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De nuevo, Nietzsche: “Quien con monstruos lucha, cuídese de convertirse a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo un abismo, el abismo también mira dentro de ti”, escribió el filósofo. Y así, entre broma y en serio, La boda de Valentina (Marco Polo Constandse, 2018) pondrá, sobre manteles largos, varios asuntos muy nacionales en tono de comedia romántica. Bilingüe.
Aunque la propuesta apueste por la superficialidad y la defensa de “lo mexicano” y nuestro inevitable puente económico con Norteamérica.
Resulta que Valentina (Marymar Vega), en su exilio externo, ha construido una vida impecable junto a Jason Tate (Ryan Carson), su prometido noble, amoroso, gringo y millonario. En su exilio interno, Valentina huye de su estirpe, una dinastía política corrupta y chapulinesca, con toda la picaresca propia de quienes han hecho de la carrera electoral un maratón de poder y enriquecimiento: los Hidalgo.
Las burlas inician. Existe en nuestra cultura un refrán sobre el último año de gobierno, “el año de Hidalgo”: chingue a su madre el que deje algo.
Los excesos de Bernardo #lordlagrimita, el hermanito mirrey (Jesús Zavala), así como un desparpajado complot familiar, la obligarán a regresar a la CDMX para enfrentar a los suyos y a Ángel, su ex (Omar Chaparro), socio y cómplice del padre de Valentina. Macho alfa con el ego herido.
De esta manera, La boda de Valentina será un paseo por las nubes, porque respeta los nuevos paradigmas de producción que se consideran necesarios para alcanzar la calidad de exportación en el filme.
Tomas panorámicas de rascacielos en Ciudad de México, secuencias en restaurantes y sitios cinco estrellas, automóviles antiguos y el contraste con las tradiciones de patria urbana más reverenciadas, como las cantinas, el tequila, mariachis, la lucha libre y en medio de los dos, “mi madre, como un Dios”.
Las líneas argumentales en La boda de Valentina, si bien provocan la risa espontánea y hasta la carcajada, chocan entre sí. Y no por ser comedia, se escapan de ser señaladas.
Primero, la dinastía Hidalgo. Como candidato a Jefe de Gobierno de la CDMX, Demetrio (Christian Tappan) es un personaje caricaturesco indispensable, pero quién se lleva la película es Oralia (Sabine Moussier), su esposa buchona, jocosa, cínica y despreocupada.
En esta esquina, en el colmo de la impunidad, los Hidalgo. Ellos han instalado su residencia sobre las instalaciones del partido. El pago de renta, agua, luz y otros servicios va a cuenta del erario. Y en el bunker suceden incidentes hilarantes que incluyen la presencia de una matrona en skype desde la cárcel, como Elba Esther Gordillo.
Y en la otra, la oposición. Adrián Corcuera (Tony Dalton), contendiente rudo y oportunista, cuyo limitado lenguaje y sus ocurrencias discursivas son un guiño gracioso hacia Enrique Peña Nieto, sin duda.
El pegamento de la trama política lo pone Chumel Torres. Un popular comediante, célebre por sus irreverentes comentarios políticos. Nada más adecuado para mantener el tono de chunga en La boda de Valentina.
Sin embargo, más allá del bien y del mal, el triángulo amoroso que trazan Jason, Valentina y Ángel, será el argumento principal de esta producción en inglés perfecto. Open English.
Valentina y sus malas decisiones. Jason y su perplejidad ante el ruido, la parranda y la cruda. Y Ángel, coqueto, sabroso y simpático, como la salsa bandera, ¿quién se casará con Valentina? He ahí el quid del asunto. Eso sí, la corrupción será el aceite constante que mueve el motor de toda la cinta.
Ya hemos visto el problema de la doncella dividida entre dos mundos. Desde Enamorada (Emilio Fernández, 1946), hasta Todos queremos a alguien (Catalina Aguilar Mastretta, 2017), la dama deberá exorcizar sus demonios y tomará una decisión final.
Además, otro atributo de La boda de Valentina es su soundtrack.
La inclusión del tema “Fuego”, de Bomba Estéreo y la rolita romántica “Me haces tanto bien” encajan a la perfección para crear el ambiente caótico, amoroso y divertido en esta película. Sin embargo, será “El triste”, de José José, la pista para una de las mejores escenas de La boda de Valentina.
Si Pedro Infante le confiaba su corazón roto a José Alfredo, Ángel/Omar Chaparro hará lo mismo, pero con el sentimiento mayestático de El príncipe de la canción. A lágrima viva. Como debe ser. Como en 1970.
Todos son devorados por la corrupción. Ni Jason, Valentina ó Ángel escapan. El punto aquí parece ser que, si al menos, somos carismáticos y buena onda, lo demás es lo de menos.
Porque la corrupción es tan grande y global como el Tratado de Libre Comercio.
Y se vale jugar con monstruos, como los Hidalgo. Lo que no se vale es disculparlos. Menos ahora. Ni aunque sea en tono de comedia.
Por Horacio Vidal
Fotografía de Humberto Moya / El Universal
Marimar Vega filmando La boda de Valentina
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