es un texto “más allá”. Más allá del desierto, de los desterrados, más allá de la selva, más allá de la locura, del amor y de la muerte. Más allá, con los fantasmas.
“Más allá”, el relato que da nombre al libro, sigue los pasos a dos emuladores de Romeo y Julieta: dos jóvenes, castísimos y enamorados con un amor sin mácula, pero separados por circunstancias familiares. Pactan un suicidio con un premonitorio cianuro y pasan a una existencia espectral donde por tres meses ejercen un amor de devoción adolescente, que poco a poco se desvanece en la obsesión por sus propias carroñas, recipientes que en su putrefacción se imponen a los delirios de un amor inmortal.
Los relatos de “El vampiro” y “El puritano” configuran un fantasma en una concepción más cercana a la ciencia ficción que al horror gótico. Plantean el fenómeno paranormal de la proyección de imágenes tridimensionales a través de una poderosa voluntad, relacionada con los Rayos N1 (cuya existencia fue desmentida posteriormente). El cariz científico de estos relatos entremezcla también nociones metafísicas sobre la vida después de la muerte y la obra de arte como objeto vivo.
“El llamado” es todo un golpe de efecto. Mensajes llegados desde el más allá, advirtiendo de una tragedia a una joven viuda. Un relato sobre la incomunicación y aislamiento de ese presunto más allá, pero también sobre esa muerte concomitante, inexorable, la fatalidad misma.
Como elucubraciones sobre la locura están los relatos de “El conductor del rápido” y “El hijo”. En el primero la locura se cierne, acechando detrás de las palabras, siendo el tren desbocado símbolo por partida doble de los caudales de la mente y de lo irrevocable del destino. En “El hijo” vuelve la mano del destino, oscura, ineludible y triunfal. La locura es sólo un vano ardid para evitarla.
“Las moscas” ofrece una visión, dentro de la medida de las cosas, más grata. La muerte como parte de un glorioso mecanismo. La conciencia del hombre, en su vanidad mecánica y finita, contempla de golpe, como una revelación maravillosa, la conciencia compartida de un existir que trasciende la carcasa vacía de un ex hombre, cadáver al sol, integrado por gravedades terribles a la tierra.
Más allá es, como colección de relatos, una reflexión sobre las postrimerías. Quiroga, quizás en su sangre resentida ya por las señales de la muerte, presta oído, como diría él mismo, “más allá del silencio, desmenuzado y puntillado en vertiginosa lejanía, un crepitar remoto. En la tiniebla de mis ojos espero a cada momento ver, blanco, concentrado y diminuto, el fantasma de una mujer”.
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Cuentan que en los sótanos del Hospital de Clínicas en Buenos Aires vivía un monstruo. Un enfermo aquejado de males en la piel y elefantiasis. Un hombre elefante. Y, en singular simetría con Joseph Merrick, albergaba un alma noble. Un paciente que ha ingresado recientemente al Hospital por dolencias estomacales muestra curiosidad y compasión y exige que Vicente Batistessa, el hombre elefante argentino, comparta la habitación en la que él mismo está internado. El paciente no es otro que Horacio Quiroga, quien padece desde hace un par de meses fuertes dolores estomacales y prostáticos. Vicente sería su último amigo y receptáculo de sus últimas disertaciones.
La tarde del 16 de febrero de 1937 el doctor de Horacio Quiroga confirma el terrible diagnóstico: cáncer prostático. En otras palabras: se muere. El escritor no dice una palabra, ni una maldición. Pide permiso para una excursión fuera del Hospital. Visita a los amigos, a su hija Eglé. Compra una botella de whisky.
Y cianuro.
Horacio, en compañía de un monstruo, ambos deformados por la vida, por la fatalidad, brindan por esa misma vida, malograda, terrible, implacable.
Y en algún momento de la madrugada de ese 17 de febrero, Horacio Quiroga agrega una dosis de cianuro a su propio vaso. Tras minutos de intenso dolor y espasmos, entra a la eternidad.
Sobre su muerte, Alfonsina Storni escribe los siguientes versos.
Morir como tú, Horacio, en tus cabales,
y así como siempre en tus cuentos, no está mal;
un rayo a tiempo y se acabó la feria …
Allá dirán.
No se vive en la selva impunemente,
ni cara al Paraná.
Bien por tu mano firme, gran Horacio…
Allá dirán.
“No hiere cada hora –queda escrito-,
nos mata la final.”
Unos minutos menos… ¿quién te acusa?
Allá dirán.
Más pudre el miedo, Horacio que la muerte
que a las espaldas va.
Bebiste bien, que luego sonreías…
Allá dirán.
Sé que la mano obrera te estrecharon,
mas no si Alguno o simplemente Pan,
que no es de fuertes renegar su obra…
(Más que tú mismo es fuerte quien dirá.)
Y es que en esa sonrisa, una vez apurado el último brindis sintió desde luego, el aleteo de las moscas. Quizás recordó la frase de su admirado Dostoievski. “Quién se atreva a matarse se convierte en un dios”. Pensó sin duda, intuyendo las alas vibrantes de esos emisarios de la muerte, que él no se convertiría en un dios, que no sería siquiera recordado. Imagino yo, con cierta licencia poética, a Vicente Batistessa, cubierto de harapos, desnudando el rostro transfigurado de dolor para decir adiós a su amigo. Imagino la luz del amanecer entrando a raudales bañando una parodia de La pietà de Miguel Angel. Pero sus palabras, las palabras que pudieron intercambiar en el crítico umbral de la muerte, no me llegan. En su lugar imagino el poderoso zumbido, aumentando de volumen y tono, disolviéndolo todo.
Son las moscas, esas moscas parecidas a las de Machado, participantes de toda la vida, que han tocado desde el juguete encantado hasta los párpados yertos de los muertos. O mejor dicho:
Mas he aquí que esta ansia desesperada de resistir se aplaca y cede el paso a una beata imponderabilidad. No me siento ya un punto fijo en la tierra, arraigado a ella por gravísima tortura. Siento que fluye de mí como la vida misma, la ligereza del vaho ambiente, la luz del sol, la fecundidad de la hora. Libre del espacio y el tiempo, puedo ir aquí, allá, a este árbol, a aquella liana. Puedo ver, lejanísimo ya, como un recuerdo de remoto existir, puedo todavía ver, al pie de un tronco, un muñeco de ojos sin parpadeo, un espantapájaros de mirar vidrioso y piernas rígidas. Del seno de esta expansión, que el sol dilata desmenuzando mi conciencia en un billón de partículas, puedo alzarme y volar, volar…
Y vuelo, y me poso con mis compañeras sobre el tronco caído, a los rayos del sol que prestan su fuego a nuestra obra de renovación vital. (Fragmento de “Las moscas”).
Al final, ante todas las acechanzas de la muerte (ese blanco fantasma con figura de mujer), Quiroga resolvió morir. Calculó con exactitud sus dolores y agonía, escogió la hora precisa. Murió bajo sus términos. Entró al silencio y a la oscuridad, tan familiares. A la libertad. Volvió a casa.
Por Miguel Ángel Aispuro
En portada, desgraciado aspecto de una cuasi desértica Casa Madrid la noche que Aispuro leyó este texto. Por Benjamín Alonso
Vaya… un buen homenaje. Gracias por este regalo! Benjamín, este proyecto tuyo de Crónica Sonora ha sido todo un acierto…. cuantas finas letras, y cuanto deleite realmente contemporáneo y local la mayoría de las veces. Éste es el México (el continente también) que quería descubrir y conocer cuando llegué del otro lado del Atlántico, y por fin empiezo a conocerlo y disfrutarlo. Así pues, mil gracias a ti también Benjamín.
Me uno al agradecimiento a Benjamín por este proyecto donde nos brinda espacio a los integrantes de «Ese asunto de los lunes» (y le agradezco también a usted por lo que me toca de sus palabras. Saludos.
Muy buena disertación acerca del maestro Horacio Quiroga, representante de la literatura Uruguaya y también Argentina dado que allí pasó sus últimos momentos, en lo que fue una terrible forma de morir, y que me recordó al mexicano Jorge Cuesta, cuya vida llena de talento no estuvo tampoco exenta de tragedia.
Muchas gracias, Cipriano, por su halagador comentario.