El aumento a la tarifa por consumo de agua que ha sido aprobado en Hermosillo necesita ubicarse en un contexto histórico y regional concreto, con miras a comprender en mayor profundidad la complejidad del problema, el enemigo al que nos enfrentamos y las alternativas que se están produciendo para encontrar una salida. Primeramente, tendríamos que analizar con detalle el monto de los porcentajes que deberán pagar tres sectores determinados:

 

1) el doméstico, que aplica para cualquiera de nosotras y de nosotros y que consiste en el uso del agua en función de la reproducción de la vida desde la casa: el agua la usamos para la cocina, el baño, para beber.
2) el destinado a quienes utilizan agua en sus centros de comercio y, por último:
3) aquel dirigido a quienes la utilizan en algún proceso de producción industrial.

 

Para el primero, el doméstico, el aumento es mayor, asciende a 25%; para el comercial es de 20% y en menor escala; el industrial es sólo de 10%. Esto es significativo porque supone entonces una política de Estado dirigida a favorecer la industria y el comercio a costa del sacrificio de la gente, en general, y de las familias, en particular. Que esto suceda así no se debe a una decisión arbitraria por parte de los gobernantes estatales y municipales, sino que se inscribe en una lógica regional y global de reestructuración de las tareas del Estado.

 

Desde los años 70, la crisis del modelo keynesiano y el auge de las políticas neoliberales dieron lugar a una racionalidad estatal mercantil regida por las propias leyes del mercado, abandonando -por una parte- las funciones con las que en la época moderna el liberalismo había justificado la necesidad del Estado: la seguridad de los bienes y de la vida de las personas, así como la garantía de que el trabajo rendiría los frutos indispensables para alcanzar una especie de bienestar; pero también, imponiéndose sobre reivindicaciones históricas que buscaban en el Estado la administración de la vida comercial y social en vistas de un horizonte equitativo, donde los bienes fueran compartidos de manera más justa.

 

El conservadurismo de mercado empezó a ganar terreno y ha venido consolidándose desde entonces, y en esta larga carrera ya de cuarenta años, las reestructuraciones que se han hecho con presión de organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, han venido desmantelando al Estado en su papel de benefactor o garante de la vida convirtiéndolo más bien en una especie de empresa al servicio de la acumulación del capital. La relación entre quienes gobiernan y quienes son gobernados está pensada para asegurar que los procesos de mayor privatización y despojo se lleven a cabo, casi independientemente, del costo social que implique.

 

art aguaEn este sentido, el agua no es considerada ya como un derecho fundamental, como parte de la reproducción de nuestra vida, sino que es tratada ahora como una mercancía más. Esto no sólo ocurre con el agua; desde hace casi 15 años la crisis energética y el aumento de las commodities en el mercado global, provocó un viraje del proceso productivo hacia el extractivismo. América Latina, como una de las regiones más ricas en bienes naturales comunes es afectada, consecuentemente, por este cambio. En todos los países latinoamericanos gente, pueblos, barrios y comunidades se están levantando en la defensa de sus territorios y de los bienes naturales comunes, defendiendo los bosques, los ríos, las selvas, las montañas, el agua, el aire, la tierra. Cualquier lucha o resistencia que pretenda alejar los bienes naturales de las leyes del mercado, del despojo, la acumulación y la depredación, debería inscribirse, pues, en esta lucha regional y global por la vida y por el intento de detener la catástrofe civilizatoria que atravesamos.

 

La situación global de acceso al agua cada día es más crítica, se calcula que, en los próximos 25 años, 2 de cada 3 personas no podrán cubrir sus necesidades básicas de agua: 97,5% del agua que hay en nuestro planeta es salada, sólo 2,5% es dulce y la mayor concentración se encuentra en los glaciares y es de difícil acceso. El aumento en la contaminación, el crecimiento demográfico y la competencia entre la agricultura y la industria han provocado que el agua, de un bien natural común se haya transformado en un bien estratégico para el siglo XXI, por eso le llaman el “oro azul”: quien tiene agua, tiene poder. La función que el Estado cumple, en este contexto, es garantizar el uso y la gestión de los recursos hídricos a intereses económicos bajo el argumento del desarrollo, de la productividad y del empleo. Si no se aborda de manera humanitaria esta crisis de agua que vivimos y se la sigue pensando como una mercancía al servicio de las grandes industrias, la política de Estado está dirigida, simplemente, a hacer de la vida digna algo insostenible para cientos de miles de personas. Piénsese, por ejemplo, en la abrumadora cantidad de agua que utiliza la Ford y otras industrias en Hermosillo ―las mayores beneficiarias del agua despojada del Río Yaqui― o las mineras en todo el Estado, a quienes nunca se les priva del servicio y a quienes se les otorgan precios sumamente económicos, y compárese con la dificultad que tienen muchas familias en las zonas más empobrecidas de la ciudad y del Estado para acceder al agua como derecho.

 

El aumento a la tarifa en Hermosillo, se inscribe, además, en un momento en el que hay una urgencia de luchar por el agua en nuestro país. En el 2014, en la Ciudad de México, el pueblo San Bartolo Ameyalco (“lugar donde brota el agua”) se levantó en protesta por el despojo del uso y la gestión de sus pozos por parte del Estado, con el fin de favorecer el abastecimiento en las zonas élite de Santa Fe; en Xochicuautla, un pueblo otomí en el Estado de México, la lucha por la defensa del bosque ha detenido por más de ocho años la construcción de la autopista Toluca-Naucalpan y ante el decreto expropiatorio de sus tierras que ha emitido Peña Nieto, han instalado un campamento permanente para evitar que las máquinas sigan destruyendo el bosque. La propia tribu Yaqui estuvo este año luchando contra el injusto encarcelamiento de Mario Luna y de Fernando Jiménez y enfrentando con protestas y por la vía legal el funcionamiento ilegítimo del Acueducto Independencia. También las pobladoras y los pobladores aledaños al Río Sonora se vieron afectados en el 2014 por el derrame tóxico de la minera Buenavista del Cobre, en Cananea, que sigue teniendo repercusiones directas e indirectas en una enorme población, sin posible cálculo de los efectos nocivos para la salud humana, y la vida en general. En nuestro país la lucha por el agua es también, para muchos pueblos, la lucha por su territorio y por la gestión comunitaria de sus propios bienes comunes, reglamentando el uso que hacen de ellos y gestionándolos en común.

 

Es por esto que si uno mira desde este lado, lo que se ve es un proceso de privatización del agua ―aunque no se especifique así en los discursos oficiales― que funciona realizando concesiones y contratos de los servicios municipales de purificación, gestión y distribución, además de saneamiento y alcantarillado. El argumento que normalmente es utilizado por los gobiernos, y nos parece que los de Sonora y Hermosillo, no son la excepción, es la falta de presupuesto y la imposibilidad de mantener un buen servicio. En realidad, este argumento funciona para justificar la privatización tanto del agua como su servicio. Muchos analistas de la burguesía sostendrán que el derecho al agua no significa su gratuidad y al hacerlo, deben estar conscientes que están justificando la mercantilización de un elemento fundamental para la vida. Es una cuestión de principios, aunque a nadie le interese la ética en estos tiempos, es un principio de vida lo que se está defendiendo. ¿Qué pasará con las familias que no puedan pagar el aumento a la tarifa de agua? El número de cortes aumentará y la distribución desigual de un bien que debería ser común se legaliza, lo que devela relaciones de poder más profundas.

 

La lucha por el agua es una lucha social, no meramente ambiental; porque dedicados como están ahora los capitalistas, a mercantificar la vida para mantener y aumentar su capacidad de acumulación, la lucha por el agua, que es también una lucha por la vida, deviene en una lucha política, de poder: ¿quién gestiona el control, uso, distribución, de los bienes naturales comunes? ¿bajo qué racionalidad? ¿pueden entenderse los bienes necesarios para la vida como productos de la naturaleza que están a disposición de las necesidades del mercado? ¿puede esto justificarse éticamente? ¿tienen los gobiernos alguna legitimidad para decidir sobre ello?
Otros argumentos que giran en torno a la justificación de la privatización del agua son, por ejemplo, que a mayor costo, la gente hace un uso más moderado, y se favorece un uso más “racional” del agua o que la gestión privada es más “eficiente” “especializada” y de “mayor calidad”. La verdad es que, según lo que nos muestran experiencias en muchos otros países del orbe, la privatización del agua no ha funcionado, las altas tarifas crean problemas mayores, no hay un uso más moderado, sino una distribución inequitativa del derecho al agua y mayor conflictividad social, por lo que los gobiernos están, nuevamente, en algunos casos, recuperando la tarea de gestión del agua. La ola de reformas que han sido impulsadas los últimos años en nuestro país, se enmarcan en el sentido contrario, el Estado mexicano está gestionando su propio desmantelamiento ―lo que no significa que desaparezca: se necesitan la fuerza y las leyes del Estado para que los despojos puedan llevarse a cabo―, la administración empresarial de la vida de la población está generando una situación de mayor conflictividad gracias al cinismo de la desigualdad y a la maquinaria aparatosa de la fuerza del Estado para replegar las resistencias. En este año, la iniciativa enviada al Congreso de la “Ley General de Aguas” propuesta por el priísta David Korenfeld, egresado de la Universidad Anáhuac, una de las más elitistas y conservadoras del país y director de CONAGUA de diciembre del 2012 a abril del 2015, muestra ya el cambio de política estatal en relación con el agua, modificando su carácter social y de utilidad pública.

 
La ONG “Agua para Todos”, detalló en un comunicado los efectos nocivos de esta ley:
1. Poder tomar decisiones a espaldas de la ciudadanía, y ejecutarlas con la fuerza pública
2. Privatizar el agua vía la concesión de grandes obras hidráulicas, y de sistemas municipales
3. Sobreexplotar cuencas y acuíferos y despojar pueblos indígenas y campesinas para dar agua a grandes corporaciones
4. Definir el «derecho humano al agua» como la lucha para acceder a 50 litros de agua por día
5. Garantizar la recuperación de inversiones a través de tarifas blindadas de presión social
6. Asegurar agua para el uso minero y el fracking
7. Seguir ofreciendo impunidad a contaminadores
8. Evadir responsabilidades por la mala calidad del «agua potable»
9. Desentenderse frente a desastres
10. Prohibir el estudio de la situación real del agua

 

Aunque la iniciativa de ley no ha tenido éxito gracias a la presión social de movimientos y organizaciones sobre todo del centro y sur del país, los gobiernos locales y estatales aún tienen un margen de acción para encaminar la gestión del agua al ámbito de lo privado y para justificar la mercantificación del líquido y resignificar tramposamente el sentido del agua como derecho humano. Se dice que el agua sigue siendo un derecho, pero el acceso al servicio cuesta y, por lo tanto, debe ser pagado por la población. El gobierno quiere vendernos el agua como una mercancía y los inversores privados serán beneficiados con altas remuneraciones por la concesión del servicio. Para abril del 2016, se ha decidido que la tarifa aumentará, nuevamente, en 35% con el fin de saldar las cuentas del servicio privado de la desaladora. Es decir, lo que están legitimando con estas políticas es que seamos nosotros y nosotras quienes finalmente paguemos el negocio que hacen los gobiernos y las empresas con el agua.

 

Esto a todas luces es injusto. Estamos hablando de un bien que es fundamental para la vida, si nuestra racionalidad está tan colonizada y no somos capaces de distinguir entre un bien común y una mercancía, el curso del despojo que ha azotado a nuestro país no encontrará los obstáculos necesarios para detenerse y, por el contrario, extenderá sus territorios de dominio. Es preciso, nos parece, provocar, fortalecer, generar con otros y otras organización, defensa y protestas articuladas, para evitar que esto suceda.

 

Caborca, Sonora, enero 2016
¡Salud y rebeldía!

Por Alicia Hopkins

La fotografía muestra el seco vado del Río Sonora que atraviesa la ciudad de Hermosillo. Por Benjamín Alonso

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Sobre el autor

Alicia Hopkins es profesora, filósofa y activista sonorense avecindada en la Ciudad de México

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