Un ensayo de Hugo Medina -con ilustración de Carlos Mal- por demás atendible en tiempos de gasolinazos, malorazos y lo que sume

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Las sociedades modernas han transitado del modelo de valores democráticos al ideal de una sociedad productora de democracia. Con un sesgo socialista, han sabido amalgamar el concepto de “producto” con el de “socialización” en el amplio espectro de los valores liberales. Una de las funciones de las leyes de participación ciudadana es la de introducir instrumentos para que los ciudadanos ejerzan el poder, es decir, que de meros transmisores de facultades se conviertan, también, en quienes detenten las decisiones (empoderados); pero, igualmente relevante, como sujetos que transforman comunitariamente la esfera política en un bien social.

La inclusión de avatares propiamente “comunistas” en agendas de la democracia clásica, y que, se pensaría, es diametralmente opuesta a las ideologías teleológicas, sirve, si no para distribuir las riquezas, sí para redistribuir la autoridad y limitar, a su vez, las facultades de los gobiernos representativos. El ciudadano, ya no el trabajador, se apropia de los instrumentos de democracia, no de los medios de producción. No es de extrañar que la imaginería marxista haya dado a luz, en el seno de sociedades capitalistas, a su igual especular y revolucionario: una especie de movimiento reformador silencioso. En esta configuración, el habitante engendra, no bienes, sino la concreción de una democracia local, que edifica idealmente en colectivo una realidad jurídica en beneficio de las comunidades.

Es observable, ante este panorama, además, que las exigencias de gobiernos eficientes, que ofrezcan resultados a corto plazo, con decisiones transparentes y evitando la atrofia burocrática, han superado el esquema de las ideologías, que solo funcionan a largo plazo. En una figura dramática, las leyes que posibilitan al ciudadano común acceder a la amplia gama de los instrumentos de expresión política funcionan, en parte, para desalienarlo, ante la visión de que gradualmente los espacios tradicionales del debate público han cedido a la fuerza de la política-espectáculo (al vacío de representatividad) que trata a los ciudadanos como meros consumidores pasivos (cf. Sartori), no como productores proactivos de su bienestar en democracia.1

En México, el artículo 39 de la Constitución de 1917 consigna que “la soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo. Todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste. El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno”, a pesar de que no muestra los dispositivos ni las maneras para ejercer su contenido, es, por lo mismo, base de todas las leyes de participación ciudadana en nuestro país, puesto que plantea la posibilidad de que los habitantes tomen decisiones en los ámbitos públicos y políticos que le competen. Es un postulado que tiene reminiscencias de los grandes pensamientos revolucionarios de avanzada y en boga en aquella época, tomados de la teoría marxista filtrados por el prisma de la izquierda latinoamericana.

Para las democracias consolidadas, la inclusión en el diseño legislativo, cada vez más frecuente, de las herramientas de participación ciudadana tiene orígenes o motivos heterogéneos. En Europa, por ejemplo, surgen del desencanto con las instituciones de la democracia representativa y la baja en las estadísticas de participación de los votantes en las elecciones periódicas; en América Latina se dan en virtud de la descentralización de las competencias de los gobiernos y de la incorporación de la izquierda radical al sistema de partidos políticos (y su subsecuente adopción del discurso democrático).2 También agregaría que responde a la distancia que existe entre los líderes políticos y las situaciones concretas de los ciudadanos.

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Sin embargo, la literatura disponible sobre la materia coincide en la necesidad de reconocer que las leyes que hacen posible la participación ciudadana son una consecuencia lógica de las democracias occidentales: necesariamente profundizan en las prácticas tradicionales, alternativas al voto electoral ejercido periódicamente y que propician que los ciudadanos formen parte activa de la gobernabilidad. También permiten combatir el clientelismo o las estrategias de cabildeo, poseen legitimidad mayor y son poderosas herramientas educativas3.

Aunque a priori parecería que tanto el modelo de la democracia participativa como el de la democracia directa4 circulan en sentido contrario y, mal entendidos ambos, se asumen muchas veces como prácticas incompatibles, sobre todo para los gobiernos cerrados, no lo son. Para algunos teóricos, la participación ciudadana es una innovación, una especie de evolución de los sistemas democráticos modernos. Para los más pesimistas, se trata de un síntoma de la grave decadencia de los modelos políticos monopolizados por los partidos políticos. Igualmente, los estudiosos se sienten seducidos por el potencial revolucionario que entrañan estas prácticas; para otros, la participación ciudadana erosiona el funcionamiento de las instituciones tradicionales5; también los hay que exponen los imperceptibles o pobres efectos de las leyes de participación ciudadana en México6, y que igualmente los ven como elementos de polarización. Sin embargo, bien señala Merino que “representación y participación forman un matrimonio indisoluble en el hogar de la democracia” 7, ya que participar requiere la forma básica de un criterio representativo democrático: los votos de los ciudadanos.

La participación ciudadana se estructura, principalmente, sobre la práctica de los mecanismos de la democracia directa, no a la inversa. Ambas expresiones no son equivalentes, más bien se refieren, por un lado, a una acción emanada de los ciudadanos y, por otro, en la forma en que se capta esta, las vías existentes para canalizar las decisiones de los gobernados, muchas veces influidas por las carencias que en sus entornos experimentan a diario. Hasta recientes fechas, los ciudadanos han sido facultados para impulsar directamente los instrumentos de la democracia directa, a pesar de que los asuntos capaces de ser abordados podrían resultar limitados, unido al hecho de que se deben cumplir un buen número de requisitos y, aún más, lidiar con el sucedáneo de que los resultados de dichas convocatorias son, según sea el caso, de carácter meramente consultivos u, en menor medida, obligatorios para las autoridades.

Los riesgos de abrir los canales participativos han conducido a que se contemplen candados o barreras en forma de requerimientos para activar los mecanismos de participación ciudadana, algunos virtualmente imposibles de cumplir para los interesados que surgen de la sociedad civil. Esto ha dejado a los gobernadores con la potestad casi exclusiva de convocar a plebiscitos y referéndums, con la probable consigna de poner a su disposición las facultades organizativas del Estado, a diferencia de la desorganización, falta de recursos y costos altísimos de una iniciativa surgida “desde abajo”, de personas que, tal vez, solo pueden invertir un poco de tiempo extra a estas actividades. Debe tenerse en cuenta que en la democracia directa es preferible hacer coincidir campañas “oficiales” y civiles, con el fin de poner a las órdenes de la ciudadanía el inmenso conglomerado de instituciones para difundir, recolectar e incidir en la población a consultar, independientemente de si la convocatoria ha sido activada por el Ejecutivo o los ciudadanos.

A pesar del hecho de que la desconfianza en la intervención del Estado o instituciones autónomas en los procesos participativos indique a priori una posible manipulación, hay indicios de que no necesariamente ocurre eso. Altman expone que los mecanismos de democracia directa convocados por el gobierno han logrado el 55.5% como tasa de aprobación, mientras que los accionados por los ciudadanos han conseguido un 56.2% en América Latina8, lo que demuestra, por un lado, la amplia capacidad de organización de la sociedad civil y, sobre todo, la complejidad que entrañan estos procesos de democracia directa que, por lo mismo, no son escenarios manipulables como se piensa generalmente. El punto flaco, aún con las estadísticas en mano, es que se hace urgente dotar de infraestructura material y humana a la población, para estimular e incrementar su participación, ya que las leyes actuales no contemplan los altos costos, los numerosos recursos humanos y de difusión que tienen que encarar los solicitantes. Uno tiende a preguntarse si los requisitos para utilizar los mecanismos de participación civil sirven más bien al Estado para desalentar a los animosos, o incluso si se concibieron como una opción estratégica de posicionamiento a merced de cúpulas, sindicatos, partidos políticos, gobiernos con poca credibilidad, con el afán de legitimarse en decisiones coyunturales o desfavorecer a otro rival público.

Ante la opinión social y los medios, se vio como un ejemplo de ello la solicitud de plebiscito presentada al entonces Consejo Estatal Electoral y de Participación Ciudadana del Estado de Sonora (CEE, ahora Instituto Estatal Electoral y de Participación Ciudadana del Estado de Sonora, IEE) por el ex gobernador de Sonora, Guillermo Padrés Elías, el 24 de enero del 2012, para que se evaluaran diversos programas oficiales (como Sonora SI, Transporte Escolar Gratuito, Uniformes Escolares Gratuitos, Eliminación de Cuotas Escolares y Modernización del Transporte). El plebiscito estaba programado, para ahorrar costos, el mismo día de las elecciones para la renovación de setenta y dos presidencias municipales y el Congreso del Estado. Algunos partidos políticos, inconformes, presentaron sus respectivas quejas que fueron resueltas por el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) de forma tajante: entre sus argumentos, el principal fue el que observaba en el hecho de hacer coincidir una consulta ciudadana, emanada “desde arriba”, del Ejecutivo, y una elección de Ayuntamientos y de los diputados del Congreso, como propaganda de Estado, la cual ponía en jaque el derecho constitucional de los demás partidos políticos de tener garantizado el principio de equidad en el proceso electoral.9

La democracia directa funciona recíprocamente y no se adscribe únicamente a la correlación vertical entre gobernantes y gobernados, sino que también se proyecta como un paradigma de transversalidad. También implica el análisis profesional de lo que se debe someter a consideración social; delimitar si se quiere votar por medidas “en paquete” que impliquen una periodo considerable de tiempo (o indefinido) o desmenuzar una política pública y presentarla a una elección de elementos “desarticulados”, en cuyo caso se ha de observar las paradojas o problemas que ello entrañaría.

También resulta pertinente separar lo que es la información de alta calidad que el IEE podría ofrecer y las estrategias que permitirían poner en movimiento las figuras de esta norma “desde abajo”: por un lado, el IEE está llamado, por supuesto, a divulgar los contenidos de la Ley de Participación Ciudadana del Estado de Sonora, pero igualmente a crear espacios que propicien la puesta en marcha de estos insumos disponibles desde mediados del 2011 (y cuya reforma del 2014 incluyó la inservible figura del “Legislador Joven”) e inéditos hasta ahora en nuestra entidad. La premisa más valiosa, corazón de toda planificación que en realidad esté interesada en incrementar la cultura participativa, debe tener en cuenta esta demarcación; de otra forma, se corre el riesgo de formar cívicamente a una sociedad pasiva y receptora de los principios que conforman sus derechos comunitarios, pero a la que no se le encamina hacia el ejercicio y producción de la democracia.

Y si bien es verdad que, como postula Ian Budge, “la ampliación moderna para votar las políticas de forma individual extiende la ‘necesaria conexión democrática’ entre las preferencias populares y las políticas públicas”10, en lugar de amenazar y socavar el sistema clásico de elección periódica de los representantes, también es cierto que el voto desinformado de una sociedad dividida o desarticulada, manipulada desde intereses nebulosos o contrarios al concepto de sociedad igualitaria, devendría en la peligrosa y clásica “tiranía de la mayoría” de la que hablaba Tocqueville, o en la no menos pesimista idea de Walter Lippmann sobre que una nación puede darse un gobierno libre, pero sin el espíritu de la libertad. En este extremo, el brexit, vía la consulta por referéndum, y la paz en Colombia, vía plebiscito, parecen contradecir la naturaleza de las prácticas de participación ciudadana, aunque, más bien, reflejan cierta relajación analítica en la aplicación de instrumentos complejos de intervención ciudadana.

Por Hugo Medina

Ilustración de Carlos Mal

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NOTAS

1 Giovanni Sartori, en su Homo Videns. La sociedad teledirigida, ahonda en este fenómeno de forma incisiva.

2 Yanina Welp y Uwe Serdült, “Revocatoria de mandato. Notas para el debate”, Tribuna Sonot, núm. 4, 2012, p185.

3 David Altman, “Plebiscitos, referendos e iniciativas populares en América Latina: ¿mecanismos de control político o políticamente controlados?”, Perfiles Latinoamericanos, núm. 35, 2010, p. 11.

4 Democracia representativa: “El pueblo no gobierna, pero elige representantes que lo gobiernen”; democracia directa: “Una forma de gobierno en donde el pueblo participa de manera continua en el ejercicio directo del poder”, Claudia Gamboa Montejano y María de la Luz García San Vicente, “Democracia directa: referéndum, plebiscito e iniciativa popular”, 2006, p. 4. Disponible en: http://www.diputados.gob.mx/sedia/sia/spi/SPI-ISS-26-07.pdf.2006.

5 Altman, op. cit., p. 11.

6 Víctor Alarcón Olguín, “Democracia directa. Los retos de México en perspectiva comparada”, p. 11, disponible en: http://www.te.gob.mx/ccje/IIIobservatorio/archivos/ponencia_victor.pdf

7 Mauricio Merino, La participación ciudadana en la democracia, 4ª. ed., México, Instituto Federal Electoral, 2001, p. 13.

8 Altman, op. cit., p. 24.

9 Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, Resoluciones SUP-JRC-24/2012 y SUP-JRC-25/2012, disponible en: http://portal.te.gob.mx/colecciones/sentencias/html/SUP/2012/JRC/SUP-JRC-00024-2012.htm.

10Ian Budge, “Direct and Representative Democracy: Are They Necessarily Opposed?”, 2005, disponible en: http://citeseerx.ist.psu.edu/viewdoc/download?doi=10.1.1.595.8532&rep=rep1&type=pdf.

Sobre el autor

Licenciado en Letras Hispánicas por la Universidad de Sonora y maestro en Letras Españolas por la UNAM. Ha obtenido, en diversas ocasiones, el premio del Concurso del Libro Sonorense en poesía, cuento, ensayo y novela.

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1 comentario

  1. …Hugo, bien por esta primera parte de tú análisis sobre la participación ciudadana, muy fundamentada con los teóricos de este tema…espero poder leer tus próximas dos versiones que lo complementan…para mi es muy importante lo relacionada con la Ley de Participación Ciudadana del Estado de Sonora; que, parece ser, nadie le quiere entrar a fondo y que más allá, le hace falta un Reglamento, pues en sí, tiene muchos candados para ser verdaderamente de «participación ciudadana»…reitero el buen manejo del tema y quedo en espera del resto…un abrazo

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