Marcos, Mateo y Juan afirman que junto a la cruz del Cristo estaba la Magdalena. Así, los evangelios han inspirado cientos de imágenes plasmadas por artistas de todos los tiempos: María, la de Magdala, junto a María, la madre de Jesús, llorando por el redentor que agoniza.
María Magdalena (Garth Davis, 2018) elabora entonces una propuesta casi documental, con un principio lleno de promesas – inicia con un ingrávido cuerpo de mujer en el mar como metáfora de la caída y el bautismo-, con tropiezos a medio camino y un desenlace, por decirlo con todas las letras, revelador.
Por los siglos de los siglos, desde la edad media, la cultura popular replicó la propaganda del papa Gregorio Magno que describió a María Magdalena como prostituta, o en el mejor de los casos, como pecadora arrepentida de quien se han expulsado “siete demonios”.
Lo de los siete demonios sí aparece en las escrituras. Está en Lucas y está en esta película. Pero eso no significa que la Magdalena fuera puta. Ya se verá en la cinta de qué se trata.
La reivindicación católica de 2016 ha precipitado el filme. La figura de María Magdalena adquiere una dimensión diferente, lejos de aquella leyenda negra aún aferrada en el imaginario occidental.
El apartado visual es impactante. Una fotografía naturalista, de sol a sol y cirios nocturnos, logra recrear el ambiente de los primeros siglos; vestuario y locaciones levantan la película, sin duda. Y el soundtrack, escrito por Johann Johannson, resulta un aceptable testamento musical.
Además, hay una secuencia prodigiosa donde María Magdalena, partera, logra un alumbramiento sereno, against all odds. La sororidad – esa nueva fraternidad entre mujeres – aparece diáfana, primigenia y poderosa.
Sin embargo, nada es suficiente y es muy seguro que para algunos espectadores María Magdalena cometerá el pecado del aburrimiento.
Una lástima, pues la película se queda a un paso de ser grande.
Magdala es pueblo de pescadores. María (una bellísima Rooney Mara) es una joven de quien se espera sumisión y compromiso frente a las tradiciones familiares. Sin embargo, al negarse a sí misma y conocer a Jesús de Nazaret (Joaquin Phoenix), decide entregarse para convertirse en su discípula.
María de Magdala es independiente, rebelde y testaruda. Su llamado a la espiritualidad la ostenta como adelantada a su tiempo, sin caer en el cliché que la frasecilla representa. La clave del feminismo aparece en toda la película.
María Magdalena participa de la actual tendencia de relectura histórica a partir de identidades de género. En este relato la Magdalena se vuelve ejemplo para el resto de sus contemporáneas, interpreta con inteligencia y sensibilidad la palabra del mesías, participa de la última cena, se enfrenta a un antipático, celoso y patriarcal Pedro (Chiwetel Ejiofor) y es confidente de Judas Iscariote (Tahar Rahim), fundamentalista e ingenuo, un inocente que no parece muy consciente del poder de sus colmillos.
Sin dejar de ser testigo de la pasión del Cristo y ser la primera en verlo resucitado, según las escrituras.
¿Cuál es el problema con María Magdalena? Su encuentro con Jesús y la parte conocida de la historia más grande jamás contada. Simple y sencillo. Nadie se atreve a proponer algo diferente al dogma. Una burbuja de aburrimiento se cierne sobre la película. Es un viacrucis.
Se esperaba más de la actuación de Joaquin Phoenix como Jesucristo. Su aspecto es más cercano al pantocrátor bizantino – el Cristo que daba miedo -, pero sus dudas y contradicciones no van más allá de las que mostró con un espíritu más “revolucionario” Ted Neeley en Jesucristo Superestrella (Norman Jewison, 1973).
Y por supuesto, se queda muy lejos de Willem Dafoe en La última tentación de Cristo (Martin Scorsese, 1988).
A medida que la relación entre Jesucristo y María Magdalena se presenta, el papel de la mujer se diluye. Se comprende, pero no se justifica.
Además hay otro aspecto que debemos considerar. La censura ha disminuido. Desde Benedicto XVI los católicos hemos sido instruidos con una mayor tolerancia a las manifestaciones artísticas que cuestionan o critican nuestra fe: las expresiones contra películas y otros trabajos ya no son motivo de escándalo. Ya era hora, ¡gracias a Dios!
Cintas como El evangelio según San Mateo (Pier Paolo Passolini, 1964), Yo te saludo, María (Jan Luc Goddard, 1985), y por supuesto La última tentación de Cristo, reclaman nuestra visitación para comprender la trascendencia del cristianismo en occidente.
El arte nunca dejará de ser divino.
Por Horacio Vidal