Mérida, Yucatán.-
El primer partido de la NBA que puedo recordar es del año 2000. Tengo imágenes de juegos anteriores, pero este es el primero que recuerdo con nitidez. Es irónico pero justo que recuerde precisamente ese juego porque fue el primer gran dolor que me causó el baloncesto. Por aquella época los Portland Trail Blazers, un equipo de poca afición más allá del noroeste de los Estados Unidos, eran llamados, con sorna, los Jail Blazers. Se trataba de una colección de retazos talentosos pero indisciplinados. Problemas de conducta, marihuana en los vestidores y altercados con la policía eran pan de cada día para ese equipo de inadaptados. A ese escenario arribaron los veteranos Scottie Pippen —el escudero de Jordan intentando demostrar ser más que eso—, Arvidas Sabonis —un pívot lituano que entra en la discusión por el más grande jugador europeo de todos los tiempos, pero que llegaba a la NBA en el ocaso de su carrera— y Steve Smith —un viejo rival de Jordan. La narrativa era ésa: un montón de vagos encontraron a sus líderes y los seguirán hasta la muerte en pos de la redención. Me enamoré de ese equipo.
Los Trail Blazers tuvieron una gran temporada y alcanzaron las finales de la Conferencia Oeste. Todo mundo decía que el ganador de la Conferencia Oeste barrería con el de la Este (y así fue a la postre), así que se trataba de ganar esta serie para ser campeones. Contribuyó más a la narrativa (los estadounidenses son maravillosos para crearlas) del equipo chico, sin súper estrellas, que enfrente se hallaran los poderosos Lakers de los Ángeles de Shaquille O’Neal y Kobe Bryant. Los Lakers eran, a mis ojos, el América —el despreciable club de los Azcárraga— de la NBA. Eran amarillos y eran odiosos. Representaban la opulencia, el poder: eran Hollywood. En ese entonces los Lakers llevaban años de ayuno, lejos de la época showtime de Magic y Kareem. Los Laguneros se hicieron de los servicios de Phil Jackson, el otrora mentor de Jordan, buscando la consagración de sus jóvenes súper estrellas. Los Lakers tenían sueños de dinastía y sólo se interponía, en su maligna campaña de conquista, el humilde equipo de los veteranos y los inadaptados de los Jail Blazers.
La serie fue épica. Después de ir perdiendo tres juegos a uno, los Blazers remontaron y empataron, haciendo necesario un séptimo y definitivo juego, en California. Los amantes del baloncesto saben que no hay cosa más hermosa que un juego siete. Es la cumbre de la competencia. Los legados se ponen en juego, las leyendas nacen y los perdedores son condenados al olvido, o al terrible purgatorio del “qué hubiera pasado si…”. Los Blazers dominaron el juego y contuvieron, todo lo posible, a Shaq, el jugador más dominante que ha existido. Todo era alegría, pues la hazaña se estaba consumando. Entonces sucedió la tragedia. En un cuarto período de pesadilla, los Trail Blazers dejaron ir una ventaja de 15 puntos, fallaron 12 tiros consecutivos (¡¡12!!) y una remontada furiosa de los Lakers los hizo quedarse con el juego, la serie y prácticamente el campeonato. Recuerdo perfectamente la sensación de shock, la mezcla de decepción y coraje que sentí. No era posible. Los dioses de la duela —y el san Sebastián mártir que tenía entre las manos— no podían haberlo permitido. Todavía en la actualidad, cuando me siento con ganas de autoflagelarme, acudo a Youtube para revivir el juego. Aún no puedo creer lo que sucedió.
Dije antes que este primer gran dolor me lo causaron los Lakers, pero el culpable tuvo un rostro específico: el de un chico soberbio, chamaco imberbe salido de la preparatoria, copia pirata de Jordan, juegasolo envidioso con el balón, suertudo por tener a Shaq de su lado. Kobe Bryant apareció así en mi vida, como el mal encarnado, perfecto villano de mis narrativas juveniles. Lo odié.
El odio es peligrosa palabra. Nuestra sociedad, por fortuna, es cada vez más sensible a los lenguajes que incitan al odio. Pero en los deportes el odio adopta otro sentido. Se odia deportivamente. Se odia a quien se teme, a quien es una amenaza. Se odia a un rival deportivo y se le desea todo mal que pueda acaecerle dentro de la cancha, siempre que esto no implique daño a su integridad. No se le desean lesiones a nadie, pero se desea que pierda todos los partidos que juegue, de la manera más humillante y dolorosa posible. Los deportes son un espacio donde este tipo particular de desagrado hacia un jugador va de la mano de la admiración, dijo Bill Simmons. Y es que uno no odia al que derrota siempre, al débil, en fin, al intrascendente. Tampoco se odia al tramposo, a ése se le desprecia. Se odia al que gana siempre, al que logra algo que, sientes, te corresponde a ti y a tu equipo. Su seguridad se percibe como soberbia, su talento como suerte, sus celebraciones son provocaciones y sus logros inmerecidos.
Durante los años de dominio de Kobe apoyé siempre a sus rivales. Vi caer a los Kings de Sacramento, a los 76ers de Allen Iverson y a los Celtics, en su camino hacia sus cinco anillos de campeón. Celebré sus derrotas ante los Spurs, los Pistones y aquellos mismos Celtics. Luego, el padre tiempo hizo lo suyo y la NBA empezó a quedar en manos de otras estrellas. De algún modo, me pareció, Kobe era otro, más benevolente, menos presuntuoso, hasta empezaba a caerme bien y casi me lamentaba de que sus poderes lo estuvieran abandonando. No era tanto el cambio en Kobe sino que dejé de percibirlo como una amenaza. Dejó de acribillar a mi equipo y pude entonces valorar su juego, el de uno de los más grandes basquetbolistas de todos los tiempos. También pude revalorar la existencia de Kobe, el villano, como protagonista de mis historias. Acompañó mis días de juventud y fue parte de mis ensoñaciones diurnas. Amante de las historias, hice de Kobe una figura mítica, malvada, pero no por eso menos sagrada. La vida cotidiana era llevadera mientras soñaba con las batallas, las acaecidas y las venideras, y hasta llegué a tomar parte en algunas de ellas. En mis historias Kobe siempre perdía, luego, cuando veía los noticieros, hacía corajes por verlo ganar.
El día que Kobe se retiró celebré con el resto del mundo basquetbolero la carrera de un hombre feroz, de una mentalidad de hierro. Ese día anotó 60 puntos, en un testimonio claro de su grandeza. Ya lejos de su época de esplendor, Bryant se había convertido en un mentor para las nuevas generaciones, una inspiración para los nuevos aspirantes a asesinos. Nunca el más grande, ni el más fuerte, ni el más rápido, Kobe se construyó la famosa Mamba mentality: una voluntad casi inhumana —únicamente equiparable a la de Jordan— que hacía de su deseo de ganar el más grande de todos. La mentalidad de Kobe fue tan legendaria que, en alguna entrevista, le preguntaron sobre sus planes después de la NBA. Kobe, con esa determinación característica, respondió que no estaba seguro, pero que en lo que sea que se ocupara, sería mejor de lo que fue en las canchas. Los reporteros hicieron muecas de condescendencia: “Kobe dice ese tipo de cosas”. Un par de años después, Kobe ganó los premios Oscar y Emmy por el cortometraje “Dear basketball”, la oda que le dedicó al deporte de nuestros amores.
Kobe me hizo amar el básquetbol mientras lo odiaba y temía a él. Hoy ya no lo odio, sigo amando el básquet y me duelen profundamente las condiciones de su partida: junto a su hija, rumbo a un entrenamiento. Ella no tuvo oportunidad de mostrarnos su versión de la mentalidad mamba.
Adiós, querido Kobe.
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Qué gran artículo. Pocas veces se puede plasmar fielmente la mezcla de admiración y odio de sea manera y pocas veces se tiene la humildad de reconocer que ese odio puede ir transformándose en admiración y respeto. Gracias por compartir.
Gracias, Teresa. Me gustó también tu texto. La muerte siempre nos cimbra, contimás la de los que pensamos inmortales. Um abrazo.