Una reacción reflexiva del profesor Uribe a los disparos de una charra chava que visitó el rancho

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Platicar con la gente en la calle, en las plazas, en el camión o en cualquier otro lugar, es un ejercicio bastante reconfortante y alentador. La gente del común, la que carece de estudios de alto nivel, puede llegar a revelar los gestos y relaciones que desbaraten los más intelectualísimos conceptos. Esto, porque la imagen de la ciudad está en las vivencias diarias, en el trajinar cotidiano, en lo intrascendente. La intrascendencia se vuelve trascendente al ir dibujando el perfil, el rostro, del uso del espacio citadino. Son cientos de miles de historias que van acomodándose en un lugar común a todos, en un denominador común que abarca todo el “abanico social”. Sentarse en la banqueta a platicar con el paletero o en un reconfortable sillón con algún empresario o funcionario público, nos da la calidad del espacio en el que vivimos todos, la ciudad.

Chicas estudiantes de la Universidad de Sonora en 1978

La carencia de estas imágenes, nos lleva al prejuicio. Un prejuicio venido del mismo uso de esos conceptos de altos vuelos y acuñados en otras realidades. Y lo que se presenta como una “critica”, termina siendo un simple “juicio de valores”. La crítica parte de una realidad, el juicio de valores, de imágenes que consideramos mejores de las de aquel o aquellos que tenemos enfrente. Una forastera, cargada con las imágenes de su lugar de origen, carga de frente y con gran desenfado contra casi un millón de vecinos con los que no tiene ni haberes ni deberes. Ser forastero, en cualquier lugar del mundo, ser ajeno a “otra” realidad, es algo bastante incómodo. Tenemos dos opciones, enfrentar las formas y tratar de incluirse, o encerrarse en el mundo de formas con las que llegamos y solo se ve a uno mismo y en una realidad ajena. La primera es una actitud crítica, la segunda, un juicio de valores. 

Todo conflicto tiene dos historias, la crítica escucha las dos y el juicio de valores se encierra en una. Los valores tienen un origen que conforma la mentalidad del grupo. El posible origen de la actitud de la forastera, puede estar en la imagen que tiene Jalisco de sí mismo y, por lo tanto, del otro. Estado de origen de la forastera. En enero de 1966, Rubén Ríos Ahumada, director de turismo de Jalisco, atendiendo a una invitación de las autoridades de Arizona para visitar al vecino estado del norte, hizo declaraciones a la prensa arizonense promoviendo el turismo hacia Jalisco. Lo cual está bien, esa era su chamba. Sin embargo y para reforzar la imagen planteada de su Estado, lo contrastó con Sonora, sin tener vela en el entierro. Declaró que, “En Jalisco se mantienen realmente las tradiciones mexicanas, no como en Sonora en donde ya todos están ‘americanizados’”. Nos llamó “pochos”, solo para llevarse algunos bañistas gringos de las playas de Sonora a las de Puerto Vallarta.

Jalisco “es” la identidad de México. Una idea con la que aún se juega en las redes sociales. Debe ser terrible cargar con tal carga. La mal llamada crítica, parte de un imaginario, bastante primitivo por cierto, que faculta a sus vecinos como embajadores a donde vayan y hagan saber a los “otros” quien es quien en el pandero nacional, cuales son las formas “verdaderas” de México. Esta es la gran tragicomedia de Jalisco (nosotros tenemos la nuestra, igual que todo del mundo), que lleva a afirmaciones disparatadas como las de la forastera.

Otra chica de la Unison, ella con viejitos del Mercado Municipal de Hermosillo en 2015

Los chilangos tienen también su conflicto mental que los lleva a ser “críticos” del vecindario provinciano. Recurro a un chilango conocidísimo por propios y extraños, Carlos Monsiváis. Afirma nuestro citado, que el chilango no va a otra parte, a otra ciudad o pueblo, para conocer, divertirse, vivir o trabajar. Va a otra parte a comparar su “horroropolis”, así llamaba Monsiváis a la Ciudad de México, con la ciudad a la que fue. El ejercicio de compararse para demostrar que se es mejor que el “otro”, debe tener sus costes emocionales bastante cargados y sus momentos de ridículo muy divertidos. Hace años, caminando por una de las Fiestas del Pitic, llegué a una mesa atendida por una morra chilanga. Platicaba con una amiga, también del mismo rumbo, quien le preguntó si había ido a Paris. Contestado que sí, le pregunto que si que le había parecido la Ciudad Luz, a lo que respondió que, “Paris no es lo que dicen”. Válgame el señor, Paris, LA ciudad es un mito.

Los unos, por ser la “mexicanidad”, y los otros, por ser el ejemplo a seguir, reclaman trato especial a donde quiera que vayan. Y aquí es donde interviene el gran reclamo a Hermosillo, el deber ser una ciudad incluyente. Incluir a alguien no es decisión de uno solo, es decisión de ambos. Es un juego de ida y vuelta en el que se van develando las formas de cada uno de ellos. Es el juego de ida y vuelta para aceptar o rechazar formas que son ajenas tanto para el que ya está como para el que viene. De este ir y venir, resulta la aceptación o el rechazo del otro, ambas respuestas son válidas. Proponerlo como un deber, no es inclusión, es imposición. 

Encontrarse con la gente en la calle o en cualquier otro lugar, escucharla, da al traste con algunas conceptualizaciones doctorales. El tanto ruido que hizo la declaración de la forastera, bastante desenfadada por cierto, no es más que el eco de esa actitud banal de algunos intelectuales que se han erigido en jueces del sonorense y del hermosillense, (hasta da la impresión de que fue un sainete armado). Pero se trata de un ambiente bastante acotado, que poco o nada incide en el conocimiento de nuestra realidad. Más bien da la impresión de una pelea entre intelectuales por ganar “posiciones” dentro de la trama burocrática de la cultura oficial y universitaria, o de figurar sobre el resto. Lo cual, de ser así, los pasaría de inmediato a la calidad de objetos de estudio. 

Hermosillo es una tierra de inmigrantes. Miles de ellos salieron de las regiones de donde vienen sus, ahora, críticos. En lo personal, solo conozco a una persona originaria de Guadalajara, con “toda una vida” viviendo en Hermosillo. Somos camaradas de bancada en el Pluma Blanca, donde platicamos de todo, menos de estas angustias existenciales. Y no por falta de interés. Simplemente, ninguno de los dos nos vemos como extraños, como forasteros. Así también, andan por las calles miles de personas que se van integrando a la ciudad y otras que ya tienen muchos años aquí. Son originarios del “resto del país”. Del centro y del sur de México buscando hacer la vida en el norte. Sus historias son diferentes. No llegaron exigiendo un trato especial. La gran mayoría de ellos salieron en busca de una mejor vida. Muchos se internaron en los Estados Unidos buscando trabajo. Unos lo lograron, otros fueron expulsados y algunos terminaron en Hermosillo, donde hicieron casa y familia, como pudo haber sucedido en otra ciudad del norte.

Buena vibra en el marco de un corte de listón, también en la multicitada Universidad de Sonora, año de 1987

Platicar con la gente menuda en la calle, o en donde sea, deja imágenes de una realidad que poco, o nada, tienen que ver con las angustias regionaleras de nuestros ilustrados forasteros. Hace unas semanas fui a despacharme unos tacos de carnitas. El taquero y dueño del negocio, resultó ser de un pueblo de Michoacán, del que salió hace poco más de veinte años en compañía de cuatro amigos rumbo al Coloso del Norte. La migra los echó fuera y cayeron en Hermosillo. Sus cuatro compas decidieron regresar a Michoacán, pero él decidió quedarse. Sin alargar innecesariamente la historia, terminó casado con una mujer de Baviácora, con dos hijos en la universidad y disfrutando de viajes familiares al pueblo de su mujer donde, dice, lo tratan muy bien.

Don José, que vive en la colonia Olivares, dejó su pueblo en Nayarit para buscar fortuna en el “otro lado”. Ganar dinero era muy fácil, derrocharlo mucho más. Así estaba cuando la migra hizo de las suyas, lo regresó a México sin un centavo en la bolsa y también terminó en Hermosillo. Fueron tiempos difíciles para él, pero se sobrepuso a la adversidad y “echándole ganas” logró armar su rollo. Actualmente tiene su casa  por la García Aburto, donde recibe a hijos e hijas en compañía de sus nietos.

Una tardenoche, regresando a casa en la Ruta 11, me encontré y platiqué con una morra, treintañera y embarazada, de rasgos indígenas y muy buena conversadora, originaria de un pueblo de Puebla, que contó también su historia. Su llegada a los campos de La Costa, sus encuentros con la modernidad y otras peripecias. Le pregunté si alguna vez la habían agredido por su rasgos indígenas y me contestó que sí. ¿Y qué hiciste? le pregunté. Riéndose pero con ganas, me contestó: “Lo mande derechito a la v…”. Qué va de una actitud a la otra. La ilustrada forastera universitaria, la esencia de la mexicanidad, la poseedora de las formas, reclamando un trato especial. Del otro, una mujer del común, sin más pena ni gloria que tratar de sobrevivir. Me pregunto, ¿cuál de estas dos actitudes ha construido realmente el Hermosillo que vivimos en la actualidad?

Posdata. Los grandilocuentes estudios del Hermosillo contemporáneo, siguen pegados a la figura del hermosillense histórico, de aquel de la primera mitad del siglo XX, y que se integró a los cientos de miles de inmigrantes, desapareciendo como tal. Una imagen que lo mismo ha servido para ponderar que para denostar al Hermosillo actual, pero que en ambos casos, solo son ficción.

Texto y fotografía (compiladas o tomadas) por Jesús Félix Uribe García

Nota del editor: Explica el autor que muy mucho «es una expresión válida,  acuñada por Pérez de Ribas, jesuita que estuvo en Sonora a fines del XVII».

El tradicional menudo acompañado de pan con mantequilla en el también ya citado Mercado Municipal de Hermorrancho, diciembre de 2021

Sobre el autor

Arquitecto, editor y cronista de Hermosillo

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