El regreso de Hugo Medina y el estreno de Alfonso Kirk
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Mientras la ciudad de Hermosillo se convierte en una suerte de Springfield a razón de los chuscos resultados dados por sus gobernantes, y en un amargo remedo de la Vice City de la saga de juegos del GTA, el fracaso de las políticas públicas se agudiza frente a la marcada indignación y crítica social ventilada en las redes. La política ha devenido en un gigantesco “meme” que es, al mismo tiempo, la burla y castigo de todos. Como telón de fondo, diario aparecen en mi ciudad cadáveres en la periferia, de hecho, muy cerca de donde vivo, allá por la salida a la Mina Nyco, un sitio deshabitado y desértico, ya se ha hecho un sitio habitual para botar cuerpos y que sirven para rellenar, al parecer, la sección policiaca de los diarios locales. Son hechos que no merecen declaraciones ni acciones especiales por parte de los encargados de la seguridad. Si fuera poco, la extensión de bulevar Solidaridad que va desde el bulevar Progreso al norte, saliendo a Nogales, a pesar de ser una obra “nueva” de modernización, y a pesar de que existe un programa de iluminación LED que nos ha costado un contrato idiota con una empresa particular, consentido por el exalcalde en fuga, no cuenta, desde hace unos 5 años, mínimo, con alumbrado público… bueno, sí hay infraestructura instalada, pero jamás ha funcionado. Doy gracias, en noches lluviosas, cuando ingreso a ese tramo repleto de baches, fugas de aguas negras, coladeras destapadas y guarniciones mal hechas e indetectables en curvas, los días enteros dedicados a jugar al Mario Kart del SNES.
¿Qué más le podemos sumar a esta fórmula de cómo gobernar mal? Pues, por lo bajo, hacer como que no existen los robos a hogares y el hurto de automóviles; hacerse el ciego ante la alza de macheteros acribillados por policías o ante los macheteros roba celulares y asalta-abarrotes; dejar ser a los de Tránsito especialistas en extorsión y en perseguir faltas administrativas intrascendentes; no prestar atención a un transporte público deficiente y peligroso para sus usuarios; permitir la instalación, como si de pizzerías se trataran, de casas de narcomenudeo. Análogamente, pero en sentido contrario, las autoridades manejan una agenda obstinada para el triunfo ante la percepción social: así, es menester priorizar la inauguración de paradas de autobuses de más de dos millones de pesos; subir el costo del agua como si el servicio prestado fuera de la misma calidad al de Suecia; arrestar a una empleada de una casa de empeño por recibir una Plasystation; tratar de censurar un documental sobre el derrame tóxico perpetrado por la minera Grupo México en el Río Sonora; intentar concebir un mecanismo para prohibir la proliferación de las fakes news en las redes sociales, y buscar la forma de truncar la carrera profesional del Wasapraka, un youtubero de San Luis Río Colorado.
No es raro que la transmisión de los capítulos finales de la obra de Akira Toriyama, Dragon Ball Super, se convirtiera en debate político nacional. Así es: algunos oportunistas candidatos y aspirantes a seguir viviendo en mera calidad de parásitos del erario público anunciaron la transmisión del mencionado anime para beneplácito de los fanes y agregados. Sin embargo, para echar abajo la fiesta, la mala copa Toei Animation anunció que no convalidaba ningún evento masivo de este tipo, ni mucho menos respaldaba a institución o partido político alguno. El asuntó escaló, según una carta expedida por el Consulado japonés y que estuvo circulando por Internet, a las altas esferas diplomáticas internacionales, casi casi se hacía una sesión especial del Gabinete de Seguridad de la ONU para tratar este asunto peliagudo entre México y el país del Sol Naciente, teniendo en mente aquella legendaria querella de los pasteles que terminó en guerra contra Francia.
A pesar de la prohibición, y en concordancia con la filosofía del YOLO por sobre los derechos de autor, la transmisión no solo se llevó a cabo en varias partes del mundo de forma multitudinaria, sino que el evento donde se definiría el destino de los universos 7 y 11 fue anunciado en antros, bares y restaurantes, como si fuera una pelea estelar del Canelo o Floyd Mayweather, un partido decisivo de la selección mexicana o un evento de la UFC. El éxito fue increíble, cuando en los noventa imaginar a Gokú llenando estadios, apareciendo como portada de los diarios, como reportaje en los noticieros o escuchar en boca de los políticos las palabras “Dragon Ball Zeta” (algunos se equivocaron, pues), “Dragon Ball Super”, “Kamehameha” o “Yiren” (“Jiren”) era un sueño húmedo exclusivo de otakus. La nostalgia siempre es un buen negocio que responde a la sencilla idea de que el pasado fue mejor, lo cual no es gratuito, puesto que se relaciona con un mecanismo arquetípico que deriva del concepto de la Edad Dorada o de la etapa anterior al tiempo, a la historia, a la imperfección del devenir, ese rollo platónico de la unidad con el todo que todo ser humano experimenta previo a su nacimiento.
No faltaron los opositores, los apósteles del buen actuar que tienen la creencia de que uno siempre debe estar en modo ideológico para sabotear a su niño interior, porque se supone que tener inocencia o preservar cierto grado de puerilidad está asociado con la estupidez. Pero la épica, que nació en el seno de una cultura tan ilustrada, culta y capaz como la griega, no tuvo su correspondiente en la isla japonesa, ni tampoco era hecha para niños, muy al contrario, sino para formar a estadistas y conquistadores. Lo más cercano que tuvo Japón a la épica literaria fueron el Ramayana y el Mahabarata que se colaron desde la India a través del budismo; aunque Dragon Ball está basada en la novela china Viaje al Oeste: las aventuras del Rey Mono, que data del siglo XVI. Fue más bien a finales del siglo XX cuando se retoman en Japón, a través del boom del manga, las nociones clásicas de la épica (que a su vez propició la tragedia) y los valores de sus héroes, que siempre reflejan la visión ética de una sociedad.
En el siglo XVII, en nuestra naciente lengua española, Don Quijote fue el personaje épico que deambulaba por un mundo antiépico, pero repleto de entusiastas de los libros de caballerías. Así es, estas aventuras de caballeros andantes que luchaban contra hordas de enemigos y gigantes eran el equivalente de los best seller y de los mangas: reyes, reinas, princesas, príncipes, nobles, aristócratas, campesinos, pescadores, labriegos, fonderos, criminales, etcétera, leían de forma grupal estas historias que se publicaban por capítulos o ciclos. A pesar de que las ediciones eran caras, existía un sistema de rentas de libros que garantizaba el acceso popular a este tipo de ficciones; además, la lectura en silencio e individual era un hábito incipiente, frente a las reuniones masivas para disfrutar de estas lecturas.
Asimismo, el héroe épico resultó atractivo porque es un paradigma que se entiende como una proyección psicológica de un catálogo de virtudes. Si bien es cierto que Gokú pertenece a los sayajín, una raza genéticamente predispuesta a la colonización de planetas a través del combate, logra trascender su destino para proteger a los suyos y, así, como un Heráclito con superpoderes, equilibrar el universo a través de la lucha. No solo eso: también es capaz, a través de la lid, de convertir a sus enemigos en aliados y en cierta forma humanizarlos, ya sean abominaciones genéticas, androides, demonios antiguos, alienígenas malvados, dioses de la destrucción, ángeles o el mismo demiurgo, Rey de Todas las Cosas.
En este tipo de épica, en especial en Dragon Ball, y en el género shonen, el villano transita en algún punto hacia la figura del antihéroe, un personaje que ha ganado protagonismo cada vez más en la literatura contemporánea. Así, Freezer, el llamado Emperador del Mal, en el Torne de Poder donde participan universos paralelos con sus mejores guerreros, y organizado por el Rey de Todas las Cosas para su “entretenimiento” (se verá que había una lección moral), hace equipo con otros personajes de las anteriores sagas para resguardar al Universo 7. Ante la potencia de Jiren, el luchador del Universo 11, el único obstáculo que queda por sortear, y tan irreal como ese tándem que se de dio en Hermosillo entre AMLO y Noam Chomsky, a Freezer no le queda más alternativa que asociarse con su eterno rival, Gokú. No solo eso: sino que termina por salvarlo en el momento más álgido de la acción. Como en toda redención, Freezer deja momentáneamente de lado toda pretensión personal e incluso está dispuesto a sacrificarse; a pesar de que se la ha prometido una recompensa, este villano no renuncia al combate y tampoco se refugia en su cobardía o en su carácter rapaz; al contrario, se muestra valiente y dispuesto a claudicar. Todos gritan su nombre ante lo que parece una derrota inminente, en algo impensable hace años atrás. Ello es lo que ejemplifica a la perfección la transición del villano a antihéreo en la épica moderna.
Jiren, el antagonista del Universo 11, representa la implacable voluntad de poder de Nietzsche; Gokú y sus aliados, en contraparte, creen fervientemente en que hacer el bien o el mal es una elección humana, a lo Rousseau. Con esto de fondo, se intuye que hay dos tipos de deseos que se pueden plantear a Super Shen Long: aquellos que son egoístas y los que ven por el bien común. Los primeros, condenan a los demás; mientras que los segundos salvan a los otros. En un país donde en el primer bimestre del año se han suscitado un total de 4 mil 937 homicidios dolosos, cifra 17.7% superior a los meses correspondientes del 2017, y mientras en Estados Unidos se discute sobre la regulación de las armas de fuego ante los tiroteos persistentes en sus escuelas, y allá en Corea del Norte el cielo es cruzado por misiles atómicos, es comprensible que ocupemos simbólicamente un poder resiliente parecido al de Gokú para revertir todo la mierda que nos aqueja.
Esta generación busca, como el Quijote, tildado de loco, por cierto, un modelo épico que no se encuentra en el mundo fangoso de la política, con personajes más parecidos a los villanos burdos que buscan el poder por el poder mismo, como un Jiren, pero con el coeficiente intelectual de un Ubú Roi. Incluso es inquietante pensar si la población está dispuesta a aclamar a una de estas desagradables figuras de la política si en un impulso nacido sabe Dios de dónde comenzara a mostrar resultados sociales y económicos efectivos, como un antihéroe, con tal de paliar las precarias situaciones en las que nos encontramos. ¿Será concebible eso en las convenciones y formas tan estrechas y anacrónicas de la política actual mexicana? Lo más seguro es que no. Por ello es que las ficciones épicas resultan tan exitosas, porque idealizan las virtudes e, incluso, fantasean con la redención de los que han tomado malas decisiones. Estamos, quizás, condenados a ser como el Quijote, leyendo como épica una realidad más dada a la sátira, al gore y a la tragicomedia.
Por Hugo Medina
Ilustración de Alfonso Kirk
Freezer, acuarela sobre papel, 10×20
Alfonso Kirk es licenciado en Artes Plásticas por la Universidad de Sonora