Desde la perspectiva europea el grupo de islas a la mitad del océano Pacífico conocidas como Islas Marianas entró muy temprano a los relatos viajeros y las cartas de navegación. En 1521 las corrientes marinas y los vientos llevaron hasta sus costas la nave de Magallanes que realizaba la primera expedición para circunnavegar el globo. Tras encontrar la salida al laberíntico estrecho que lleva su nombre la expedición navegó por el océano Pacífico durante tres meses sin alcanzar tierra, agotando sus provisiones y enfrentándose a los estragos del escorbuto por la carencia de alimentos frescos y vitamina C.

 

Antonio Pigafetta, cronista de la expedición relata así estos comunes estragos de las largas navegaciones de la época:

 

Miércoles 28 de noviembre (1521), desembocamos por el Estrecho para entrar en el gran mar, al que dimos en seguida el nombre de Pacífico, y en el cual navegamos durante el espacio de tres meses y veinte  días,  sin  probar  ni  un  alimento  fresco.  El bizcocho  que  comíamos  ya  no  era  pan,  sino  un polvo mezclado de gusanos que habían devorado toda su sustancia, y que además tenía un hedor insoportable por hallarse impregnado de orines de rata. El agua que nos veíamos obligados a beber estaba  igualmente  podrida  y  hedionda.  Para  no morirnos de hambre, nos vimos aun obligados  a comer pedazos de cuero de vaca con que se había forrado  la  gran  verga  para  evitar  que  la  madera destruyera  las  cuerdas.  Este  cuero,  siempre expuesto al agua, al sol y a los vientos, estaba tan duro que era necesario sumergirlo durante cuatro o cinco días en el mar para ablandarlo un poco; para comerlo lo poníamos en seguida sobre las brasas. A menudo aun estábamos reducidos a alimentarnos de serrín, y hasta las ratas, tan repelentes para el hombre,  habían  llegado  a  ser  un  alimento  tan delicado que se pagaba  medio  ducado por  cada una.

 

Sin  embargo,  esto  no  era  todo.  Nuestra mayor  desgracia  era  vernos  atacados  de  una especie  de  enfermedad  que  hacía  hincharse  las encías hasta el extremo de sobrepasar los  dientes en ambas mandíbulas, haciendo que los enfermos no  pudiesen  tomar  ningún  alimento.  De  éstos murieron diecinueve y entre ellos el gigante patagón y  un  brasilero  que  conducíamos  con  nosotros. Además  de  los  muertos,  teníamos  veinticinco marineros  enfermos  que  sufrían  dolores  en  los brazos, en las piernas y en algunas otras partes del cuerpo, pero que al fin sanaron. Por lo que toca a mí,  no  puedo  agradecer  bastante  a  Dios  que durante este tiempo y en medio de tantos enfermos no haya experimentado la menor dolencia”.[1]

 

En estas terribles condiciones arriban a las islas después conocidas como Marianas provocando el primer enfrentamiento entre europeos y nativos.

 

El  6  de  marzo,  que  era  miércoles, descubrimos hacia el noroeste una pequeña isla, y en seguida dos más al sudoeste. La primera era más elevada y más grande que las dos últimas. Quiso el comandante en jefe detenerse en la más grande  para  tomar  refrescos  y  provisiones;  pero esto no nos fue posible porque los isleños venían a bordo y se robaban ya una cosa ya otra, sin que nos fuese posible evitarlo. Pretendían obligarnos a bajar  las  velas  y  a  que  nos  fuésemos  a  tierra, habiendo  tenido  aun  la  habilidad  de  llevarse  el esquife que estaba amarrado a popa, por lo cual el capitán, irritado, bajó a tierra con cuarenta hombres armados,  quemó  cuarenta  o  cincuenta  casas  y muchas  de  sus  embarcaciones  y  les  mató  siete hombres. De esta manera recobró el esquife, pero no juzgó oportuno detenerse en esta isla después de todos estos actos de hostilidad. Continuamos, pues, nuestra ruta en la misma dirección. [2]

 

A pesar de lo breve y violento de este primer contacto Pigafetta describe con bastante detalle la cultura de los habitantes de estas islas que bautizarían con el nombre de Islas de los Ladrones:

 

Al tiempo de bajar a tierra para castigar a los isleños, nuestros enfermos nos pidieron que si alguno de los habitantes era muerto, les llevásemos los  intestinos,  porque  estaban  persuadidos  que comiéndoselos habían de sanar en poco tiempo. Cuando los nuestros herían a los isleños con flechas de modo que los pasaban de parte a parte,  estos desgraciados  trataban  de  sacárselas del cuerpo, ya por un extremo ya por el otro; las miraban  en  seguida  con  sorpresa,  muriendo  a menudo de la herida: lo que no dejaba de darnos lástima. Sin embargo, cuando nos vieron partir, nos siguieron con más de cien canoas, y nos mostraban pescado,  como  si  quisieran  vendérnoslo;  mas, cuando  se  hallaban  cerca  de  nosotros,  nos lanzaban piedras y en seguida huían. Pasamos por medio  de  ellos  a  velas  desplegadas,  aunque supieron  evitar  con  habilidad  el  choque  de  las naves. Vimos también en sus canoas mujeres que lloraban  y  se  arrancaban  los  cabellos, probablemente  porque  habíamos  muerto  a  sus maridos.

 

Estos  pueblos  no  conocían  ley  alguna, siguiendo  sólo  su  propia  voluntad;  no  hay  entre ellos  ni  rey  ni  jefe;  no  adoran  nada;  andan desnudos;  algunos  llevan  una  barba  larga  y cabellos negros atados sobre la frente y que les descienden  hasta  la  cintura.  Usan  también pequeños sombreros de palma. Son grandes y bien hechos;  su  tez  es  de  un  color  oliváceo, habiéndosenos dicho que nacían blancos, pero que con la edad cambiaban de color. Poseen el arte de pintarse los dientes de rojo y negro, lo que pasa entre  ellos  por  una  belleza.  Las  mujeres  son hermosas,  de  buen  talle  y  más  blancas  que  los hombres; tienen los cabellos muy negros, lisos, que les llegan hasta el suelo; andan desnudas como los hombres, salvo que se cubren sus partes genitales con un angosto pedazo de género, o más bien de una corteza, delgada como papel, que fabrican de las fibras de la palma. Sólo trabajan en sus casas en la confección de esteras y cestas de hojas de palma  y  de  otras  labores  semejantes  del  uso doméstico.  Hombres  y  mujeres  se  untan  los cabellos y todo el cuerpo con aceite de cocos y de seselí.

 

Aliméntase  este  pueblo  de  aves,  peces voladores, patatas, de una especie de higos de un medio pie de largo, de la caña de azúcar y de otras frutas  semejantes.  Sus  casas  son  de  madera, techadas  con  hojas  de  plátanos,  y  con departamentos  bastante  aseados,  provistos  de ventanas, y de lechos muy blandos que hacen de esteras de palma muy finas y extienden sobre la paja amontonada. No tienen más armas que lanzas cuya punta está provista de un aguzado hueso de pescado. Los habitantes de estas islas son pobres, pero muy diestros y sobre todo hábiles ladrones, con cuyo nombre los designamos. Sus diversiones consisten en pasearse con sus mujeres en canoas semejantes a las góndolas de  Fusino,  cerca  de  Venecia,  pero  son  más angostas y pintadas de negro, blanco o rojo. La vela la forman hojas de palma cosidas entre sí en forma de latina; está siempre colocada de un lado, y en el opuesto, para dar equilibrio a la vela y al mismo tiempo para contrapesar la canoa, atan un grueso poste puntiagudo con palos atravesados de cuya manera navegan sin peligro. El timón se asemeja a una pala de panadero, esto es, a una vara a cuyo extremo está atada una tabla. No hacen diferencia entre la proa y la popa, por cuya razón tienen un timón a cada extremo. Son buenos nadadores y no temen aventurarse en alta mar, como delfines. 

 

Manifestáronse  tan  sorprendidos  y admirados de vernos, que llegamos a creer que no habían conocido hasta entonces más hombres que los habitantes de sus islas.[3]

 

El viaje de Magallanes forma parte del esfuerzo español de llegar a las Islas de la  Especiería navegando hacia el poniente, una vez que los compromisos adquiridos con Portugal en el Tratado de Tordesillas le cerraba la navegación hacia el oriente, con lo que inicia lo que se ha llamado la “Occidentalización de las Islas del Poniente» como si fueran una extensión transpacífica de las Indias Occidentales donde la presencia española se afianzaba cada vez más.

 

España no tuvo otro remedio que tratar de llegar a la Especiería por el Pacífico, ya que el camino por el Cabo de Buena Esperanza le había sido vedado por el Tratado de Tordesillas.  Las mismas condiciones gobernaban sus intentos de gobernar y comerciar con las Filipinas, a partir del establecimiento de su colonia ahí en 1565. Por lo tanto, las Islas Filipinas llegaron a formar parte del Virreinato de la Nueva España, y su único lazo comercial legítimo con la madre patria era el galeón que hacía cada año la travesía entre Manila y Acapulco.[4]

 

Sebastián Elcano moriría en una segunda expedición organizada en 1525 que llegó a las Marianas (o Ladrones) en agosto de 1526 con una tripulación atribulada por el escorbuto y se encontró con Gonzalo de Vigo, un sobreviviente de la expedición de Magallanes que había desertado para atravesar de regreso el Pacífico buscando llegar a Darién, después de hacer aguada y recuperar a los enfermos la expedición llegó a las Molucas al iniciar 1527 donde se enfrentaron a los portugueses sin éxito y fueron finalmente deportados a Lisboa vía Goa.

 

En 1564 la Corona Española decidió establecer un asentamiento permanente en Las Islas del Oeste ya para entonces conocidas como Filipinas, como una forma de acceder al comercio de Asia una vez que los portugueses les ganaran la mano sobre las Molucas o Islas de la Especiería tanto militar como diplomáticamente.

 

La expedición al mando de Miguel López de Legazpi tomó posesión de las islas Marianas a nombre de la Corona Española en enero de 1565, ese mismo año el franciscano Andrés de Urdaneta logró descubrir la ruta del tornaviaje, llegando a Acapulco hace 450 años, el 8 de octubre de 1565, descubrimiento que permitiría establecer un tráfico regular con las Filipinas en el cual España podía acceder a los productos asiáticos en un largo recorrido transpacífico con escala en la Nueva España.

 

El galeón de Manila como se conoce a las naves que hacían el recorrido Manila-Acapulco pasaban entre las islas y paraban apenas el tiempo suficiente para cambiar pedazos de hierro o cobre por agua y alimentos frescos. La ruta de retorno pasaba muy al norte de las islas como para hacer contacto con los isleños.

 

Al menos tres navíos encallaron en las islas, dejando náufragos que eran recogidos dos años después en el siguiente viaje del galeón o se quedaban en las islas de manera permanente. En 1662 Diego Luis de Sanvítores, jesuita español, bajó a las islas rumbo a Filipinas y prometió volver para establecer una misión permanente.

 

No fue sino hasta seis años después, en 1668, que el padre Sanvítores regresaría con un grupo de jesuitas y auxiliares novohispanos y filipinos para iniciar la misión en las islas que había rebautizado como Islas Marianas en honor a la regente Mariana de Austria y a la virgen María.

 

La Positio para la Beatificación recoge una carta del Hermano Jesuita Palazuelos, uno de los que acompañaban al P. Sanvítores, que por el interés en los detalles que cuenta es de gran aprecio: “Así que los indios de las islas de los Ladrones vieron la nao en la que iban el P. Sanvítores, salieron en embarcaciones que eran como canoas y llegaron a la nao, les dijo el P. Sanvítores en su lengua que venía con los demás Padres para quedarse con ellos; y les descubrió la prodigiosa imagen de Nuestra Señora de Guadalupe de México, la cual vista por los gentiles con notable gusto y reverencia, cogieron en hombros al Padre y a los demás Padres, los entraron en la isla de Guam donde luego les hizo una plática el P. Sanvítores… oyendo las cosas de nuestra fe, pidieron 1500 el santo bautismo[5]

 

Los jesuitas y sus auxiliares fueron bien recibidos por el cacique local de Agaña quien les cedió un pedazo de terreno para establecer la misión cuyas actividades aprobaba. Los misioneros trataron de seguir el método tantas veces probado en América de concentrar una población dispersa alrededor de la misión y educar a los lugareños en la doctrina cristiana e iniciar una nueva manera de relacionarse entre ellos, con los recién llegados y con la naturaleza.

 

A los pocos meses de empezado el esfuerzo misionero los jesuitas ya estaban preocupados por los rumores de rebelión, y cuando el siguiente galeón pasó por la isla solicitaron refuerzos al capitán general de Filipinas que iba a bordo y recibieron seis soldados con armas y municiones además del socorro de semillas, útiles, alimentos y herramientas.

 

En 1670 no hubo galeón y en 1671 los colonos construyeron una estacada alrededor de la misión aunque estas estructuras fueron arrasadas por un tifón en septiembre de ese año.

 

Sin embargo los marianos no se mostraban tan dóciles como habían parecido en los primeros contactos comerciales y en las breves visitas de los religiosos como el mismo Sanvítores en la escala en el viaje de Acapulco a Manila.

 

La supuesta docilidad de los nativos había sido una ilusión. Ni aquellas islas eran las legendarias Ofir y Tarsis ni los marianos vivían en la Edad de Oro de los antiguos. Esa imagen de una Arcadia idílica, si alguna vez existió en la mente de San Vítores, fue sustituida por visión pesimista de maldad y violencia. El universalismo religioso de los jesuitas, basado en el deber moral de iluminar al inocente y castigar al apóstata, acabó considerando a los habitantes de las Marianas como cristianos potenciales pero que había que doblegar.[6]

 

Luis de Medina, quien misionaba en Saipán al norte de Guam fue alanceado junto con su asistente filipino Hipólito de la Cruz el 29 de enero de 1670. Los nativos acusaban al padre Medina de diseminar enfermedades con el agua bendita y de robarse los cráneos de los ancestros que los chamorros guardaban en sus chozas. El 24 de abril de ese año el capitán Juan de Santa Cruz salió de Guam a Saipán para recuperar los restos de los misioneros y capturar a los asesinos, que murieron al tratar de escapar de sus captores.  En los siguientes años, hasta la rebelión general de 1684, 38 miembros de la misión (incluyendo 9 filipinos) murieron a manos de los chamorros.[7]

 

El caso más notable y difundido posteriormente fue el de Diego Luis de Sanvitores:

 

El momento se le presentó al jefe nativo llamado Hirao, cuando el P. Sanvítores  se presentó en su casa para bautizar a una niña recién nacida hija de Hirao y de una nativa  con la que convivía. Hirao, cristiano renegado, se burla del Padre y en tono burlesco le pide que en vez de bautizar a su hija bautice a una de las calaveras que había allí. Sanvítores aprovechando un descuido del cacique bautiza a la niña, que estaba en peligro de muerte. Hirao monta en cólera, empuja al Padre y lo derriba; en ese momento aparece otro jefecillo llamado Matapang a quien Hirao pide que mate al Padre y si no lo hace es porque es un cobarde; tocado Matapang en su honor, abre la cabeza del P. sanvítores con su catana y Sanvítores muere. Asustados ambos por lo que han hecho, quieren hacer desaparecer el cuerpo y lo echan al mar. El cuerpo salía a la superficie de las aguas en varios intentos por hundirlo. Por fin, asustados por lo que creen ser un prodigio, le atan gruesas piedras y el cuerpo del P. Sanvítores se sumerge para siempre. Era el día 2 de abril de 1672.[8]

 

Los jesuitas no solo exigían alimentos y trabajo para sus cultivos y construcciones, también trataban de prohibir la poligamia de los casados y la promiscuidad de los solteros, imponían nuevas formas de relacionarse con los muertos, que antes eran enterrados en el suelo de las casas comunales y ahora eran alejados a los cementerios o al interior de las nuevas iglesias.

 

El paso del tifón en 1671 fue visto por los makhanas o kahkanas como un signo de la maldad de los misioneros y la necesidad de regresar al modo de vida tradicional, donde los notables concentraban el mana o poder mágico mediante el uso de amuletos y la práctica de rituales específicos, entre los que al principio se integraron los ritos y amuletos cristianos pero se resintieron al ver que los jesuitas daban rosarios y querían bautizar y adoctrinar a todos por igual.[9]

 

Para 1674 los jesuitas y sus aliados estaban prácticamente confinados a la estacada de la misión, pero aunque las solicitudes databan desde cinco años antes en el galeón de ese año llegó un contingente militar importante que cambiaría la suerte no solo de la rebelión sino la relación entre los mismos españoles.

 

La llegada de nuevos contingentes materiales y humanos fue aprovechada para castigar a los sediciosos. El 26 de julio de 1674, el capitán y sargento mayor del presidio, don Damián de Esplana (1674-76), un veterano criollo de las guerras de Chile,147 acompañado del padre Alonso López, tomó a su cargo un escuadrón compuesto de 30 soldados que acababan de llegar a las islas y quemó diversas rancherías hasta llegar al pueblo de Chuchugu, «que estaba situado en lo alto de una montaña», estableciendo alianzas con algunos indios principales, como don Diego Aguarin (o Agua’lin), con los que consiguió extender su radio de acción y construir pequeñas iglesias y escuelas en los pueblos de Francisco Javier de Ritidian, San Miguel de Tarragi y Tupungan.[10]

 

Pero el capitán Esplana no venía solo  a proteger el trabajo misionero, ni estaba dispuesto a ponerse con sus hombres a las órdenes de los misioneros, la fundación de dos colegios internados junto al presidio, uno de niños y otro de niñas vino a ofrecer nuevas ocasiones de escándalo ya que los soldados entraban al dormitorio de niñas y seducían o violaban a las alumnas a pesar de los intentos de protección de los jesuitas.

 

Los marianos, señala Alexandre Coello, eran generalmente monógamos con un sistema de parentesco matriarcal, donde las mujeres jugaban un papel importante en la transmisión de la propiedad y las prácticas culturales, pero los jóvenes solteros vivían separados y tenían un sistema de prostitución institucionalizada que horrorizaba a los jesuitas.

 

El colegio de niñas, que sacaba a las jóvenes de sus familias y comunidades, era percibido como un pesado tributo por los marianos a cambio del acceso a nuevos cultivos, una nueva religión y algunas piezas de tecnología.

 

Para ellos no había ninguna duda: los padres eran los devoradores de las almas (anitis) de sus abuelos. Ahora, pensaban, los más pequeños eran su objetivo. Por esta razón, el 9 de diciembre de 1675 varios marianos asaltaron y mataron al hermano Pedro Díaz, que hablaba muy bien su lengua, junto con los auxiliares –y probablemente soldados– Ildefonso de León y Nicolás de Espinosa, quienes desde finales de 1673 se encargaban de su educación en el pueblo de Ritidian.[11]

 

La lista de jesuitas martirizados en las Marianas crecía año con año, y además de los mencionados Medina, Sanvítores y Pedro Díaz, Francisco Ezquerra murió en 1674,  en 1676 murió de porrazos en la cabeza el siciliano Antonio María de San Basilio, en 1676 el andaluz Sebastián de Monroy fue martirizado a lanzadas y machetazos en una emboscada donde también murieron los siete soldados que debían prestarle protección. Al parecer uno de los soldados quería casarse con una joven recién bautizada. Y las descripciones de los jesuitas pasaron del tópico del buen salvaje al del hombre-bestia equiparado con la naturaleza hostil que habitaba.

 

Pero la explicación es otra bien distinta. Los religiosos no consintieron las relaciones prematrimoniales  de  los  marianos,  basadas  en  un  matrimonio  «de prueba» de los jóvenes urritaos, ni tampoco entendieron los aspectos económicos que conllevaba la unión matrimonial, como las prestaciones de trabajo que el pretendiente debía realizar para la familia de la novia durante cierto tiempo, así como el intercambio de regalos (chenchuli). No hubo dote matrimonial, y en su lugar, los españoles impusieron nuevas reglas basadas en el sacramento del matrimonio. Podría decirse, recordando las palabras de Claude Levi-Strauss, que aquella transacción fracasada acabó provocando una guerra entre las dos partes. Y así fue. Una milicia de soldados, liderados por el nuevo gobernador Francisco Irisarri y Vivar (1676-78), hizo entrada en la región, quemando casas y ahorcando al padre de la «novia». La aplicación del terror combinado con el asesinato indiscriminado de personas obligó a Monroy y a sus hombres a abandonar la isla, perseguidos por aquellos «bárbaros fronterizos».[12]

 

Paralelamente a estas vísperas sicilianas, quinientos marianos sitiaron la misión en Agaña, aunque la superioridad del armamento español les permitió levantar el sitio y perseguir a los sitiadores. Una nueva estacada se erigió sobre el predio de la misión y el nuevo gobernador Francisco de Irisarri se sintió justificado para hacer la “guerra justa” con los 74 soldados que habían desembarcado en el último galeón profundizando la violencia sobre los chamorros.

 

Pero lo cierto es que los misioneros necesitaban estos «bárbaros» para justificar su presencia en las islas. Representaban la cara oculta de una realidad –la del «indio bueno y leal»– que todavía no había recibido la luz del evangelio. Ello no representaba una contradicción, sino que constituía una parte inherente al discurso martirial. Un triunfo del bien sobre el mal que legalizó la posesión española de las Marianas al haber sido «regada con la sangre de sus mártires».[13]

 

Los “indios buenos” que aceptan el evangelio justifican la presencia jesuita tanto como los “indios bárbaros” que riegan la sangre de los mártires y justifican la presencia militar en la defensa de la labor evangélica por el brazo secular generando una espiral de violencia bien conocida a los estudiosos de las regiones de frontera.

 

Las reliquias de los mártires de las marianas se difundieron en el orbe jesuítico y ya en 1675 el superior de las misiones proponía al provincial de Filipinas la promoción del culto de los Mártires de las Marianas.

 

Las cartas y hagiografías alimentaban estas nuevas devociones, Sanvítores escribió una vida del Padre Medina, y poco después de su propia muerte se escribía La Vida del Invicto Soldado de Cristo, el Venerable Padre Diego Luis de Sanvítores y un Compendio de Virtudes, además de publicarse en 1683 jesuita Francisco García, publicó un grueso volumen dividido en cinco libros con la vida y trabajos apostólicos y martirio del Padre Diego Luís de Sanvítores. Que circuló junto con los relatos de martirios y misiones inflamando la imaginación en universidades, cofradías y colegios por toda Europa.

 

Estos ejemplos servirán para encender la piedad de los misioneros, algunos de los cuales ya trabajaban en la Nueva España, como vemos en esta carta que dirige al Provincial Thomas Altamirano el padre Nicolás de Prado desde Santa Teresa el 21 de mayo de 1678:

 

Dos tengo escrito a VR suplicándole con todo rendimiento y eficacia el que VR en execucion del gusto de No. P. Gl. Me de licencia para aviarme desde luego para Mexico a fin de que yo me halle aya a tiempo de poder pasar a Marianas con la Nao que de Filipinas viniere el año venturo y se bolbera en todo el mes de marzo de 1679. Ya escrivi largo de todo esso a VR y assi no quiero enfadarle mas; y confio en dios que cuando esta llegue a VR, no solo havra vissto las que escrivi a VR sino que ya me haya embiado la licencia que desseo y vuelvo a suplicar a VR; y esto lo esperaba de su bondad, y conocida virtud, y zelo de VR; quanto mas que Nuestro Pe. Me dize en la suya averzelo muy deveras encargado a VR, y el P. Assistente de España me escribe, que ya me señalaron en Roma, y quedo dentro del numero de los Missioneros Marianos, y suponiendo mi yda me da el buen viaje pa. Aquellas islas. En quanto a  esta mi querida misión tiene ella ya tres Pueblos assentados y otros tres empezados: los primeros son Sta. Ynes de Chinipa, Sta. Teresa de los Guazapares y Guadalupe de los Barohios, los otros tres son Valleumbrosa, Sta. Ana, y Loreto, todos de gente Barohia. [14]

 

Los años finales del siglo XVII verán el enfrentamiento entre el gobernador Esplana y los jesuitas, que preferían al mucho más devoto sargento Mayor José Quiroga a quien recomendaban  sin cesar para un ascenso a las autoridades en Manila y Madrid.

 

Esplana contruyó un nuevo asentamiento en Umatac, lejos de los jesuitas, en un real donde habitaban la mayoría de los 180 soldados a su cargo. El gobernador estableció una tienda para vender telas, alimentos y tabaco a los soldados a cambio de la plata del situado que llegaba cada año, también estableció una granja para criar puercos esperando poder venderlos o cambiarlos ventajosamente con las naves en ruta a Manila.

 

El primer año que lo intentó la operación no funcionó debido a que vientos contrarios impidieron al galeón acercarse lo suficiente a las islas para descargar el situado o cargar los puercos del gobernador, que se quedó llorando en la playa mientras las naves se perdían en el horizonte.

 

Para colmo una de las naves encalló dejando varados a 220 pasajeros a los que había que alimentar.

 

El gobernador Esplana inmediatamente puso a los soldados sobrevivientes del naufragio y a los convictos a trabajar, presionándolos hasta el punto del agotamiento forzándolos a cazar cerdos salvajes, plantar maíz y papas y realizar otras tareas indeseables, muchas de las cuales se dirigían a proveer de alimentos a los más de doscientos náufragos. [15]

 

Un grupo de náufragos supo del plan del gobernador para mantenerlos en las islas y temiendo una vida de exilio y aislamiento planearon un motín que fue descubierto y fue sofocado con el fusilamiento de veinte hombres en la playa de Agaña en septiembre de 1690.

 

El examen de los libros del gobernador Esplana después de su muerte en 1694 reveló que se había quedado con 56 mil de los 108 mil pesos enviados como situado para la fuerza militar, incluyendo su salario anual de cuatro mil pesos.

 

Los métodos que Esplana había refinado para explotar los fondos enviados al gobernador de Marianas para sostener el presidio no murieron con él, sino que sus sucesores continuarían perfeccionándolos, algunos con gran éxito, hasta bien entrado el siglo XIX. [16]

 

En 1695 el piadoso sargento mayor José Quiroga, actuando como gobernador interino, acabó con el último reducto de resistencia en un asalto a la isla de Aguiguan, completando el dominio de la población nativa mediante su casi exterminio.

 

Entre el primer contacto con los europeos en 1521 y la llegada de los jesuitas 1668 más de cien barcos pasaron por las Marianas y calcularon una población entre cuarenta y con mil habitantes, después de dos generaciones de epidemias y sobre todo debido a los enfrentamientos militares en 1710 el censo de la isla registraba solo 3,197 nativos concentrados en las islas mayores de Guam y Rota, en 1760 la población total era de 1,654 habitantes y en 1786 llegó al mínimo de 1,318.[17]

 

CONCLUSIONES

El dominio del Pacífico y el comercio con China a través del Galeón de Manila cobran importancia en el siglo XVII ante el fin de la unión dinástica con Portugal que ofrecía una ruta de comercio con Asia a través de las rutas y posesiones portuguesas.

 

Es en esta urgencia que el control permanente de las Islas Marianas y del Noroeste Novohispano se vuelve crucial para la Corona, agobiada por una crisis financiera y moral que abarca casi todo el siglo.

 

Al igual que el noroeste mexicano, las marianas fueron exploradas y reconocidas muy temprano en el siglo XVI, aunque las dificultades de la colonización y la escasez de atractivos hicieron que no fueran ocupadas hasta bien entrado el siguiente siglo, confiando primero en la presencia de misioneros jesuitas y cuando las cosas se complican aumentando la presencia militar.

 

Los jesuitas llegan a las misiones con una imagen idealizada sobre el carácter y disposición de los nativos, quienes una vez que entienden la profundidad de los cambios exigidos por los misioneros en su relación no solo con el mundo espiritual sino en sus relaciones familiares e interpersonales, con la tierra, el trabajo y el medio ambiente empiezan a rebelarse o resistirse.

 

Esta resistencia generará una presencia militar creciente que a fin de cuentas resultará contraproducente, ya que enconará la violencia, reducirá la población nativa e impedirá el asentamiento de nuevos colonos.

 

Las Islas Marianas, a diferencia del noroeste novohispano no contaba con yacimientos minerales ni resultaba atractiva para el establecimiento de colonos en explotaciones agropecuarias sino que era una escala estratégica para el comercio transoceánico, incluso una vez que el Pacífico dejó de ser el lago español que había sido en los siglos XVI y XVII.

 

Destaca también la venalidad de los comandantes militares como un rasgo común y los esfuerzos de los jesuitas por controlar las acciones del brazo secular que sólo ocasionalmente tienen éxito.

 

Dejo para una versión más amplia el análisis de la supervivencia de una estructura cívico-militar asociada a las autoridades religiosas y civiles como el reducto donde sobrevive la idea de comunidad étnica, identidad que a pesar del desastre demográfico sobrevive hasta nuestros días, con grandes influencias novohispanas o mexicanas en la comida, el lenguaje y el paisaje modificado por plantas y animales llevados a estas islas en el galeón de Manila.

 

Quizá de haber logrado su intento de ser asignado a las misiones de Marianas en el famoso sorteo del sombrero, Kino hubiera tenido un destino menos expansivo, o quizá hubiera logrado las palmas del martirio como la buena docena de sus correligionarios que murieron en este esfuerzo por extender los dominios de ambas majestades.

 

[1] Pigafetta, Antonio. Primer Viaje Alrededor del Globo (Primo viaggio in torno al Globo Terracquio). Benito Caetano ed. Fundacion Civiliter, Sevilla. 2012. P, 35-36.

[2] Pigafetta, p. 38.

[3] Pigafetta, p. 40.

[4] Padrón, Ricardo. “Las Indias olvidadas: Filipinas y América en la cartografía española” 3° Simposio Iberoamericano de Historia da Cartografía. Universidade de Sao Paulo, Sao Paulo, 2012.

[5] Juan Cózar Castañar “El Beato Diego Luís de Sanvítores y Cabra del Santo Cristo (Jaén). Aproximación histórica” Contraluz: Revista de la Asociación Cultural Arturo Cerdá y Rico,  Nº. 7, 2010, pág. 229

[6] Alexandre Coello de la Rosa. Colonialismo y Santidad en las Islas Marianas: La sangre de los mártires. Hipania Sacra, LXII, 128, julio-diciembre 2011, 732.

[7] Augusto V. de Viana. FILIPINO NATIVES IN SEVENTEENTH CENTURY MARIANAS: Their role in the establishment of the Spanish mission in the island. Micronesian. Journal of the Humanities and Social Sciences. Vol. 3, nº 1-2 December 2004. P. 21-22.

[8] Juan Cózar Castañar “El Beato Diego Luís de Sanvítores y Cabra del Santo Cristo (Jaén). Aproximación histórica” Contraluz: Revista de la Asociación Cultural Arturo Cerdá y Rico,  Nº. 7, 2010, pág. 230

[9] Alexandre Coello de la Rosa. Colonialismo y Santidad en las Islas Marianas: La sangre de los mártires. Hipania Sacra, LXII, 128, julio-diciembre 2011, 707-745.

[10] Alexandre Coello, op. Cit., p. 735.

[11] Alexandre Coello. Op cit. 737-738.

[12] Ibidem. 739-740.

[13] Ib. P. 741.

[14] Nicolás de Prado a Thomas Altamirano. AGN ARCHIVO HISTORICO DE HACIENDA 1ª SERIE. VOL 326 EXP 2

[15] Marjorie G. Driver. Cross, Sword and Silver. Pacific Studies,  Vol. 11, No. 3–July 1988, p. 38.

[16] Ib. P. 42.

[17] Cynthia Ross Wiecko: Jesuit Missionaries as Agents of Empire: The Spanish­Chamorro War and Ecological Effects of Conversion on Guam, 1668-1769. World History Connected, Vol. 10 No. 3

Por José René Córdova Rascón*

Imagen de portada: “Descripción de las Indias Occidentales”, de Antonio de Herrera y Tordesillas, principios del S.XVII.

*Una versión abreviada de este trabajo fue presentada en el X Foro de las Misiones del Noreste de México (Hermosillo, 20 de noviembre de 2015), con el título «Jesuitas y militares en las Islas Marianas: paralelos y divergencias.»

Sobre el autor

José René Córdova Rascón es Antropólogo Social por la ENAH, maestro en Salud Pública con especialidad en Políticas Públicas por la Universidad de Arizona en Tucsón, director de Espacios Expositivos, S.C. y curador externo de la nueva exposición permanente del Museo Comcaac (antes Museo de los Seris) en Bahía de Kino, Sonora. Contacto: rrenecordova@gmail.com

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