Berlin, Deutschland.-
El tema de la alimentación es quizás el más importante que se puede tratar en las ciencias humanas en general. Ningún aspecto de la vida se puede separar de la alimentación, base de cualquier cultura. La etnohistoria de los comcáac, mi tesis, es una historia de la alimentación. Por cierto, comcáac y seri se refieren al mismo grupo humano, pero el primero es elaboración de ellos y el segundo Made in Europa. En este texto usaré ambos indistintamente.
Comenzaré con la particularidad más obvia de los comcáac, su vida en el desierto de Sonora. Este, como se puede ver en las famosas películas de vaqueros, está lleno de árboles espinados, generalmente llamados cactus, y desconocidos en el Mundo Viejo hasta la exploración del continente americano. Hablando de los frutos del cactus –pitahayas, tunas–, el misionero de los comcáac Adamo Gilg, observó en el siglo XVII:“De estos…comen hasta que están enfermos y exprimen un vino bueno, el que toman hasta que están llenos”.
Estas fiestas veraniegas entre las sociedades indígenas de casi toda la parte que hoy forma la frontera entre México y Estados Unidos ya fueron descritas por Alvar Núñez Cabeza de Vaca hace como siglo y medio. Por su parte, cuenta el Padre Zapata en 1678: “…ordinariamente en tiempos de verano se vienen muchos [seris] de allá y acá”. Este “allá y acá”, nos explica su colega posterior Gilg con una precisión etnográfica: “Debido a que la franja de tierra de la costa es muy escasa de alimentos, se movian [los seris] de un sitio a otro como gitanos (sin quedarse mucho en un lugar) para aprovechar las plantas, las frutas, las hierbas y semillas, ya que la naturaleza da estos frutos sin trabajo.”.
Los comcáac, se puede resumir, no solo aprovecharon los diferentes recursos obtenibles durante el año, sino también aprovecharon el convite hecho por la naturaleza misma en el verano para reuniones de varios conjuntos de familias, lo que remite a la importancia de la comida para la cohesión social. No obstante, aseguraba el mismo padre Gilg, “los indigenas que han empezado el cultivo de la tierra y comen el pan europeo de trigo y maiz no estiman en muy alto los frutos silvestres o semillas y otras delicadezas silvestres”.
Aparentemente, los protegidos del jesuita se acostumbraban a la cocina hispano-americana, dejando al lado las delicadezas “silvestres” o “barbáricas”. Entre estas delicadezas, prosigue el padre, “están ratones silvestres, marmotas, saltamontes, gusanos de lluvias amarillas, sus propias pulgas, carroña de animales silvestres… [y] todo lo comen con gusto”.
Se observa, entonces, que la comida ofrecida en la misión no reemplazó la comida desértica de los comcáac, sino que la complementaba. Algunos platos preparados para ellos, sin embargo, fueron fuertemente rechazados. Continúa el Padre Gilg: “Uno de mis indios me dijo que estos alimentos [del desierto] son puros, en cambio los que comen los europeos son malos, particularmente la carne de ovejas y todos los alimentos condimentados.”
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No es de sorprenderse del rechazo de la carne de oveja. Ese animal vivía en el establo de la misión con su lana lleno del lodo, y su carne grasienta conserva el olor fuerte que es propio de las ovejas. Si se quiere añadir que entre muchos grupos de cazadores-recolectores se creía que las cualidades de la presa se retransmiten en el cazador, el resultado es todavía peor: las ovejas son unos animales cobardes. Cuando se les asusta, corren como tontos. Al respecto de los alimentos condimentados, mi experiencia me enseña que cada quien tiene su manera de condimentar la comida. El Padre Gilg, sin embargo, expresó su desacuerdo. “No los pude convencer”, concluyó el párrafo citado, “que estaban equivocados.”
¿Equivocados? ¿Como uno se puede equivocar de su propio gusto?
Pues en un contexto colonial, sí se puede. Como sabemos, en la opinión del conquistador, los pueblos conquistados se equivocaban en su modo de vestir, se equivocaban en su modo de relacionar los géneros entre ellos, se equivocaban en los nombres que se le daban unos a otros, se equivocaban en la educación de sus hijos y en su manera de autogobernarse, entre muchas otras equivocaciones. Aquí y hoy, entonces, nos toca su equivocación en el modo de alimentarse.
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El tema de la alimentación no sólo se entiende alrededor de la comida misma, sino también de la forma de presentarla. Dentro de la sociedad de los cazadores recolectores, por ejemplo, importa mucho el aspecto de compartir. Todos los miembros de la sociedad, de una u otra forma, tienen la obligación de compartir alimentos (y otras cosas) con sus parientes y los comcáac no eran la excepción.
Otro jesuita, el Padre Salvatierra, quien se hallaba con una pequeña expedición unas semanas entre los Comcáac independientes de la costa en 1709, nos cuenta lo siguiente:
“Y como [yo] no tenia nada que comer, me trajeron atole de un género de como alpiste que llaman los españoles semilla de zacate; también me trujeron de regalo pan de mezquite y regalaron a los californios que conmigo habian quedado en tierra.”
El Padre Salvatierra era un hombre sabio y sensible. En sus propias palabras resumía, que había ganado la confianza de los Comcáac con la simple estrategia de mostrarles confianza él a ellos. Así se hizo miembro de su sistema de redistribución y le fueron “regalados” varios platos típicos de los comcáac. Esa invitación le ofreció la oportunidad de experimentar los frutos de la tierra comcáac y observar como las familias preparaban y almacenaban su comida:
“El mezquite es muy dulce, de lo mejor que he visto, y hay gran abundancia. Y a su tiempo hacen grandes provisiones, lo tuestan y muelen y hacen tamales grandes o panes que guardan en tinajas debajo de tierra, y buenas tinajas. Y era tan buena que, aunque no era comida a que estuviesen acostumbrados nuestros marineros…nos fuimos cebando.” Añadió el Padre sobre esta comida extraña: “Debe ser muy saludable, pues al tiempo de la cosecha me dicen estan sanos…”.
La estimación del Padre Salvatierra ilustra por qué los comcáac se contentaban con sus “delicadezas silvestres”, en vez de preferir la comida de los colonos. Eran sabrosas y saludables y, sobre todo, gratis. En la misión, al contrario, se mantenía el maíz encerrado en un almacén estrictamente controlado por el misionero. Así, la distribución de comida se convertía en un instrumento de dominación y en caso de desobedecimiento se podía privar la población, o parte de ella, de las raciones para castigarla. En contraparte, la generosidad de la tierra comcáac dificultaba la intención de los colonialistas de ejercer dominio sobre las familias.
De su lado, el padre Almanza, misionero de los comcáac en la misión Nuestra Señora del Pópulo de los Seris en las primeras décadas del siglo XVIII, se quejaba al respecto:
“…se contentan [los comcáac] con solo las frutas silvestres que les da el monte, como Pithayas, Tunas bledo, mescal, mesquite, Sayay etc. fuera de los benados, buras etc. que con los arcos y flechas adquieren por su sustento y con lo qual no estimando los alimentos substansiales de la tierra, se les hace muy pessado el sembrarlos y cultivarlos. Y si movidos por algun respecto que los sujete, lo executan. Acabada dicha sujecion … se vuelven a el monte y con su fuga vuelven a sus antiguas depravadas costumbres”.
El conocimiento íntimo de los recursos ambientales posibilitaba que los comcáac no fueran dependientes del cultivo y, por eso, independientes de un cierto lugar donde hubieran cultivado la tierra. Aunque su movilidad fuera en el momento más apropiado para evitar una sujeción efectiva bajo el control de los agentes estatales, desde siempre tenían la costumbre de visitar a sus vecinos, para mantener el contacto y establecer una familiaridad entre las sociedades aledañas. El gobernador Agustín Vildosola, quien ofreció a las familias comcáac la libertad de venir e irse cuando ellos querían, observó durante su gobierno en los años cuarenta del mismo siglo XVIII:“Y muchos de ellos frequentan al presente este Real Presidio (del Pitic) que dista treinta leguas (de la costa); donde son agasajados, y mantenidos por mi el tiempo que demoran, y despues que consigen sus cambios con Gamusas, piedras Besares, Xiguites?, Perlas y Pescado, regresan a su Isla contentos dando demostracion de abrazar las ynsinuaciones que les hago para su vien estar.”
Como es de observar, la voluntariedad del encuentro y la distribución de comida correspondía a las expectativas de los comcáac. De esta manera, se podía mantener una relación de confianza por a veces una década entre las dos sociedades, reforzada por las frecuentes encuentros y el intercambio de las bienes que cada una de las sociedades producía.
Desafortunadamente, los agentes estatales no se contentaban con una relación de confianza sino insistieron en una relación de dominio. Los jesuitas se quejaron del gobernador Vildosola, porque sus intenciones proselitistas se desrealizaron mientras no pudieron forzar a los comcáac a quedarse en un mismo lugar “bajo la campana”. [Consecuentemente, los misioneros] Persuadieron a los militares a efectuar varias campañas con el fin de concentrar la población comcáac en las misiones de Pópulo y Los Ángeles. Solo algunos ignacianos, como el Padre Tomás Miranda, preveían lo inconveniente que esa política significaría para las familias comcáac. En 1749 advirtió a sus superiores:
“Pues ellos en la isla y marismas no necesitaban de maíz, ni carnes, pues alli era su sustento pescado y tortugas. Esto no hay en el Pópulo…”.
Padre Miranda era uno de muy pocos que intentaban a entender a los comcáac a partir de su propio modo de vivir –y de comer–. Como muestra la siguiente cita de un agente colonial, la “barbaridad” de los comcáac parecía consistir exactamente en sus preferencias culinarias:
“Estos Indios”, escribía Antonio Crespo, “son inexplicablemente barvaros. Su alimento consiste en las semillas del Maiz y cierta yerva, pescado, que con abundancia consiguen, y cuantos animales terrestres pueden haver aunque sean mas inmundos. Las dichas semillas las [comen] con tanto aprecio como nosotros el trigo… lo pasan con el pescado que nunca les falta, y la caza de venados, liebres, tortugas, ratones y qual se le pone a mano, sin envidiar cosa ninguna; y asi qualesquiera razon de conveniente que se les propone, la oyen con desprecio.”
Los agentes estatales, como ya lo escuchamos del Padre Gilg, querían reeducar el paladar de los comcáac. No se podían imaginar una vida sin carne de cerdo y pan de trigo. Ese colonialismo culinario fue una de las causas más importantes para explicar la resistencia de los cazadores recolectores contra las intenciones de los europeos. Se observa que también cuando una mayor parte de la población comcáac se hallaba dispuesta a vivir en una misión entre los años 1770 y 1777, las familias solían salir frecuentemente del Pitic para alimentarse de la flora y fauna desértica que les prometía una alimentación más equilibrada. En la misión, como se puede deducir de la documentación, se sostenía a las familias con raciones de maíz, azúcar y tabaco. De mi propia experiencia yo sé que uno se puede mantener de estos tres productos por un cierto tiempo. Pero sano no es.
En la última década del siglo XVIII, una pequeña población de 96 comcáac se hizo sedentario definitivamente en la Misión de los Seris en Pitic, la cual se dio en llamar Pueblo de Seris después de la independencia y que formaba una aldea independiente con la vecindad de Hermosillo. Hoy la conocemos como Villa de Seris. Allí, las apenas 16 familias comcáac restantes en tiempos republicanos se mantenían según el cronista Velasco con las semillas de maíz y trigo que recogen del suelo en tiempos de cosecha, y de las pezuñas, panzas y huesos de vacas que se faenaban para el consumo de la población criolla. No es de sorprender, entonces, que los comcáac independientes tenían pocas ganas de vivir en el pueblo como sus parientes. En 1848, el “protector de los seris” informaba al prefecto de Hermosillo acerca de sus “protegidos”:
“…que el no querer vivir entre nosotros es la causa que el clima es mortifero para ellos, y que los alimentos en la mayor parte son dañinos para ellos, porque les causan muchas enfermedades, como por ejemplo me han manifestado las muchas mugeres, niños y hombres que han muerto de poco tiempo a esta parte, de cuya verdad no queda duda como VS lo sabe muy bien.”
¿Por qué los alimentos ofrecidos por la sociedad sedentaria y estatal era “dañina” para los comcáac? Primero, no es de suponer que a esta población incomoda se hubiera reservado lo mejor de las varias cosechas de las tierras cultivadas. Al contrario, los comcáac controlados por misioneros, militares o vigilados por los vecinos del Pueblo de Seris recibían unas raciones muy simplistas que consistían en nada más que carbohidratos. La alimentación de cazadores recolectores, al contrario, se compone generalmente de muy pocos carbohidratos. Los comcáac, además, se alimentaron mayormente de la pesca, la cual les ofreció un abastecimiento suficiente con proteínas y muy pocas grasas. En contraparte, los animales domesticados en el Mundo Viejo fueron criados por milenios para proporcionar un creciente porcentaje de grasa, especialmente el ganado menor como las ya mencionadas ovejas. Lo mismo es cierto para las plantas domesticadas, sobre todo el trigo. En comparación, las plantas silvestres contienen mucho menos grasa y una mayor concentración de fibras alimenticias, vitaminas y minerales, como constata el nutriólogo norteamericano Mark Jenike. Animales silvestres, por su parte, contienen mucha menor grasa y una mayor concentración de ácido graso omega 3, el cual ayuda a disminuir la cantidad del colesterol en la sangre.
En resumen, el cambio alimenticio en la misión llevaba consigo un riesgo para la salud: sobrepeso, diabetes, presión alta, arteriosclerosis y enfermedades cardiovasculares son algunos de los resultados indeseados de la revolución neolítica hace unos 10.000 años, cuando se inventó la agricultura. Desde entonces, las sociedades humanas han cambiado de manera muy considerable. El cuerpo humano, sin embargo, formado durante el periodo en el cual todos vivían como cazadores recolectores y que forma unos supuestos 99% de nuestra existencia como homo sapiens, apenas cambió. Desde allí, nuestro metabolismo tiene una capacidad de almacenar grasas como ningún otro mamífero terrestre, lo que nos posibilita soportar largos tiempos de escasez. Un abastecimiento continuo con grasas –y falta de ejercicio– que se juntaron en la vida misional, introdujeron artificialmente un riesgo de salud a las poblaciones indígenas de América Latina. El Obispo de Sonora Antonio Reyes notó con desprecio la obesidad de los pimas que vio en las misiones franciscanas ya al fin del siglo XVIII. La población comcáac de Desemboque y Punta Chueca, se ha investigado, tiene hoy día altas tasas de diabetes de 20 y 40%.
La lucha de los comcáac contra la dominación estatal era, no en último término, una lucha por el mantenimiento de su preferida manera de alimentarse. En otras palabras, los comcáac lucharon por su salud, por su vida.
Por Lasse Holck*
En portada, fragmento del mapa diseñado por el misionero Adamo Gilg en el año 1692. Constituye uno de los principales documentos históricos que, desde la óptica europea, dan razón de la ubicación y forma de vida de los comcáac en el Pitiquín primitivo.
NOTAS
Lasse Hölck: Culinary Colonialism. The Case of the Comcáac (Seris) of Sonora (Mexico), in: Food & History Vol. 17/1 (2018), S. 91-115. [OJO, aquí se encuentran todas las citas de abajo y más]
Gilg, Adam [1692]: Die Serer, in: Der Neue Welt Bott, hrsg. v. Joséph Stöcklein. Augsburg und Graz 1726, S. 75- 82.
Inglés: Charles DI PESO and Daniel S. MATSON, “The Seri Indians in 1692 as described by Adamo Gilg, S. J.”, Arizona and the West, vol. 7 (1965), pp. 33-56.
Espanhol: Julio Cesar Montane Marti: Una carta del Padre Adam Gilg S. J. sobre los Seris, 1692, REVISTA DE EL COLEGIO DE SONORA / VOL. VII / NO. 12 (1996), pp. 141-160.
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* Una versión preliminar de este texto fue presentada por el autor en el XXV Simposio de Historia de la Sociedad Sonorense de Historia, Hermosillo, noviembre de 2012.