Mel Gibson es un hombre religioso. Y va más allá. Es un fanático. Obsesionado con la agonía y el éxtasis, no duda en flagelar a sus personajes hasta el martirio y el sacrificio. El sufrimiento es el único camino hacia la gracia y la iluminación.

Diez años después de Apocalypto (2006), Gibson regresa con Hasta el último hombre (2016), cinta bélica que muestra el papel de la fe y el pacifismo en tiempos de guerra.

Hasta el último hombre es la historia de Desmond Doss, adventista ferviente y primer objetor de conciencia norteamericano en alcanzar una medalla de honor. Su heroísmo consistió en salvar – como médico del ejército y sin disparar una sola bala – a más de 70 soldados en la batalla de Okinawa.

Una década ha dejado en Mel Gibson más seguridad y eficiencia tras la cámara, pero también está ahora poseído por el espíritu bizantino y medieval que provoca mayor inquietud a partir de terribles convicciones.

En sus primeros planos, Hasta el último hombre presenta una imponente secuencia de guerra en sofocante cámara lenta, mientras escuchamos, del profeta Isaías: “Have you not heard? The Lord is the everlasting God, the creator of the ends of the earth. He will not grow tired or weary, and his understanding no one can fathom”.

Quizás, en el evangelio según Gibson, vivimos en un mundo violento y hemos perdido nuestra capacidad de asombro. Por lo tanto, es justo y necesario hacer brotar la sangre, que estallen las vísceras y se mutilen los cuerpos. El sufrimiento es el único camino hacia la gracia y la iluminación.

Hasta el último hombre es la película en la que Mel Gibson renuncia a las sutilezas. No tiene tiempo para ser políticamente correcto. Todo lo grita.

La cinta, al describir la infancia del protagonista no duda en presentar paisajes inspirados en la propaganda de los Testigos de Jehová; ahí aparece la primera cumbre: el pequeño Desmond (Darcy Bryce) y Hal, su hermano (Roman Guerriero) escalan la montaña que los acerca al cielo; sin embargo, más adelante cuando Desmond golpea a Hal, surge la primera caída: ¿acaso se repetirá la historia de Caín y Abel?

Esa cresta es la misma a la que el joven Desmond (Andrew Garfield, nominado al Oscar) lleva a Dorothy, su novia (Theresa Palmer), para besarla. Si lo sabe Dios, que lo sepa el mundo.

Y esta cima anticipa a la otra, aquella que se encuentra lejos, muy lejos del paraíso, la cumbre de Okinawa.

Aunque la barbarie del sur de Norteamérica lo persigue – Tom, su padre (Hugo Weaving) es violento y alcohólico -, el verdadero Vía Crucis de Desmond Doss comienza cuando decide alistarse a pesar de ser objetor de conciencia. Nuestro héroe pertenece a la Iglesia Adventista de los Santos de los Últimos Días. No portará arma alguna. Quizás no puede servir los sábados. Tampoco come carne.

Ni la brutalidad despiadada que asalta, golpea y humilla en las barracas de entrenamiento; ni la indiferencia del tribunal castrense; ni la crueldad del mundo que Doss habita, se compara a lo que Desmond y sus compañeros de guerra enfrentarán en la siguiente cúspide, ahora lejos, muy lejos de Virginia –la tierra natal de Steve Bannon, por cierto -, pero más cerca del apocalípsis: la batalla por Okinawa.

Impecable, con una técnica asombrosa, Gibson logra en las secuencias de guerra un documento artístico avasallador. Arropado en el barroco, o en el brío del más cruel pantócrator, elabora escenas dantescas que explotan nuestro propio sufrimiento.

Los rivales japoneses son aullidos del infierno. Son los bad hombres. Y mientras los norteamericanos se conducen con la habilidad de la que pueden ser capaces, es perfectamente natural que lanzallamas y bombas hagan sucumbir a los demonios a las catacumbas, a las grutas del averno.

Hay una evidente comparación, por parte de Gibson, entre Desmond Doss y Jesucristo. Desde que el tribunal castrense, como el Poncio Pilatos, lo condena: “Private Doss, you are free to run into the hellfire of battle without a single weapon to protect yourself.”, hasta el momento en el que, como el Cristo en la cruz, pide al cielo una señal y luego encuentra su mantra: “Help me get one more”, estaremos ante la pasión de Desmond Doss.

El exceso, el barroco exceso, viene cuando Gibson se atreve a jugar con la ascensión a los cielos de Desmond Doss, ya ungido por su tropa como la versión más acabada de Juana de Arco, a quien todo se perdona, incluso la absurda exigencia de recuperar su biblia en medio de la más espantosa batalla.

Mientras en las grutas de Okinawa el demonio mayor se inmolaba en seppuku, Desmond Doss se convierte en San Sebastián, elevado mayestáticamente a la gloria en un sádico delirio digno de Yukio Mishima.

Como con William Wallace y como con el Cristo, Mel Gibson trabaja con la eficiencia de un pintor bizantino. La canonización se alcanza por vencer a la más cruel violencia y al dolor. Y Dios no es un Dios de paz. Más nos conviene hacer las paces con la divinidad.

Que nadie se diga engañado. Mel Gibson regresa fortalecido, pero es el mismo. Es Mad Max. El sufrimiento es el único camino hacia la gracia y la iluminación.

Por Horacio Vidal

Sobre el autor

Horacio Vidal (Hermosillo, 1964 ) es publicista y crítico de cine. Actualmente participa en Z93 FM, en la emisión Café 93 con una reseña cinematográfica semanal, así como en Stereo100.3 FM, con crítica de cine y recomendación de lectura. En esa misma estación, todos los sábados de 11:00 A.M. a 1:00 P.M., produce y conduce Cinema 100, el único -dicen- programa en la radio comercial en México especializado en la música de cine. Aparece también en ¡Qué gusto!, de Televisa Sonora.

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