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El doctor Joel Verdugo-Córdova se estrena en Crónica Sonora con un planteamiento teórico en torno a la historia de la fotografía.
Ciertamente, un honor para esta casa editorial.
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La fotografía irrumpe la cotidianidad del mundo moderno de principios del siglo XIX con una energía inaudita. La tecnología y el desarrollo parido por la revolución industrial, posibilita el adentrarse en el mundo de la máquina y generar una tal que encarnaría el mismo espejo de lo real existente.
De instantáneo, todo lo ocurrido en el mundo exterior podía reproducirse con tal exactitud y rapidez que la misma razón se ruboriza. Ahora, era posible ver el volar de los caballos y adentrarse en el mundo nunca visto de la célula; pero sobre todo, el invento producía huellas de hombres y mujeres prestos a inaugurar la inmortalidad en la placa argentada dejando infinidad de documentos en el sentido ensanchado que Kossoy le dispensa al término.
Pensar en la historia de la fotografía es contribuir a la construcción de una historia más de la Historia Contemporánea –Historia Reciente, Historia de lo Inmediato o Historia del Tiempo Presente, dicho esto último con las reservas que fija el citar un concepto relativamente nuevo- que en las últimas cinco décadas es motivo de renovado interés de estudiosos que ven en la fotografía una ventana para atisbar el pasado.
Emilio Lara López (S/F) argumenta la necesidad de hacer algunas distinciones al momento de tasar el término historia de la fotografía y señala las siguientes:
- Por fotohistoria se entiende la historia del hecho fotográfico, es decir, la invención y desarrollo de la técnica de impresionar imágenes a partir de la luz.
- Las fotografías presumen un compuesto documental extraordinario para el historiador, pues la conformación de un corpus fotográfico posibilita historiar a partir de un cúmulo de imágenes o documentos visuales, hoy por hoy, apenas explorados.
Por tanto, para poder utilizar la fotografía como documento para el estudio de la historia contemporánea, a decir de López Lara, es relevante que el investigador esté equipado con un aparejo doble: antes que nada, el conocimiento de la fotohistoria, pero también, el manejo de la fotografía como fuente documental; por lo que para el interesado en utilizarla como el azadón que permita la posibilidad de cosechar en tierra ignota, es de suma importancia enterarse de los avatares escritos por la propia fotohistoria. Es decir, el conocer el desenvolvimiento técnico desarrollado por la fotografía a través de la historia posibilita al investigador conocer, en alguna medida, la época en que éstas fueron realizadas.
De la misma manera, se debe poseer un conocimiento preclaro del contexto que contiene la imagen, valorando los diferentes discursos incluidos: históricos, culturales, económicos, sociales, estéticos, etcétera, así como tomar en cuenta la mirada del fotógrafo, autor y en última instancia del documento visual.
La historia de la fotografía empieza mucho tiempo antes de Niépce y Daguerre, con la invención de la cámara oscura a principios del siglo XI. No obstante, el filósofo griego Aristóteles afirmaba en el siglo IV a. C. que si se practicaba un pequeño orificio sobre la pared de una habitación oscura, un haz luminoso dibujaría sobre la pared opuesta la imagen invertida del exterior.
Más tarde se descubrió que poniendo en la ranura una lente de una distancia focal apropiada se lograba una imagen más nítida. Partiendo de este umbral, en los siglos XVII y XVIII empezaron a utilizarse como instrumentos de dibujo para reproducir edificios, paisajes, monumentos y otros.
Así pues, la historia de la fotografía –a mi entender- comienza con el descubrimiento de la cámara oscura y con la noción del modo para fijar con medios químicos la imagen óptica producida por la luz, siendo posible identificar cuando menos cuatro grandes acontecimientos -o puntos de inflexión- que agilizan su estudio: 1) el advenimiento del daguerrotipo, 2) la popularización de las tarjetas de visita, 3) la película de rollo y la cámara Kodak, y 4) la revolución digital.
Sin duda, la paternidad de la fotografía la disputan Daguerre y Niépce. La balanza parece inclinarse hacia Niépce cuando la literatura reconoce que fue él quien logró la primer fotografía debidamente dicha hacia 1826, pero el genio de Daguerre el pintor, veinte años más joven que Niépce, se aboga la fama y la fortuna al popularizar el invento, incluso, bautizándolo con su propio nombre: el daguerrotipo.
Para la obtención de un daguerrotipo se parte de una capa sensible de nitrato de plata extendida sobre una base de cobre. A partir de una exposición en la cámara el positivo se plasma en el mercurio. Finalmente, la imagen se fija tras sumergir la placa en una solución de cloruro sódico o tiosulfato sódico diluido. Cada placa es única y literalmente exhibida como una joya -Daguerre consigue el primer daguerrotipo en 1937-.
A finales del año 1840 se habían conseguido tres progresos técnicos en el daguerrotipo. En primer lugar se consiguió una lente hasta 22 veces más brillante. Además, se aumentó la sensibilidad de las placas ante la luz al ser recubiertas por sustancias halógenas (aceleradores o sustancias rápidas), con lo que el tiempo de exposición se redujo. Y por último, las placas se doraron para enriquecer los tonos.
Estos adelantos de la tecnología no resultaron baladíes. Posibilitaron los primeros documentos de guerra que generaron toda una revolución en el mundo de la información, ya que permitió el seguimiento de las Guerras de Crimea y de Secesión estadounidense.[1] También el auge del daguerrotipo corresponde a la puesta en escena de una clase social ascendente que descubrió en ella una patente de identidad: la burguesía.
La manía por la daguerrotipia inundó el planeta. A escasos cinco meses de la exhibición pública en la cámara de diputados francesa, el primer daguerrotipo hace su aparición en tierras mexicanas en diciembre de 1839, cuando desembarca en Veracruz la Corbeta “Flore” con al menos seis aparatos importados por los hermanos Leverguer y por el grabador mexicano de ascendencia francesa Jean François Prelier; este último hace demostraciones públicas en Veracruz y al año siguiente en la Ciudad de México. Apenas en septiembre de 1839 se tiene referencia del arribo del primer aparato en Nueva York, tal vez, el primer daguerrotipo en tierras del nuevo mundo. Ese mismo año, pero el 10 de noviembre, se toma el primer daguerrotipo en Barcelona (el edificio de la Lonja, en la plaza del Palau) y ocho días después otro en Madrid.
En los años siguientes se multiplicaron el número de aparatos, estudios y galerías. Extranjeros procedentes de Francia, Inglaterra y Estados Unidos, principalmente, son los primeros que se instalan en la Ciudad de México anunciando sus servicios por todos los medios disponibles y asombrando a una sociedad deseosa de reconocerse como tal y eternizar sus hazañas materiales.
También naturalistas, aventureros, arqueólogos, etnólogos, geólogos, utilizaron la fotografía para documentar sus descubrimientos del México bárbaro y desconocido: Desiré Charnay, C.B. Waite, Abel Briquet, León Dieguet, Teodoro Maler, Carl Lumholtz (quien retrató a yaquis y pimas a finales del siglo XIX), son apenas unos cuantos. En Sonora, la referencia más antigua de la llegada de las primeras máquinas señalan a dos daguerrotipistas trashumantes, el estadounidense J. B. Cameron, en los años 1850 y 1851, y al canadiense William Herman Rulofson hacia 1850 (Verdugo, 1997, p. 465).[2]
Poco después los adelantos de la técnica y la invención de otros soportes es posible la instalación de foto estudios en muchas de las ciudades importantes del mundo occidental, iniciándose también un auge inaudito en el consumo de imágenes fotográficas.
Si bien el daguerrotipo inició una forma relativamente eficaz de obtener imágenes permanentes a partir de la luz, muchas eran sus fallas que restaban la posibilidad de obtener un triunfo categórico en el quehacer cotidiano de las masas. El costo y tamaño del aparato, la complejidad técnica del proceso, los prolongados tiempos de exposición, pero sobre todo la imposibilidad de sacar copias, todo esto impulsó en otros inventores la necesidad de modificar el proceso e innovar la técnica para obtener innumerables copias a partir de una placa original. Así surge el calotipo[3] o talbotipo, medio que permite tener varias copias a partir de un negativo de papel. Este adelanto tecnológico adoquinó el camino triunfal de la fotografía e inauguró, lo que denomino, su primera etapa de masificación y consumo.
Para la década de 1850, otro adelanto tecnológico impulsó la incipiente modernización de la fotografía: las placas de cristal sensibilizadas con colodión.[4] Este procedimiento permitía tiempos de exposición definitivamente cortos (dos segundos), ofreciendo además una inigualable nitidez. Para finalizar esta década, el procedimiento denominado del colodión seco facilitaría la forma de hacer fotografías ya que aboliría el hecho de tener que sensibilizar las placas minutos antes de efectuar la toma, pudiendo almacenar los negativos durante tiempos prolongados y utilizarlos en el momento deseado.
Pero es en 1858, cuando se concibe una modalidad fotográfica que corona el primer boom de la fotografía en el gusto popular: las tarjetas de visita (del francés carte de visite). Emilio Lara López sostiene que en las tarjetas de visita destacaba su peculiar formato, 6 x 9 centímetros, obtenido a base de emplear una cámara dotada con seis, ocho o doce objetivos, pudiendo obtenerse hasta una docena de fotografías en cada toma, lo cual, unido a su bajo costo y facilidad de reproducción, motivó que las clases medias se subieran alegremente al carro fotográfico, popularizándose la fotografía quizá como manifestación artística y democratizándose la posesión y detentación de imágenes propias y de familiares y allegados. Si la aristocracia laica y eclesiástica había monopolizado el retrato pictórico, la burguesía, merced a la fotografía, habrá dado con la horma de su zapato, ya que respondía con creces a su ansiedad de hacerse con un medio barato y leal que multiplicara su imagen.
Otras de las ventajas que aportó las tarjetas de visita fue el nacimiento de los álbumes fotográficos, que, a decir de Lara López, consistían –y consisten- en coleccionar retratos de amigos y parientes vivos o ya fallecidos, de lugares visitados, de personalidades de las artes, el espectáculo y la política, conviviendo todas las imágenes en un mismo espacio, incrementando la sensación de memoria visual familiar o íntima, construyendo el efecto, al menos en el plano de la imagen, de una familia unida, si bien ya la creciente sociedad industrial empezaba a quebrantar.
Las tarjetas de visita resultaron ser uno de los fenómenos cotidianos del siglo XIX que la burguesía arropó para construir una identidad propia, rompiendo toda pretensión antigua y aristocrática, e inscribirse por fuero propio en el árbol genealógico en el que su estirpe era inaugurada por él mismo y su prestigio personal.
Las tarjetas de visita representan el primer boom de la fotografía en el consumo de las masas, apenas superado por el siguiente peldaño que lo constituye el invento de la película de rollo y la cámara Kodak.
Para que esto sucediera hubo de darse la consecución de emulsiones rápidas y soportes más manejables. En 1880 dos iniciativas fueron necesarias: una emulsión basada en gelatina y un soporte flexible que dio forma a los rollos de película que se empezaron a utilizar en lugar de vidrio. Estos hechos revolucionaron la fotografía al hacerla operable para millones de aficionados, el segundo boom en el consumo y masificación de imágenes fotográficas empezaba su emporio.
Según la Biblioteca sobre Fotografía de TIME-LIFE (“Los Inventores de la Fotografía”, traducido por Rafael Norma Méndez, S/F), la mayor parte del crédito de llevar la fotografía a millones de usuarios se debe a George Eastman, quien semejante a Daguerre, es decir, sin ser científico pero si con una imaginación sin límite, se apropió de un desarrollo clave y supo llevarlo a los confines inagotables del mercado.
Casi sin saber nada de química, pero con la impronta del pragmatismo mercantilista, Eastman tenía conciencia de que mientras la forma de tomar fotografías dependiera de pesados aparatos y procesos fotoquímicas engorrosos, el invento sería reclamado apenas por algunos y la mayoría de la gente quedaría relegada a un uso secundario en el consumo de las imágenes fotográficas. Entonces empezó a experimentar con su propia emulsión de gelatina para lograr una forma más sencilla de hacer fotografía, hasta concebir una máquina para producir placas secas masivamente.
Para 1880, Eastman forma su propia compañía y se propone revolucionar la práctica fotográfica al comercializar un aparato de fácil uso y una película sin arduas trabas fotoquímicas; es decir, inventó el equipo para fabricar la película sobre una base masiva. El resultado fue la película Americana de Eastman, un rollo de papel recubierto con una emulsión delgada de gelatina que propició la puesta en escena de una cámara de fácil manejo y al alcance de casi todo público. La cámara Kodak de rollo (introducida en junio de 1888) se convirtió en una sensación internacional de la noche a la mañana y convirtió a Eastman en hombre inmensamente rico.
Sin embargo, la paradoja y el destino ligaban la estrella de Eastman con la de Daguerre, y el fantasma de Joseph-Nicéphore Niépce reencarnaba ahora en la figura de un clérigo de New Jersey, llamado Aníbal Goodwyn, a quien se le atribuye la invención de la moderna película de rollo (en 1887), esa misma que hizo rico a Eastman: un plástico flexible transparente con una delgada emulsión, al igual que las películas modernas.
La célebre frase Usted oprime el botón, nosotros hacemos el resto, que la Eastman Kodak Company glorificó para coronar el segundo boom de la imagen fotográfica en el mundo, y la popularización en el teatro de la imagen de otro actor, el aficionado, encontró en el siglo XX el detonador tecnológico con la invención de mejores cámaras, objetivos más precisos y películas más y más eficientes. Por ejemplo, la aparición en el mercado de la primera cámara de 35 mm., la cámara Leica, toleró una avalancha de adelantos tecnológicos que ayudarían a masificar el consumo de imágenes fotográficas a lo largo del siglo XX nunca visto ni imaginado hasta entonces y entronizado en la edición y consumo de revistas donde la imagen fotográfica imponía el centro de la atención, como la revista Life, creada en 1936. Pero apenas en las últimas décadas del siglo pasado se apreciaba la tecnología suficiente para materializar lo que sería –y es– el tercer boom en el consumo y masificación de la imagen fotográfica, éste sin parangón ni competencia: la revolución digital.
Las tres últimas décadas del siglo XX y lo transcurrido del presente siglo, testigos fieles del brote logarítmico de los avances de la ciencia y la tecnología –materializados entre otras cosas en el auge de la informática y el internet-, han sido los ojos relatores de esos vertiginosos adelantos en el campo de la fotografía. La proliferación de computadoras personales (del anglicismo personal computer) u ordenadores y la invención del ciberespacio (espacio metafórico, espacio de comunicación, abierto por la interconexión mundial de las computadoras), han propuesto otras herramientas de comunicación acordes con esta tecnología, entre ellas, la cámara digital.
La primera cámara digital data de 1975 y fue creada por Kodak. Era para las cámaras digitales contemporáneas -por su tamaño, lentitud y poca resolución- lo que los primeros daguerrotipos a la esbelta, bella y manipulable Leica de 35 mm. La tecnología utilizada por las cámaras digitales se basa en la sustitución de la película por un chip sensible a la luz; es decir, las cámaras digitales tienen, digamos, una pequeña computadora y un escáner integrados que le permiten captar y almacenar imágenes para poder transferirlas o imprimirlas.
Sin embargo, es importante resaltar la impronta tecnológica de esta nueva forma de capturar fragmentos de la realidad, pues incorporan ventajas e inconvenientes ante la fotografía tradicional o también llamada analógica. Las principales ventajas redundan en la pronta disposición de las imágenes y la ausencia de engorrosos trámites de revelado e impresión; también la utilización de una computadora u ordenador provista con el software apto permite la visualización, corrección y transformación, es decir, la manipulación de las imágenes obtenidas a través del celular, la cámara o de un escáner. Además, podemos enviarlas por internet a cualquier parte del mundo casi en tiempo real, subirlas a la nube para su exposición (¿eterna?), a la par de archivarlas y almacenarlas en el ciberespacio.
Algunos de los inconvenientes tienen que ver con la calidad de la imagen: resolución, nitidez, aberraciones cromáticas, ruido, etcétera. Se dice que las cámaras analógicas con lentes óptimos y películas adecuadas tienen mejor calidad de imagen que las cámaras digitales. En principio es cierto, pero existen cámaras digitales con igual o mejor calidad de imagen, que por su elevado costo están reservadas a los llamados profesionales; es decir, vetadas al uso, digamos, popular. Para el asunto que pretendo resaltar, el tercer boom en el consumo y masificación de la imagen fotográfica, esto no es trascendente.
Lo que a mi entender importa es la fortaleza que tiene la fotografía digital de transferir la totalidad del proceso de producción de imágenes al lego. La tecnología ha propiciado la forma y el contenido de poner al alcance de la mano -y de la mirada- de cualquier mortal que pueda contar con una cámara digital y una computadora, el producir imágenes fotográficas y materializar lo que denomino la re-vuelta artesanal, es decir, el tener el absoluto control de todo el proceso de producción de la imagen fotográfica desde la concepción/producción hasta el consumo, incluyendo la distribución, ahora con la utilización de la internet.
Si en un principio había de confiar al docto, al dueño de un saber y de una máquina, la posibilidad de verse reflejado en una placa y soñar con la eternidad, hoy los avances tecnológicos proporcionan la simple complejidad del proceso de producción y consumo de imágenes a cualquiera. Con la fotografía digital, la distancia entre consumidor y productor de imágenes se achica al grado de casi desaparecer. Por lo tanto, tal vez no resulte exagerado afirmar que si el daguerrotipo democratizó el retrato, la revolución digital democratizó la misma práctica de producción de fotografías; es decir, democratizó al mismo proceso fotográfico y tal vez hasta la muerte del autor, si no habría que atender a Foncuberta y su manifiesto postfotográfico.
Este adelanto tecnológico tan al alcance de la mano produce un verdadero diluvio de fotografías que ahoga la vida cotidiana (cultural, social, política, estética, etcétera) de hombres y mujeres en todo el mundo, y abastece un conjunto de documentos que pueden ser utilizados para la investigación del presente y del pasado reciente desde las ciencias sociales.
Para concluir este texto, la reflexión de Emilio Luis Lara López (Óp. Cit. p. 15) me parece necesaria:
Cuando el historiador conoce las fases evolutivas de la fotografía, puede lanzarse a construir discursos históricos basados en estas fuentes visuales, porque la virtualidad de la fotografía reside en constituir un venero fontal apto para los contemporaneístas.
De la fotohistoria ha de pasarse a historiar con fotografías, para que éstas dejen de ser meramente la cenicienta de las publicaciones, un acompañamiento gráfico que aligera la densidad -o pesadez- del texto [escrito], pasando a convertirse en una coprotagonista de las fuentes del conocimiento. Queda mucho camino por recorrer, pero el viaje es prometedor.
Por Joel Verdugo-Córdova
[1] El primer daguerrotipo tomado en una guerra y que además constituye la base de la primera fotografía quirúrgica de una amputación, se tomó en el noreste de México, durante la guerra entre México y Estados Unidos (1846 y 1847). El autor del daguerrotipo, se desconoce el médico fue Pedro Vander Linden (Blanco y Bermúdez, 2004).
[2] “En Sonora, Rulofson estableció la primera galería [estudio] de fotografía permanente en el estado pero también ejercía su profesión en una carreta [jalada por bueyes] donde viajaba y cargaba su daguerrotipo con su socio John B. Cameron, tomando retratos de los mineros.” («Alfred C. Rulofson». Pacific Coast and Exposition Biographies. San Francisco, California: Chronicle Publishing. 1914. p. 319).
“Hubo en un tiempo en Sonora que una ciudad fue destruida por el fuego, pero el estudio móvil se salvó gracias a un equipo de bueyes [que jaló la carreta con todo el equipo fotográfico de Rulofson].” (COLUMBIA PHOTOGRAPHERS». Columbia Booksellers & Stationers. Retrieved 2008-01-15.)
[3] El calotipo es un método creado por William Fox Talbot (1800-1877), basado en un papel sensibilizado con nitrato de plata y ácido gálico que tras ser expuesto a la luz era posteriormente revelado con ambas sustancias químicas y fijado con hiposulfito. Este procedimiento producía una imagen en negativo que podía ser posteriormente positivada tantas veces como se deseara. El procedimiento fue patentado en el año 1841 en Inglaterra lo cual limitó sensiblemente su internacionalización, a diferencia de otros procedimientos.
[4] El Colodión húmedo es un procedimiento creado en el año 1851 por Gustave Le Gray, que fue el primero en indicar un procedimiento con este compuesto, consiguiendo imágenes mediante el revelado con sulfato de protóxido de hierro. Scott Archer publico ese mismo año, en Inglaterra, un estudio de tal agente que supuso un gran avance en el desarrollo de la fotografía. El método supone la utilización del colodión una especie de barniz que se aplica a las placas y sobre éste se extiende la emulsión química, así como una placa de cristal, superficie transparente y pulida, lo cual permite la obtención de imágenes nítidas en negativo o, incluso, positivo.
Excelente recuento de la trayectoria de la fotografía como invento, objeto y documento histórico. Que vengan más, Joel.