Un cuento de Omar Bravo con trazos -ex profeso- de Gilda Mercado. Par de talentos que nos enorgullece presentar.

Hágase un café, apáguelo casi todo y déjese caer.

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Estamos viendo esa luz allá lejos, esos dos como ojos furiosos flotando en medio de la oscuridad. Los vemos aparecer y desaparecer en medio de los peñascones a medida que ascienden dando tumbos por el camino escarpado, al otro lado de la pendiente. Vemos la luz, cómo avanza y crece. Nos quedamos así, mirando nomás, como embrujados, hasta que aquello da un rodeo y baja de pronto hasta enfilar en línea recta y desaparecer en una lejanía imprecisa, desvanecerse. Se la traga la noche. Como sea no han podido vernos. Nadie para por aquí desde hace mucho, aunque dicen que hay indios aún que sobreviven al pie de los cerros allá muy abajo, entre estos laberintos pelones y llenos de víboras. Desde finales de los ochentas que abrieron la nueva carretera este camino se volvió intransitable. Luego lo cancelaron porque ya no va a ningún lado, serpentea nomás sobre sí mismo, como una culebra enroscada; a uno se le vienen encima las ganas de regresar el estómago.

 

Por aquí nos detenemos, en medio de ninguna parte, en un rellano bordeado de gobernadoras raquíticas que nacen al pie de una ladera. Cuando el carro se detuvo, y antes de que el Ismael apagara el motor, alcancé a ver cómo el polvo de estos caminos clausurados volvía a levantarse otra vez, hacer remolinos, suspenderse frente a la luz de los faros como una sábana sucia.

 

Ahora nomás hay que esperar, como siempre. El Ismael saca unos cigarros, enciende uno y luego pasa la cajetilla. Muy pronto el carro empieza a llenarse de humo y tenemos que abrir las ventanas. En el pequeño recuadro del retrovisor tres chispas se avivan suspendidas en medio de la oscuridad.

 

II

Aquí esperamos a los hombres del patrón. A ciertos hombres. Van a venir a hablarnos del futuro. De las cosas que habrán de ocurrir en el futuro. Cosas que ya he oído otras veces.

 

“El patrón os manda hacer esto”, dirán. “Id ahora por los pueblos, por las ciudades, atravesad los campos y los valles, subid las montañas, bajad hasta la orilla de todos los mares, id pues hasta el último confín de la tierra y llevad las buenas nuevas del patrón”. Así es como nos hablan, con mucha ceremonia. Nosotros asentimos, decimos que sí, sin decirlo, con reverencia.

 

Esta vez dijo el Ismael que nos iban a dar pistolas. Rifles de asalto. Granadas de fragmentación. “Ahora sí”, dijo. Yo no sé para qué. Nosotros no hacemos eso, no las usamos. Estoy pensando que lo dijo nomás para sentirse importante, para darse aires de autoridad frente al nuevo, que casi nada sabe de estas cosas. Luego permaneció fumando en silencio hasta que se acabó su cigarro. Quiso hablar con el Teco y le pidió que se acercara. El otro se inclinó hacia delante, hasta que los débiles reflejos de allá afuera le dibujaron las facciones, esa cara embotada que tiene, los ojos muy juntos, el labio que le cuelga torcido y casi sin gravedad desde que lo conozco, humedecido siempre con un destello de baba que nunca termina de secarse. “De aquí en adelante” le dijo, “tu vida va a ser otra, va a ser una vida mucho mejor. Vas a dejar de ser un perro”. El Teco no dijo nada. Se limitó a asentir nomás, una vez, dos veces, con mucha humildad.

 

Así pasa siempre. Así llegan. Así permanecen. Los he visto. Nomás unos cuantos terminan sabiendo de verdad cómo funciona el negocio. Y esos no se quedan. Se van rápido, si no los matan primero. Se hacen patrones, señores; les empieza a gustar que les digan don esto y don aquello. Seguro que al Teco le gustaría que empezáramos a decirle Don Sergio.

 

Yo no quería jalarlo porque tenía muy claro que nomás no sirve para este trabajo. Nomás no sirve. Pero luego las cosas empezaron a ponerse muy jodidas allá en la línea y el Teco no paró de insistir. “Ándale” decía, “habla con tu patrón. Yo le entro a todo”. “Tráelo, pa conocerlo”, me dijo el Ismael. Yo lo llevé. Poco a poco el Ismael le llenó la cabeza de cosas; se lo ganó rapidito con esa forma que tiene de engatusar a la gente, a los chamacos. Y es que el Ismael habla bonito. Lee la Biblia. Sabe palabras que vienen en los libros que nosotros no conocemos.  “El patrón cuidará de ti como un padre amantísimo” le dijo. El Teco no paraba de sonreír.

 

 

 

III

Esperamos en silencio todavía unos minutos hasta que vemos un destello, una gran bola de luz que se acerca rodeando la ladera, siguiendo el mismo camino cancelado por el que llegamos hasta aquí. Es una Hummer negra, nuevecita, con los vidrios polarizados. El Ismael enciende el motor nuevamente y luego que nos pasan empezamos a seguir a los hombres que vienen en el otro carro. Parece que ya no hay camino, que estuviéramos ya en el fin del mundo, pero la Hummer se va abriendo paso por brechas angostísimas, como si a la luz potentísima de los faros el camino se abriera de pronto, surgiera de la nada, como si los matojos y espinos y hasta las piedras mismas, enormes y puntiagudas, simplemente se hicieran a los lados obedeciendo una orden, como en aquella historia que contaba el Ismael, de cuando Moisés hizo que el mar se abriera para que pasaran las gentes, encajando un bastón en la arena

 

IV

Antes de que el Ismael me jalara al negocio, el Teco y yo vendíamos vírgenes en la línea. Vírgenes de barro, de hojalata. Así estuvimos mucho tiempo, hasta que un día me cansé de que me vieran con lástima, hasta que me ganó el coraje. La gente se enoja de que uno se les acerque, de que uno les hable. Creen que va uno a pedirles limosna. Apenas te arrimas a la ventanilla del carro y ponen los seguros, se oye clarito. Y no te ven, no quieren verte. Miran al frente nomás, hacen como si uno fuera un animal, un perro sarnoso que pasara de lado, ladrando apenas. Tienes que tocarles los vidrios. Insistir. Cansarlos. Hacer que se den cuenta que tú eres una cosa viva allí afuera, en el calorón.

 

“Cómpreme esta virgencita, patrón, se la dejo barata, de veras” les dices. Unos niegan con la cabeza, repetidamente. Unos baten las manos, hacen ese ademán con el que se espanta a las moscas. Y otros nomás se te quedan mirando, tratando de averiguar qué cosa es uno. Y es que el cuerpo se tuesta, se deforma de estar tantas horas parado bajo el sol. Las carnes se hacen bofas, la cara se desfigura. Tanto sol hace que hiervan los pensamientos y a veces no puede uno controlarse.

 

Ahí fue donde me jaló el Ismael un día, ahí fue donde me vio, me acuerdo. La línea de carros tenía como un kilómetro de largo. Una culebra gorda de muchos colores parecía. Caliente. El sol estallaba en todos los parabrisas y había que andar con los ojos casi cerrados. Yo estaba cansado y sediento. Agua quería nomás, una vasija llenita de agua fresca; regresar pa la casa y comer alguna cosa. Y la virgen pesaba, me vencía los brazos a cada rato, me cortaba la piel con los bordes afilados de los rayos que le salían del vestido. Grande era esa virgen me acuerdo, muy bonita. Me acerqué de más, me tropecé, no alcancé siquiera a ofrecérsela al muchacho. Un carrazo traía.

 

Una chulada de carro con placas del gabacho. Clarito se oyó cómo se fue rayando la pintura, cómo se fue dibujando un surco grueso y parejo desde la altura del vidrio hasta la mitad de la puerta. Ni tiempo me dio de levantar a la morenita que ya estaba en el suelo. Abrió la puerta nomás hecho una fiera y se quedó mirando un rato esa raya gorda y apagada sobre el azul lustroso de la carrocería; por la forma en que abría los ojos parecía que estaba viendo a un hombre tasajeado en canal. “Mexicano pendejo” me dijo, y luego me soltó un bofetón con la mano extendida que me crispó completito.

 

Se me metió el diablo. Cansado y todo como estaba de tantas horas andando entre las líneas de carros lo agarré de las greñas engomadas y le empecé a dar de golpes con el puño cerrado, contra la puerta, otra vez con el puño, así hasta que el chavalo dejó de resistirse y darme de patadas y a mí me pareció que se convertía en un hilacho blandengue, un bulto nomás que ya pesaba demasiado, como mi virgen, y al que no podía yo tener en pie de los cabellos. Lo dejé que cayera. Lo vi en el suelo. Pero ya no me acuerdo de su cara. Una mancha roja nomás, púrpura, recuerdo. Luego empecé a correr. Dejé al Teco. Corrí como loco entre las filas, como un perro rabioso ahora sí, hacia abajo, mucho tiempo. La gente me veía desde adentro de sus carros refrigerados. Yo veía una niebla nomás, un listón gris lleno de ojos y bocas que en mi carrera se agitaba a los lados. Hasta que llegué a la casa, agarré unas cobijas, y me lancé pa’l cerro.

 

A las semanas me animé a regresar a la casa, a bajar al mercado, me animé a trabajar otra vez en el taller, aunque sólo de noche y con miedo de que me fueran a agarrar. Pero fueron los hombres del Ismael los que llegaron un día. Me jalaron. Me subieron a un carro. Me llevaron con él hasta una cantina de la Juárez, al final de la calle. Me sentaron y me pusieron en frente una cerveza. “Tómatela”, dijeron. Y yo empecé a beber en sorbitos, primero,  y luego a tragos gordos, tratando de calmar una sed que se hacía grande de pronto y en un segundo me secaba todo por dentro. El Ismael, desde el otro lado de la mesa, nomás se me quedaba mirando muy callado, haciendo como que estaba viendo muy dentro de mí algo que los otros no veían, ni yo mismo. Ahí fue cuando pensé que me iban a madrear. “Ya me jodí”, pensé clarito. Imaginé que venían de parte del muchacho y que al otro día iba yo a aparecer encobijado, o con un balazo en la cabeza, en algún basurero. El Ismael esperó a que me terminara la cerveza y se acomodó los lentes. Me habló del patrón. Me dijo, entre otras cosas, que el patrón no era hijo de hombre, que a su madre la había preñado un espíritu.  Me dijo, como al Teco, que el patrón cuidaría de mí como a un hijo muy amado. Y yo no pude decir que no.

 

V

Así andamos un trecho largo y retorcido hasta que empezamos a bajar una cuesta más pareja, un terraplén amacizado por los hombres del patrón que aparece de pronto entre los cerros. El Ismael, sentado en el asiento del conductor, gira de vez en cuando para mirar al Teco pero no dice nada. Lo está midiendo. Vamos en silencio, ni una música se oye, nada. Está negro allá afuera, ni una luz, si acaso los faros rojos de la Hummer que vamos siguiendo. Y cada quien va pensando sus cosas, haciendo sabrá dios qué cuentas, imaginando cómo irá  a ser el día de mañana, o los que le sigan.

 

VI

Era algo que vi una vez, hace mucho, en una película, me acuerdo. Estábamos en el otro lado, esperando el regreso, escondidos en la casa que el patrón tiene en uno de sus ranchos al otro lado de la línea. Los hombres nos dijeron que la cosa se había puesto muy caliente, que había militares en la pasadera, que el patrón había mandado que nos detuvieran en el rancho mientras aquello se enfriaba. Así que ahí estuvimos, esperando nomás que pasaran los días, comiendo hamburguesas, viendo en la televisión cosas que no entendíamos, bebiendo hasta que anochecía y la borrachera nos tumbaba.

 

Era una película sobre una máquina, me acuerdo, una máquina como un cajón de muertos pero más grande y muy blanco; así mero, un cajón de muertos con los bordes bien redondeaditos y con lucecitas rojas y azules por dentro y con muchos botones. Una máquina para hacer viajes cuánticos, decían, viajes mentales, viajes en el tiempo. Para viajar muy lejos, decían.

 

Yo pienso en eso esta noche, esta noche distinta, mientras veo a los Federales hacer lo suyo, gritar. No sé por qué pero pienso en esa máquina. En el Teco. En el amigo éste que se subió a pilotearla un día y desapareció. Porque cuando fueron a abrirla los tipos de la película, el piloto ya no estaba, se había ido, se había quedado allá, en un lugar que nadie conocía y al que nadie sabía cómo llegar. Nomás él. Se había quedado en sus recuerdos, decían, allá donde la vida le iba mejor. En eso pienso. Y es que en noches tan noches como éstas se entretiene uno en pensamientos que no vienen a cuento, le dan a uno ganas de irse lejos, ganas de tener una máquina como esa de la película, llena de botones y palancas. Irse nomás. Sería por eso. Sería por las luces de las torretas, todas encendidas. Brillando. Luces azules y rojas que llenaron la bóveda del cielo de pronto. Así estoy, casi sin querer, no más porque sí. Estoy oyendo cosas de las que ya no me acordaba, viendo cosas y gentes que ya se me habían olvidado. Así pasa. Uno siente de pronto que empieza a hundirse muy despacio dentro de la carne de uno mismo, que el cuerpo se hace una cosa pesada, un bulto nomás que se llena de trapos húmedos, se hincha, mientras acá arriba, en la cabeza, los pensamientos se empiezan a revolver como un aire dulce y tibio que poco a poco se asienta. Luego los ojos, los oídos, como que se borran, como que se hacen una sola cosa con la oscuridad de aquí afuera; una nada, y así.

 

VII

Nos detenemos. Un fuego, que al principio se nos había figurado muy pequeño, como si fuera la boca de ese túnel larguísimo que era la noche y que nosotros atravesábamos despacio, se hizo grande de pronto y luego tomó una forma bien acabada tras los últimos peñascones. Era la casa a la que el Ismael me había traído una vez, en el principio. Era la casa a la que luego acompañé al Ismael tantísimas veces, siempre con un hombre distinto en el asiento de atrás y a la que ahora traíamos al Teco, pa probarlo. Un cuarto nomás, blanco, y un porche iluminado con barras fluorescentes que colgaban del techo. El ruido de la bomba de gasolina. Los perros que no sé quién alimentaba para que estuvieran tan gordos. El mismo tronco quemándose en medio del semicírculo que las tres camionetas de los hombres del patrón dibujaban estacionadas. A un lado de la casa, como esa otras veces que recuerdo, el carro el patrón tenía los faros encendidos y los vidrios arriba.

 

 

VIII

“Nosotros no matamos; no es eso lo que hacemos” me había dicho el Ismael aquella vez en la cantina de la Juárez. “Nosotros seguimos a los perros. Hay que saber aguantar, correr, esconderse”. Ya después supe. Había que burrear. Había que pasar al otro lado de la línea siguiendo a los perros. Los hombres del patrón los entrenaban. Los perros iban. Nosotros los seguíamos con una mochila a la espalda. También nosotros estábamos entrenados, como animales. Aprendíamos a hacer maromas. Nos daban un silbato que nadie oía, nomás los perros, pa cuando nos perdíamos o se nos adelantaban, pa hacerlos regresar y seguirlos otra vez. No era mucho lo que había que caminar. Un día nomás. Allá nos recibían otros hombres. Nos daban de comer. Nos daban cerveza. Nos llevaban mujeres. Al otro día nos regresaban a la línea.  Y con eso se podía vivir bien.  “Nosotros no matamos” había dicho el Ismael, “nomás una vez”.

 

Para eso íbamos a la casona en medio del desierto, una vez cada tanto. “Hay que matar a un macho cabrío pa´l patrón”, decía el Ismael. Nosotros íbamos. Ahí aprovechábamos para probar a los muchachos, para ver si les temblaba la mano o el espíritu, si serían buenos pa´l negocio. Los hombres del patrón siempre tenían a alguien preparado. Lo sacaban a rastras y empujones de la casa, amarrado de pies y manos, golpeado a veces, desnudo. Lo ponían cerca del fuego. Luego prendían los faros de las camionetas pa que el patrón lo viera todo clarito desde la oscuridad del carro, porque nunca salía, porque nunca le veíamos la cara, no lo conocíamos. Le daban una pistola al nuevo. “Dale en la cabeza” le decían, “a quemarropa”. Así es como ellos sabían si sí o si no. Y es que no es lo mismo disparar desde lejos y ver a un hombre caer, que mirarlo directamente a los ojos antes de matarlo. Hay que tener cierta sangre. Hay que ser duro, que no le ganen  a uno los sentimientos, ni el miedo. Porque se siente miedo, mucho, aunque uno sepa que es el otro el que se va a morir. Te tiemblan las manos, la voz, algo muy dentro de uno se pone a temblar; pero luego luego una cosa caliente te empieza a crecer dentro del pecho, en las tripas, un humo negro que se te sube a la cabeza y luego se desparrama hacia fuera, en chorros de sudor. Entonces ves al hombre al que estás a punto de matar y ya no sientes nada de pronto, ni frío ni calor, ni coraje, nada. En un segundo deja uno de sentir, eso es fácil. Jalas el gatillo nomás, sin pensarlo, y el hombre cae.

 

Nadie dice nada después; nadie se alegra, nadie se entristece. Los hombres arrastran el cuerpo hasta allá atrás. Regresan y ponen música. Empezamos a beber. Así como llegó, con los vidrios arriba y sin decir una palabra, el patrón se retira. Una sombra.

 

IX

Yo tenía claro que este trabajo no era para el Teco. Porque el Teco es bueno con las manos. Sabe trabajar el barro, la hojalata. No es como yo. Él se detiene. Se puede quedar horas dibujándole la niña de los ojos a la virgen. Las diminutas pestañas. Los cabellos. El Teco es bueno para los trabajos en que hay que ver todo con mucho detalle. Él se detiene, se da cuenta de cosas que a mí se me escapan; mira una vez, dos veces, borra con el estilete, hace surcos nuevos, líneas, pone una capa nueva de pintura sobre el velo de la morenita. Hace que las estrellas parezcan de veras estrellas. El Teco es como un niño. Pero las cosas se pusieron muy jodidas en la línea. Los sacaron a todos. Llegó la policía y los sacaron a todos. Una quebrazón de vasijas, un reguero de flores y monos fue ese día. Todos perdieron. ¿Dónde más iba a trabajar el Teco? Esto es sencillo. Hay que ser bueno para correr, para esconderse, es cosa nomás de seguir a lo perros. “No vayas a pensar, Teco. No pienses, porque esto no es un juego. No vayas a pensar” le dije antes de que pasara el Ismael a recogernos. “Va a ser fácil. Jalas el gatillo nomás y se acabó. No veas al hombre a los ojos. Deja que ese aire caliente te llene por dentro nomás y verás cómo es fácil”. Todo eso le dije, me acuerdo. El Teco no era para este negocio. Ya sabía yo. De todos modos traté de prepararlo para lo que venía. El Teco nomás bajaba la cabeza, ponía una mirada de mucha concentración, decía que sí.

 

X

Las luces de las camionetas están todas encendidas. Veo cómo el Teco, con la pistola en la mano y el brazo extendido, se ha quedado de piedra. No escuché el balazo. No vi que el hombre cayera al suelo. Ahí está, parado todavía junto al fuego, tratando de mantener el equilibrio con los pies amarrados. Parece un tronco el Teco,  quieto, sin parpadear, sosteniendo el cañón a unos centímetros de la cabeza del hombre. No pasa nada. “¿Qué chingados con este cabrón?” dijo el Ismael, “¿qué chingados?” Los hombres del patrón se pusieron ansiosos. Empezaron a moverse, a sobarse las manos. Me conocen. Saben que el Teco es mi primo. Saben que la familia no se toca. “Déjame que hable con él”, pedí, “a lo mejor se le trabó la pistola, a lo mejor está un poquito asustado”. Me acerco al Teco y veo cómo está mirando al hombre. Oigo que está diciendo algo, los murmullos. Pienso que estará rezando. Pero el Teco no reza, porque no sabe cómo hacerlo, aunque haga vírgenes. “¿Qué pasa, Teco?” le digo, lo tomo de un brazo, lo muevo un poco. “Dispárale pues”. El Teco no deja de apuntar.

 

“Es que es un hombre” tartamudea.

“No, no es, carajo” le digo.

“Sí, míralo bien. Es un hombre” repite como si fuera la primera vez que viera uno.

“¿Y qué con eso, pues, chingado, qué con eso? Ya dispárale, Teco, o nos vas a meter en un lío…, no sabes, Teco…”

“Es que no sé cómo matar a un hombre…”

“¡Dispárale, carajo! ¡Así! ¡Jala el pinche gatillo de una vez!”

 

A pesar de este frío que cala los huesos el Teco está bañado en sudor. Veo cómo le tiembla en el labio ese gordo destello de saliva, cómo le tiembla ese cuerpo flaco que tiene, como de niño grande. Está mirando al hombre directamente a los ojos. Y yo empiezo a gritarle, por una chingada, que ya lo mate.  Así pasa a veces. Se acobardan. Hay que empujarlos.

 

“¡Mátalo ya, Teco. Mátalo!”, le grito. “No vas a ahorrarle la muerte. Para eso lo trajeron. Si no lo matas tú, otro cabrón lo va a matar”. Pero el Teco no puede, nomás no puede. Y yo me oigo de pronto. Oigo las cosas que estoy diciendo mientras los veo a los dos, muy cerquita. Parece que es otro el que está hablando. Me asusto de pronto, de no reconocerme. Veo al Teco ahí, que no puede jalar el gatillo, y cosas que no he querido pensar se me vienen a la cabeza. Todo parece mentira, como si la noche se hiciera más noche. Escucho cómo hace ruido el viento, las ramas, los animales que se esconden entre los cerros. Se oye todo de pronto, y yo empiezo a sentirme como un jodido extraño entre esta gente, como si nunca hubiera estado aquí, como si no conociera a estos hombres a los que he vista ya tantas veces. Yo no sé por qué carajos se me aguadean los ojos. “Mátalo”, digo otra vez, como una súplica.

 

“¡No puedo, no puedo!”, dice el Teco.

 

XI

“Habla con el patrón, Ismael, habla con el patrón, dile…” le pido.

“No puedo. No puedo hablar con el patrón. Nadie puede.”

“Déjenme hablar con él, entonces, déjenme decirle que el Teco no está bueno, el Teco es como un niño, chingado…”

“Los niños son muy habladores…, tú ya sabes…”

“Te dije que no lo jalaras; yo te dije…”

“Lo hice para que fuera un hombre, chingado, cómo iba yo a saber. Ya vino. Ya vio. Tu sabes cómo es esto…”

“Es mi primo, Ismael, chingado. Yo te dije que el Teco no estaba bueno; te dije que no estaba completo, carajo.”

“Yo no puedo hacer nada.”

“No me digas que no puedes. No me digas eso, carajo. Habla con el patrón, no seas culero. Dile…”

“Te digo que no puedo hablar con el patrón. Ni modo, esto ya se jodió.”

“Eres un hijo de la chingada, Ismael…, un hijo de la chingada.”

 

Ya lo llevaban allá atrás, para que yo no viera. Le quitaron la pistola. “Ven para acá, Teco. No pasa nada.” le dijeron los hombres, con mucha amabilidad hasta eso. Me iban a hacer ese favor. Iban a hacer todo allá atrás, por lo menos, rápido, donde yo no viera nada. Pero el Ismael los detuvo, les dijo que me dejaran hablar un ratito con el Teco, despedirme. A lo mejor tenía razón el Ismael cuando dijo que el Teco iba a dejar de ser un perro. El Teco no servía para este negocio, yo lo tenía bien clarito. Pero así pasa. Lo trajimos, vio, supo.

 

Los hombres me dejaron un rato con él, a un lado del fuego. Apagaron las luces de la camioneta, a lo mejor para que el patrón no me viera chillando, a lo mejor por respeto, quién sabe. Yo me quedé mirando al Teco sin saber qué decir. Un nudo en la panza, sentía, en la garganta; no me salían las palabras, ni una sola, como si de pronto me llenaran la boca de tierra fina, de piedras molidas.

 

“¿Por qué estás llorando?”, me dijo el Teco.

“Perdóname, Teco, perdóname de veras”, le dije yo.

“¿Pa qué quieres que te perdone, pues?”

“Porque sí, Teco, nomás porque sí. Porque a lo mejor soy un hijo de la chingada.”

“Ta bueno pues, te perdono. No llores.”  Y ya nadie dijo nada.

 

 

XII

Antes era distinto. Se podía vivir bien. Quiero decir que se podía vivir. Era fácil. Nosotros seguíamos a los perros. Traíamos agua siempre, en la mochila. Les dábamos su comida, en el desierto. Y los perros seguían, y nosotros seguíamos. Había que ser bueno pa esconderse, pa correr. Aguantar nomás. Así estuvimos. Veníamos al cerro cada tanto a probar a los muchachos. “Nosotros no matamos; son otros”, me había dicho el Ismael. “Nosotros nomás una vez”.

 

Yo pienso en eso. Me acuerdo de esas cosas mientras veo a estos hombres, sus sombras apenas, moverse rápidamente en todas direcciones, hacer lo suyo tan metódicamente. Los veo abriendo puertas, cerrándolas, veo cómo buscan en todos los rincones de la casa, allá atrás; veo cómo desbaratan los carros, cómo los desarman. Por un tiempo no se metieron con nosotros, pero las cosas cambiaron. Había que pagar. Luego ya ni eso. Así es esto.

 

Uno que vino y vio, otra noche, una noche distinta a la del Teco, fue el que los trajo. No hubo pa dónde hacerse. Venían con las torretas apagadas, con las sirenas apagadas. Uno que vino y vio les dijo como andar esos los laberintos pelones sin perderse hasta dar con el camino de tierra amacizada entre los cerros. No hubo tiempo de nada. Nadie pudo moverse. Aquí están, salieron de la nada, nos agarraron. Ahí estaban las camionetas de los hombres. Ahí estaba el carro del patrón, como siempre, con los vidrios negrísimos arriba y los faros encendidos, estacionado a un lado de la casa. Ahí estábamos nosotros alrededor del fuego, bebiendo ya; y el patrón agazapado ahí dentro, en la parte de atrás de su carro, escondiendo esa cara que no conocíamos, la voz. Nos rodearon.

 

Encendieron luces y sirenas. Luces como las de la máquina esa, de la película. Luces rojas y azules. Una máquina para hacer viajes en el tiempo, viajes mentales, decían. Irse nomás. Borrarse. Desaparecer. No hubo pa dónde hacerse. Veo todo eso ahora. Veo como entran y salen y remueven la tierra y desbaratan paredes. Veo como hacen salir al chofer del carro del patrón y como apuntan con sus pistolas, desde afuera, a las ventanillas traseras. Los oigo que gritan como perros rabiosos. “¡Pa afuera, cabrón!”, dicen, “¡o te empezamos a disparar aquí mismo, hijo de la chingada!”. Pero no pasa nada, nada se mueve allá adentro, ni una sombra, ni un ruido. Nada.

 

Uno de los hombres que rodean el carro estrella los cristales con la culata del rifle. Se oye el estruendo. La luna en el reflejo del vidrio se hace pedazos también. “Por fin voy a conocer al patrón”, pienso, “por fin vamos a vernos las caras, después de tantos años de nomás oír su nombre, de saber nomás las cosas que ha querido, las que manda que hagamos”. Los  federales siguen apuntando. Vienen más, se acercan. Rodean el carro. “¿Pero qué chingados?, ¿pero qué chingado?” dicen, se oyen los gritos hasta acá, donde estoy esposado. Abren las puertas. No hay nadie adentro.

 

Por Omar Bravo

Obra plástica por Gilda Mercado

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4 comentarios

  1. La crónica de las crónicas… demoledoramente cruda, pero qué bien narrada. Gracias. Quiero pensar que tristemente esta historia tiene más de realidad que de ficción.

      1. Eduardo, en cualquier redacción -del género que sea- hay una proyección del autor, de su origen cultural, de su experiencia de vida, de sus temores y sus esperanzas, de su formación, etc. La crónica no está exenta, por más objetividad que el autor pretenda. El lenguaje humano es de todo menos objetivo y atemporal… eso es un privilegio de los números, el lenguaje de las matemáticas.

        Si me dices -tal vez- que «los hechos son los hechos», te digo que cuando dos personas acaban de ver la misma película cada uno ha visto cosas diferentes… eso es la crónica: una visión muy subjetiva de los hechos.

        Dónde acaban los hechos y donde empieza la ficción es la gran incógnita.

        Saludos!
        Sergi

  2. Plasmando la realidad, la crudeza y como te transporta a vivir el relato. Deseas que sea una ficción sólo por escribir…pero es -triste- el día a día.

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