CIENTO VOLANDO

 

Bohórquez es de los poetas desbordantes.

No rechaza ni busca las asonancias y las ofrece rotas o florecidas;

se abandona a la largueza, generoso y displicente, y a la reiteración que entre los aritméticos y los alquimistas.

Abigael Bohórquez: El péndulo.

Carlos Eduardo Turón

 

Abigael Bohórquez fue un escritor ante la crítica. Modeló su obra poética y dramática a través del escrutinio público. No pudo sustraerse a su influjo, en busca de la aprovación de editores de periódicos, críticos especializados, y jurados en concursos literarios; aunque algunas veces, muchas veces en realidad, trató de darle la espalda, cuando no quiso apartar a las ovejas negras y desaliñadas de las más luminosas y tersas de su rebaño. Cuando el poeta tabasqueño Marco Antonio Acosta (1937), compañero de sus estudios de Arte Dramático en el INBA, criticó negativamente la factura de su primer poemario, Ensayos poéticos (1955 [1954]), al señalar que había nacido pasado de moda; también advirtió su talento. Abigael no se amedrentó: atendió a su reclamo y se entregó al flagelo de los críticos de su arte y de sí mismo, o al autoescarnio privado (¿quién mejor sino él para autoinmolarse?), antes de dar un giro definitivo a su obra poética. Al año siguiente se distanció de manera definitiva de aquel poeta de 1954 que escribía como los poetas decimonónicos, cuando se sintió libre de pecado y tiró su primera injuria contra aquel poeta adolescente; porque ya tenía los primeros poemas antologables: «Llanto por la muerte de un perro» y «Madre, ya he crecido», en 1956.

 

Al conocerse su obra poética entre los sonorenses en la Ciudad de México, obtuvo el reconocimiento del atleta, político y poeta sonorense, Herminio Ahumada (yerno de José Vasconcelos, para más señas), quien le otorga su «fe de bautismo» poético en su presentación con la crema y nata de la sociedad sonorense en el verano de 1956; además de recibir un elogio de quien fungiría como su padrino literario, el poeta tabasqueño Carlos Pellicer, diciendo con la atronante voz llena de selva y mar: «México tiene a un poeta extraordinario». Recibe de ellos su primer sacramento y decide convertirlo en el nombre de su segunda reunión poética en 1957. Carlos Pellicer vuelve a encontrarse con la poesía de Abigael en su papel de jurado, un suceso fortuito e incidental, cuando su reunión poética y dramática gana el premio Libro Sonorense de ese año. Así nace Poesía i teatro, pero sobre todo así surge su poemario Fe de bautismo.

 

A su segunda vuelta por la región más trasparente del aire con un libro bajo el brazo, el joven Bohórquez ve cernirse sobre sí a los críticos más diversos, una parvada de aves ―gorriones por su canto o buitres por su rapiña― que se alimentan de su obra dramática y poética. La competencia es dura: en la cima aún siguen activos algunos miembros del grupo de Los Contemporáneos. Se le critica la obra poética pero también sus preferencias sexuales. Sus poemas a Carlos Pellicer, despiertan suspicacias. Tiene para unos, los que trabajan; tiene para otros, los que fastidian. ¡Se da a manos llenas! Abigael escribe y publica mucho. Gana premios nacionales en fila india. Promueve recitales y lecturas con los poetas del momento (Rosario Castellanos, Elías Nandino, Carlos Pellicer, entre los notables). Calla poco, muy poco: no se contiene lo suficiente, aún incluso en sus poemas, como dirá Carlos Eduardo Turón cuando prologa los poemas reunidos en 1982 su primera antología personal y provisional de la obra poética que reconoce de ese periodo.

 

Ahí estaba él, en el gran escenario nacional, desbordándose, con los poemas en la punta de la lengua y a la vuelta de las páginas de sus poemarios; no queriendo negarles una vida pública. No obstante, al tratarse de libros, sí se antologa: sus poemarios son como una antología: pide la criba del trigo, quitar a la hermosura de la espiga, el grano más selecto, repudia el cascajo, lo deja para las efímeras páginas de los periódicos. Así lo hace; pero sólo cuando es menester de reunir lo mejor de su obra; porque no pudo o no quiso ser más rígido, si agradecemos afirmar la existencia de algunos nuevos poemas dentro de los nuevos poemarios que va gestando y que se han vuelto una crónica de una vida literaria.

 

Quizá se debe a la justa crítica de Turón, que dicha antología goce de la aceptación general y el motivo de que no publique nada los años siguientes. Sólo continúa con su hábito de medirse en concursos literarios, y de acrecentar el número de poemas antologables («Tierra prometida», es un ejemplo), y de gozar del estipendio por los poemas que concursa durante toda esa década. Vuelve a pecar de pródigo, donde sólo hay algunos poemas prodigiosos, que reunirá en Poesía en limpio (1991 [1989]), su nuevo libro desbordante y quizá más escandaloso que los anteriores, por la acritud y el tratamiento que da a sus temas: el descaro con que celebra sus conquistas amorosas, llenas de ternura y de erotismo homosexual; la monstruosidad de la muerte que lo aparta de poetas que han entrado al panteón cívico y reconocimiento público. La contracara de ese aposentario de huesos predilectos, será PoeSIDA. Poemas del paraíso perdido, donde canta del hombre común, dentro de las llagas de la ciudad, doliéndose en su oficio de homosexuales y más expuestos aún por una pandemia que no se declaró oficial hasta que fue demasiado tarde: el SIDA.

 

Diez años después, a finales de 1992, reconoce su desmesura: «Cuando estaba muy joven, podría haber ocurrido eso, de que luego luego escribía así, frente a los hechos, luego luego me aventaba el ´culebrón´, o sea poemas larguísimos que debieron haber sido recortados, cernidos, pero ahora actualmente analizo, autocritico, mocho, hasta que queda esencialmente lo que quiero decir y como me gustaría leerlo, entonces es un proceso largo pero frio, calculadamente frio, matemático, alquímico…», dice en una entrevista el 12 de octubre de ese año, cuando ya tiene escrito PoeSIDA y Navegación en Yoremito. El primero ganará ese año, un mes después, el Premio Internacional de Poesía convocado por la UNAM y CONASIDA, sin que se le publique la obra y entregue el dinero estipulado (con una espera inútil que muere con él tres años después); el segundo, el año siguiente, como ganador del premio nacional Juegos Florales Clemencia Isaura de Mazatlán, Sinaloa. Se comprobará, por la factura de este último, que ha operado una contención, un juicio más duro ante el nuevo giro estético que, a pesar de contadas excepciones, vuelve antológicos a la mayoría de sus poemas; pero más que nada en ese poemario, si escribió y publicó otros poemas donde se nota su gusto por soltar amarras y echarse a navegar sin un destino premeditado en el bregar del mar de las páginas elegidas.

 

Cierto es que Abigael siempre siguió su propio impulso, no descartó poemas medianamente buenos, a la sazón de sus urgencias, muchas de ellas evidentes obsesiones literarias, pero también a las preceptivas de los concursos, como lo es el poema «Canto nocturno con presagio», que gana los Juegos Florales Nacionales de Aguascalientes en 1962, y «Cita en la noche de Guaymas con Neruda», que gana el premio Juegos Florales Nacionales de Guaymas, Sonora, en 1993; ambos son poemas de poco atractivo. Es así que su obra dramática pierde pronto lo que ganará su obra poética: la tribuna pública, además de los ingresos y la fama que le permitieron los concursos y recitales, que se perpetuarán en los comentarios de periodistas y literatos con su descubrimiento, cuando callaron/editaron sus opiniones en la televisión, le cerraron el paso cuando expuso su homosexualidad, y cuando le cortaron sus alas cuando fue maestro universitario (por aludir tres momentos de su biografía). Con ellos establece una resistencia armada a través de una confrontación, no física sino espiritual, aunque ofrende su cuerpo en las piras paganas de la maledicencia pública, al tender sus magras carnes al sol y se entregarlas en holocausto.

 

Ante la parvada de críticos, cientos de ellos que pasan volando en la primavera, verano y el otoño de sus letras, se inconforma con sólo tener uno a la vez (¡más vale un pájaro en mano!); porque algunos pájaros no fueron cantores de trinos; también los hubo con graznidos que los desenmascaraban como zopilotes al asecho. Se sintió tan digno y abastecido como Goethe, que debía alegrarse del ladrido que anunciaba su paso por el mundo. Cada trino, graznido, o ladrido eran música para sus oídos, cuando hacía su nido en las verdes nervaduras de una hoja, o un pedestal digno de su peso, para descansar después de infinitas jornadas.

 

Abigael JorgeLuisEzequielSilva
Abigael en su homenaje por sus 40 años de escritor publicado, el 17 de octubre de 1995. Recibe reconocimiento del maestro Jorge Luis Ibarra Mendívil, rector de la Universidad de Sonora. Fotografía: Ezequiel Silva.

 

Así fue sumando lisonjas y ofensas, a través de 40 años de escritor editado. Olvidó algunos otros críticos; no incluyó incluso aquellos comentarios que lo alabaron. Bohórquez, queda claro, no pasó desapercibido; sí no lo vieron algunos o no se tomaron ni el tiempo ni la molestia de tratarlo, queda claro quién fue para la poesía mexicana: un poeta estridente, sin ser estridentista; un poeta erótico y romántico, sin ser un heterosexual entre los contemporáneos, como lo fuera Octavio Paz; un poeta social e irreverente, como un Efraín Huerta; un poeta homosexual, sin llegar a ser cauto como Carlos Pellicer, ni un dandy como Salvador Novo, ni sutil como Elías Nandino. Fue, como algunos de ellos y a diferencia de otros, brutalmente honesto; porque daba su obra poética para que pasara de mano en mano, de pájaro en pájaro, hasta sumar más de cien juicios sumarios sobre su obra poética y dramática. Aunque recibió el ninguneo o la indiferencia de todos los grandes jerarcas de la cultura, como lo fueron de Alí Chumacero u Octavio Paz en Poesía en Movimiento, Gabriel Zaid en Omnibus de poesía mexicana, y a Carlos Monsivais de Poesía Mexicana del Siglo XX. Aún pasó desapercibido (o quizá ignorado) por José Domingo Arguelles en su Antología General de la Poesía Mexicana.

 

A estas alturas, visto lo peor y lo mejor, ya no incomoda ni escandaliza; no es un poeta de multitudes ni mayorías, aunque estas podrían identificarse con él y lo saquen de su olvido ocasional dentro del panorama poético nacional. Su ausencia en las grandes editoriales del país o el extranjero es un recordatorio del descuido en que puede caer una obra literaria no apta para menores en un país que se empeña en chamaquearnos y, al menos editorialmente, negar una realidad común y muy próxima a todos los mexicanos: su acritud ante el racismo, cuando canta al poeta Langston Hughes; su indignación por el asesinato atroz cuando alaba a Rubén Jaramillo; su reconocimiento como un erómano del «otro amor», cuando canta al amante sin nombre o que muda de nombre como lo hiciera un Federico García Lorca o un Luis Cernuda, un Xavier Villaurrutia o Salvador Novo; su certeza de esa cruz que ha de cargar, al saberse hijo de una madre subyugada por un régimen patriarcal, su amada e insufrible madre Sofía Bojórquez.

 

Más que un dolor de cabeza contra el sistema y un saboteador del calendario cívico y patriarcal, más que un apátrida o un apóstata, es un poeta plenamente humano que reconoció tarde su error al cantarle a la «oropéndola» en 1954, a quienes descalificará después a mediados de los sesenta, aunque hubiera sido uno de los «señoritos poetas/ de intocables perfiles/ y cafés literarios», y a mediados de los ochentas, cuando desprecia a todos los «cursis, arribones, coquetos, o/ magníficos, menospreciados, resplandecientes,/ mamones, lambisquistas, agachones, musáferas, excrementables, amafiados, instituidos, chichifos,/ juniors, mariposócratas, pájaras, coleópteros, suripantones,/ y hasta olvidados, incorruptibles, altísimos poetas/ y parlachifles, literatíputos, de tocho», cuando le zumban los «odios feroces» de quienes «desconocieron» a Miguel Guardia como a él.

 

De los mejores y los buenos críticos, así como de los malos y los peores, conoció el alcance de su obra literaria. Su punto de partida fue aquella Peña Literaria de San Luis Río Colorado, Sonora, y las primeras opiniones en un medio aún desfasado de la práctica poética nacional. Su trasformación, debe aclararse, surge con la crítica inteligente de Marco A. Acosta, el poeta y director de teatro tabasqueño. Así es cómo, después de esa puesta al día, cautiva a la oficialidad sonorense y nacional con la variante de sus segundas letras, en los que saborea el éxito en los certámenes cívicos, ganándolos y saboteándolos, dejando para siempre las plumas fuentes y el ropaje almidonado del poeta oficial, a favor de levantar el lápiz y la vestimenta de un proletario (¡obra en construcción!: ¡poeta trabajando!). Sus logros habrán de condenarlo y señalarlo por su realidad ante los hechos: su amor y su deseo distintos, que se revelan a mirar todo desde la disidencia y requieren de una transformación social para saberse libres.

 

Sus críticos poco a poco fueron más allá de su obra poética o dramática, dado que su el estilo literario era su estilo de vida. Se defenderá de ellos de los ataques públicos y privados de los transgresores de la norma; dándoles la espalda cuando celebra sus victorias cotidianas, sus conquistas momentáneas. Sus cartas íntimas y públicas, además de sus artículos periodísticos y sus obras artísticas muestran cómo se arroja como un Quijote ante Molinos de viento, en el teatro de la vida. Porque la vida, lo sabe, es una representación: su voz se vuelve teatral en el momento menos pensado, blande su espada-pluma con una caligrafía perfecta, su espada-voz con  una voz educada y modulada de un actor dramático. Se abre camino hasta llegar al  pantano del paraíso deefe, el parnacito literario de Milpa Alta, el pueblito de Chalco de Díaz, o regresa y sobrevuela el desierto o recorre en camión su Fermosillo querido. Allá y acá leyó, degustó, deleitándose entre amigos más amigos, los convidados y los congregados a la mesa o en la sala de cualquiera de sus casas; en el recinto oficial o en la cantina, el segundo hogar. Sí, es el primero en defender lo que contienen sus poemas, porque no son estilo literario, son estilo de vida; pero también es el primero o el segundo o el tercero en burlarse de ellos cuando quiere, de lamerse o de acicatearse sus heridas. Siempre fue, no obstante, el segundo en alabarlos, cuando ha comprendido con tristeza su deber y la magnitud de ese compromiso con su obra poética, cuando se dio cuenta que eran más de cien críticos que sobrevolaron su obra en los distintos lugares donde fincó, ave de paso, su residencia momentánea.

 

Por Omar de la Cadena y Aragón

Fotografía de portada: Abigael Bohórquez a la edad de veinte años, cuando todavía usaba el apellido Bojórquez y vivía en la Ciudad de México, en una fotografía publicada en un periódico de 1956. Colección particular de Omar de la Cadena.

Próxima entrega: “Siento volando”. Cuarto de doce ensayos cuya versión electrónica sale a la luz pública en Crónica Sonora y de manera impresa en la serie Archivos de la editorial Vértigo Digital.
Nota del Autor
Un poeta ante la crítica: Una biografía intelectual de Abigael Bohórquez es una crónica ensayística sobre la trayectoria intelectual de Abigael Bohórquez. Cualquier opinión, crítica o sugerencia sobre este escrito, serán bien recibidas y agradecidas para mejorarlo en su versión definitiva.

Sobre el autor

Omar de la Cadena es un escritor apartidista y doctor en Ciencias Sociales con especialidad en Desarrollo Humano por la Universidad de Sonora.

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