Ahora que se acerca el mes de la patria y se replantea el destino de la misma, vale la pena reflexionar sobre la idea de nación y la participación del teatro en la construcción de las identidades culturales y los discursos nacionalistas en Europa y en América Latina en el siglo XIX.

Empecemos por reconocer que la idea de nacionalidad es una idea moderna, surgida en el siglo XVIII, desarrollada en el siglo XIX en Europa y América y difundida globalmente con los procesos de descolonización del siglo XX, que ha hecho crisis y provocado guerras y sufrimientos en todos estos siglos y que en las últimas décadas se ha visto tanto recuperada por grupos nacionalistas como criticada por ser una estructura obsoleta.

Los imperios y organizaciones políticas de la antigüedad y los imperios del Antiguo Régimen habían sido multinacionales y pluriétnicos casi por definición, imponiendo a veces la lengua del grupo conquistador para los negocios oficiales pero sin excluir el uso de otras lenguas, otros dioses o las diversas identidades políticas y culturales, en tanto no fueran excluyentes con el discurso oficial como el judaísmo y el cristianismo en varias épocas y vertientes.

Incluso las persecuciones religiosas fueron siempre breves e infructuosas a pesar de su relativa violencia y crueldad, como la expulsión de los judíos, la persecución de los cristianos o de los albigenses en Europa o de los budistas, hinduístas o taoístas en Asia.

Es con el fortalecimiento del Estado en la época de las monarquías absolutistas e ilustradas que se empiezan a consolidar los discursos nacionalistas junto con la unificación de los mercados regionales en sistemas legales, monetarios, aduaneros y metrológicos.

“Las naciones como medio natural, otorgado por Dios, de clasificar a los hombres, como inherente destino político, son un mito; el nacionalismo, que a veces toma culturas que ya existen y las transforma en naciones, a veces las inventa, y a menudo las destruye: eso es realidad. En pocas palabras, a efectos de análisis, el nacionalismo antecede a las naciones. Las naciones no construyen estados y nacionalismos, sino que ocurre al revés”, señala Eric Hobsbawm en Naciones y nacionalismo desde 1780.

Mientras que Inglaterra, Francia, Portugal y España avanzaron en la construcción de sus respectivos Estados nacionales en el siglo XVIII y llegaron al siglo XIX relativamente unificados, el nacionalismo alemán solo surgió después de las derrotas en las Guerras Napoleónicas.

Especialmente en Suiza, una confederación muy conservadora de cantones autónomos nominalmente sujetos al Sacro Imperio, que sería disuelto en 1808, la dominación francesa intentó formar una conciencia nacional a partir de historias como el de Guillermo Tell, relacionándolo con la resistencia popular a la dominación de los nobles.

La historia se había conservado en canciones y representaciones populares y fue recuperada con la reedición en 1754 del Chronicon Helveticum de Tschudi, que retoma el poeta Friedrich vom Schiller, quien junto con Goethe es uno de los padres del alemán culto moderno y del romanticismo europeo.

En 1804 Schiller publica su versión teatral de la historia de Guillermo Tell, con un gran recibimiento popular en una época de revoluciones y sentimientos contra el Antiguo Régimen monárquico. La obra tiene mejor recibimiento en Alemania que en Suiza, donde la figura de Tell recordaba la dominación francesa y resultaba incómoda a los conservadores señores feudales que dominaban la mayoría de los cantones suizos.

La minoría que utilizaba el alemán culto, recuerda Hobsbawm, era cuando mucho de 300.000 o 500.000 lectores de obras escritas en alemán literario y solo un número mucho menor hablaba realmente el hochsprache o lengua de cultura en la vida cotidiana. Sin embargo los actores que representaban las nuevas obras de teatro se convirtieron en los difusores y portadores de la lengua común. Porque a falta de una pauta estatal de lo que era correcto (como el «inglés del rey») o las academias francesas y españolas, en Alemania la pauta de corrección se instauró en los teatros.

Los protagonistas de Guillermo Tell son campesinos y pequeños nobles suizos, no dioses y diosas o pastores griegos, actuando en un entorno familiar o reconocible para las nuevas audiencias burguesas de las ciudades comerciales alemanas encendidas de patriotismo y de justificado orgullo cívico por los nuevos teatros abiertos a quien pudiera pagar su entrada o su abono.

Del orgullo cívico se pasa al sentimiento nacionalista y de allí a la toma de acciones concretas para la defensa de la lengua materna o lengua nacional y luego a la búsqueda del autogobierno, especialmente en formatos republicanos o en regímenes constitucionales.

“Ya sea como sentimiento, ya como movimiento, la mejor manera de definir el nacionalismo es atendiendo a este principio. Sentimiento nacionalista es el estado de enojo que suscita la violación del principio o el de satisfacción que acompaña a su realización. Movimiento nacionalista es aquel que obra impulsado por un sentimiento de este tipo”, señala el antropólogo checo Ernest Gellner.

En la realidad política centroeuropea de principios del siglo XIX, al igual que en el resto del mundo, se violaba lo que Gellner llama el principio nacionalista de la coherencia entre la unidad nacional y la unidad política, es decir, que no debe distinguirse, al menos por sus características étnicas, entre los detentadores del poder y los sujetos a este.

Los estados incluían gente de distintas nacionalidades (Austria-Hungría) y estas nacionalidades no estaban siempre incluidas completamente en el mismo Estado (caso de los polacos), o para mayor descontento, la clase dirigente de un Estado pertenece a una nacionalidad diferente que la mayoría de sus pobladores por haber sido absorbida por un imperio mayor (dominación austriaca en Italia).

Sin embargo, como reconoce Gellner, no todos los nacionalismos pueden realizarse al mismo tiempo, generando una frustración nacional que vemos todavía en el siglo XXI en Cataluña, Escocia o Casubia (vaya a la Wikipedia y busque Kashubia).

Es solo la existencia de estados con límites y funciones claramente delimitadas lo que impulsa los nacionalismos, dice Gellner, y propone un criterio doble para la pertenencia nacional: primero que los individuos compartan un pasado y cultura comunes y luego que se reconozcan como pares en función de ese patrimonio.

La ruptura de las distinciones de casta del Antiguo Régimen se sustituyen por el principio de acceso general a la cultura y al conocimiento, por lo que donde antes había diferencias claras estas se diluyen (se hacen humo, dice Marx) y son absorbidas o recuperadas por la naciente burguesía, que recupera fábulas, historias, lenguajes y formas culturales del campesinado para legitimarlas y volverlas norma y justificación de sus demandas de autonomía y autogobierno.

Los nacientes estados nacionales reclaman no solo un monopolio del uso de la violencia sino que progresivamente buscan el monopolio de la educación, de la formación de los nuevos ciudadanos que genera una cultura única que se vuelve la atmósfera en la que la nación respira, vive y prospera al reproducirse.

“El nacionalismo tiene un profundo arraigo en las exigencias estructurales distintivas de la sociedad industrial. No es un movimiento que sea fruto de una aberración ideológica ni de un exceso emocional. Aunque por regla general —en realidad, casi sin excepción— aquellos que toman parte en él no pueden entender lo que hacen, el movimiento es la manifestación externa de una profunda modificación en las relaciones entre gobierno y cultura, modificación que es además inevitable… La cultura ha dejado de ser el mero adorno, confirmación y legitimación de un orden social que también sostenían procedimientos más violentos y coactivos; actualmente es el medio común necesario, el fluido vital, o mejor, la atmósfera común mínima y única en que los miembros de la sociedad pueden respirar, sobrevivir y producir. Tratándose de una sociedad determinada, debe ser una atmósfera en que puedan hacerlo todos, de modo que debe ser una misma cultura. Por otra parte, hoy en día debe ser una cultura desarrollada o avanzada (alfabetizada, basada en el adiestramiento), y no una cultura rudimentaria o tradición diversificada, ceñida al propio ámbito y no basada en la palabra escrita”, señala Gellner en Naciones y nacionalismo.

Es en este proceso de unificación o construcción de una imagen ideal de la nación y lo popular que se inscriben obras como Don Álvaro o la Fuerza del sino del político liberal y escritor romántico español Ángel de Saavedra, tercer duque de Rivas, escrita en 1835.

La truculenta historia de don Álvaro se sitúa en el pasado, añorado como espacio ideal por los románticos, pero junto a la historia de los desdichados amantes aristocráticos presenta amplios cuadros de la vida popular en las calles, hostales y conventos y el contraste entre la vieja nobleza y la nueva burguesía disfrazada aquí de noble indiano descendiente de los incas.

El romanticismo europeo va a construir todo un género a partir de las coloridas escenas españolas que sobrevive sobre todo en la ópera y cierto discurso hispanista nostálgico: Carmen de Prosper Merimée convertida en ópera por Bizet es lo primero que viene a la mente junto con El Quijote cuando se menciona España.

Lo popular romantiza la pobreza campesina y proporciona un espacio de experimentación moral de emociones hasta entonces reservadas al espacio de lo público. Se pone en esos “otros”, propios y reconocibles, los deseos y las pulsiones y pasiones desatadas que la burguesía teme como tentaciones pecaminosas y las reprueba al mismo tiempo que se regodea en su contemplación y las ofrece como el espejo en el que todos pueden mirarse.

Don Álvaro es ahora más conocido como la base de la ópera La Forza del Destino, de Giuseppe Verdi con libreto de Francisco Maria Piave, que se estrenara en San Petersburgo en 1862, en plena ola de popularidad de los temas populares españoles y el renacimiento de la lengua ucraniana cuyo uso público sería prohibido posteriormente por el zar Alejandro II.

Será la generación siguiente de dramaturgos la que irá más allá al centrar sus dramas en su propio tiempo con personajes y temas burgueses en un estilo realista interesado en la representación de actividades cotidianas que en la estilización o la evasión romántica.

La Dama de las Camelias de Alejandro Dumas hijo es un ejemplo también llevado a la ópera por Verdi y Piave como La Traviata, representativa de este nuevo estilo que será recuperado y llevado más allá por un joven escritor en la lejana Noruega, entonces en una unión forzada con Suecia.

Noruega había perdido su independencia en la Edad Media después que la plaga extinguiera su población urbana y había sido dominada por los daneses junto con Suecia en la Unión de Kalmar. El idioma noruego sobrevivió en la población rural que engendró una nueva clase comercial que para 1814 logró deshacerse de los daneses solo par caer en la unión con Suecia.

Henrik Johan Ibsen dirigía el Teatro Noruego de Cristiania (Oslo), donde se representaban obras en lengua noruega y no en danés o sueco, que hasta muy recientemente habían sido las lenguas exclusivas de la educación y el arte.

En El Enemigo del Pueblo, escrita en 1882 durante su autoexilio en Italia, Ibsen presenta su desencanto con la democracia, con la política pueblerina y los convencionalismos burgueses, donde hace decir un discurso antiigualitario al protagonista el doctor Stockman cuando trata de convencer a sus conciudadanos de la contaminación del agua del balneario en el que han apostado su futuro e invertido sus ahorros:

“No; la mayoría no tiene razón nunca. Esa es la mayor mentira social que se ha dicho. Todo ciudadano libre debe protestar contra ella. ¿Quiénes suponen la mayoría en el sufragio? ¿Los estúpidos o los inteligentes? Espero que ustedes me concederán que los estúpidos están en todas partes, formando una mayoría aplastante. Y creo que eso no es motivo suficiente para que manden los estúpidos sobre los demás. (Escándalo, gritos.) ¡Ahogad mis palabras con vuestro vocerío! No sabéis contestarme de otra manera. Oíd: la mayoría tiene la fuerza, pero no tiene la razón. Tenemos la razón yo y algunos otros. La minoría siempre tiene razón. (Tumulto.)”. (Ibsen, El Enemigo del Pueblo).

La dramaturgia ha recorrido ya un largo camino desde las obras edificantes y piadosas de la Edad Media, los espectáculos culteranos del Renacimiento y el Barroco y las empolvadas y enredadas comedias del siglo XVIII, hasta un drama que deja al público sacar sus conclusiones y le ofrece un espejo que no siempre devuelve una imagen favorecedora. Aunque eso sí, es una imagen en la lengua común, hecha para sus paisanos, sus iguales.

Para fines del siglo XIX el exotismo del pasado estaba ya casi reducido a la ópera, que seguía reponiendo las obras favoritas del público, representantes de otras épocas y ofrecía oportunidades para la construcción de narrativas en las naciones recientemente consolidadas como Italia y los Balcanes o en las naciones eslavas dependientes de los imperios ruso y austrohúngaro.

Alemania e Italia se consolidaban como entidades políticas sino como realidades culturales a pesar de su novedad relativa. El control del aparato educativo y la aquiescencia de la prensa bastaban para generar por lo menos la ilusión de solidez. Como dice Hobsbawm: “El simple hecho de existir durante unos decenios, menos de la duración de una sola vida humana, puede ser suficiente para determinar al menos una identificación pasiva con un estado-nación nuevo de esta manera”.

Mientras tanto en América Latina

Las formas escénicas fueron utilizadas y en algunos casos conservadas por los misioneros como parte del esfuerzo de conversión religiosa a lo largo de la Nueva España. Las representaciones de la Pasión en Semana Santa, las Pastorelas en Navidad y los Misterios o vidas de santos pasaron el Atlántico y echaron raíces en el Nuevo Mundo.

Los temas sacros y profanos en las representaciones eran tratados en representaciones patrocinadas por los ayuntamientos y las cofradías y en la corte virreinal. Se sabe por ejemplo que ya en 1550 el ayuntamiento de la ciudad de México contrataba espectáculos teatrales para las fiestas de Corpus Christi y de san Hipólito, ambas fiestas centradas alrededor de grandes procesiones que ponían en marcha la organización estamentaria y convertían a la ciudad en el lago en un gigantesco escenario.

En 1596 los jesuitas llamados a Culiacán, en la frontera de la ocupación hispana, organizaron la representación de un Coloquio de Navidad, trayendo las formas del teatro occidental a estas tierras.

El siglo XVII vio florecer el talento de Juan Ruiz de Alarcón y Sor Juana Inés de la Cruz como dramaturgos, afianzando una tradición de escribir y hacer teatro en la esfera de la literatura hispánica dominante. En 1601 apareció también en la Ciudad de México el primer reglamento de espectáculos, que ordenaba la censura eclesiástica, la asistencia de inspectores y prohibía los vestidos indecentes de las mujeres; medidas muy similares al reglamento en el municipio de Hermosillo, al día de hoy vigente.

Los temas de las comedias barrocas eran enredos amorosos o en el caso del teatro de cámara virreinal escenas de la mitología clásica o autos sacramentales para las celebraciones litúrgicas.

Sin embargo, el teatro es considerado un espectáculo ilustrado, racional y mesurado en contraposición con los toros, que son tachados de excesivamente pasionales y defendidos, como hasta la fecha, por los sectores más tradicionalistas de la sociedad novohispana.

La independencia alienta la dramaturgia romántica de tema prehispánico que se hace eco de las obras de tema medieval que hacían furor en la península ibérica y que igualmente fortalecían una identidad nacional aduciendo un pasado remoto. Ejemplos de esta corriente con “La Hija de Moctezuma” de Andrés Portillo, “La Noche Triste de Ignacio Ramírez” o “Un amor de Hernán Cortés de José Peón Contreras”.

Una característica del romanticismo mexicano es el tratamiento de temas de la historia reciente en la dramaturgia, aunque los teatros principales estaban acaparados por las compañías españolas al punto que cuando el presidente Sebastián Lerdo de Tejada ofreció un premio para la representación de una obra nacional, la obra tuvo que contratarse con una compañía española que estaba de gira.

Sin embargo, en los foros más populares como el Teatro Nuevo México en la colonia Guerrero se permitían experimentos como la representación de la obra “Los Martirios del Pueblo” de Alberto Bianchi, redactor del Monitor Republicano

La obra trata de las desventuras de una pobre muchacha pobre y su madre que ve su virtud amenazada cuando su padre y su prometido son llevados a la leva primero y dados por meurtos al tratar de escapar en una de las batallas entre porfiristas y lerdistas. Afortunadamente el novio regresa y salva la situación para el final feliz.

La obra fue estrenada frente a un público popular que era el retratado en la obra como los protagonistas de la leva o reclutamiento forzoso de soldados en las guerras civiles e invasiones que llenaron el siglo XIX.

El autor fue aprehendido por la policía porfirista por insultos a la autoridad y la temporada suspendida, para gran escándalo de la prensa liberal de la época. Prensa que sería sustituida muy pronto por las rotativas del muy gobiernista El Imparcial (el de aquella época).

Ya en el siglo XX Rodolfo Usigli tendrá otro enfrentamiento con la censura al representar sucesos de un pasado imaginario en El gesticulador en los años de la posrevolución, cuando el esfuerzo estatal de construcción nacional y embalsamamiento de la Revolución Mexicana parecía haberse consolidado lo suficiente como para soporta una duda hipotética. Resultó que no.

El proceso de construcción de una identidad nacional fue retomado rápidamente por los gobiernos posrevolucionarios utilizando los nuevos medios como la música grabada, la radio y el cine, en un proceso de construcción de estereotipos nacionales que ha investigado Ricardo Pérez Monfort:

“El nacionalismo mexicano, en combinación con ciertos intereses económicos tanto nacio­nales como extranjeros, creó entre 1920 y 1940 una larga serie de estereotipos que pretendieron sintetizar y representar aquello que se identificaba como lo ‘típicamente mexicano’. El estereotipo pretendía ser la síntesis de las características anímicas, intelectuales y de imagen, aceptadas o impuestas, de determinado grupo social o regional. Se manifiesto en una gran cantidad de representaciones, conceptos y actitudes humanas, desde el comportamiento cotidiano hasta las más elaborados referencias al estado nacional. Como se verá más adelante, los estereotipos se cultivaron tanto en la academia como en los terrenos de la cultura popular, en la actividad política y, desde luego, en los medios de comunicación masiva”. Pérez Monfort, Un nacionalismo sin nación aparente (la construcción de “lo típico” mexicano, 1920-1950.

La diferencia fundamental con el nacionalismo porfiriano, dirigido a las élites y las clases educadas, el nacionalismo revolucionario se dirige y hace protagonista al pueblo, especialmente al pueblo campesino, mediante grabados, fotografías y películas, el nuevo medio de comunicación de masas.

Eduardo Villaseñor y Raúl Saavedra escribían dramas rurales para ser representados por campesinos mientras Diego Rivera y Roberto Montenegro pintaban temas indígenas, se excavaban las ruinas prehispánicas y Manuel M. Ponce y Carlos Chávez, cada uno a su modo, recuperaban melodías populares e indígenas para la música culta.

Esta recuperación de lo popular debió ser sintético para ser manejable, generando algunas veces verdaderas caricaturas esquemáticas de la realidad que intentaba reflejar y dejando fuera elementos que habían sido importante so incluso regiones y poblaciones enteras como el norte o la población afromexicana.

  • “A partir de una visión conservadora -la del rural o del hacendado- combinada con los intereses eco­nómicos de los empresarios de los nuevos medios de comunicación masiva, se creó una imagen del mexicano que se impuso tanto en el mercado interno como en el exterior, ayudado, desde luego, por los intereses políticos del momento. La inven­ción de lo «típico mexicano» o de todo aquello que interesaba a «la gran familia mexicana» entraba en una de sus etapas más intensas”, señala Ricardo Pérez Monfort en la obra citada.

“El Gesticulador”, escrita por Usigli en 1937, narra una historia de ficción sobre un profesor de historia que decide hacerse pasar por un revolucionario antes de ser asesinado luego de ganar una elección regional en la que su enemigo recupera su memoria rápidamente.

La obra cuestionaba la veracidad del relato estatal sobre el proceso revolucionario y la recuperación del caudillo Álvaro Obregón por Plutarco Elías Calles y el Callismo, que para la época de la representación en 1947 ya había sido recuperado y reintegrado a la “Gran Familia Revolucionaria”.

La erosión del discurso nacionalista que se proclamaba desde el Estado Mexicano y sus instituciones van a disminuir la censura sobre la representación de esta obra, que paralelamente tendrá una muy buena recepción en Europa Oriental, donde el exotismo mexicano permitía tocar el tema siempre escabroso de la credibilidad de los liderazgos posrrevolucionarios sin ofender demasiado a la censura.

No todo lo histórico es nacionalista

Después de este apresurado recorrido parece que los esfuerzos legitimadores de los dramaturgos tienen siempre efectos inesperados sobre la realidad, enfrentándose con la indiferencia, como el caso de “Guillermo Tell” de Schiller, más popular en Alemania que en Suiza, o “El Gesticulador” de Usigli y “Los Martirios del Pueblo” de Bianchi que fueron directamente censuradas por las autoridades de la época.

El éxito de Usigli tras la Cortina de Hierro trasluce que los temas del teatro histórico son sin embargo siempre universales si están suficientemente bien presentados. Igualmente hemos olvidado los pormenores de la política interior tebana pero los temas de “Los Siete contra Tebas” siguen encontrando eco en las realidades políticas actuales y las decisiones morales a las que nos enfrentamos al enfrentarnos al poder.

Una vez construidos los relatos estos girarán hasta encontrar un público con condiciones que lo hagan receptivo o desaparecerán en las bibliotecas y los archivos o en ese inmenso archivo de historias antiguas en que se ha convertido la ópera como género y los festivales subvencionados.

Una nota final: para facilitar la lectura he omitido o reducido al mínimo las referencias bibliográficas, pero si quisiera alguna de las obras citadas no dude en solicitarlas por “inbox”.

Por René Córdova Rascón

Beneficiario del PECDA-FECAS 207-2018. Creadores con trayectoria / Teatro.

Sobre el autor

José René Córdova Rascón es Antropólogo Social por la ENAH, maestro en Salud Pública con especialidad en Políticas Públicas por la Universidad de Arizona en Tucsón, director de Espacios Expositivos, S.C. y curador externo de la nueva exposición permanente del Museo Comcaac (antes Museo de los Seris) en Bahía de Kino, Sonora. Contacto: rrenecordova@gmail.com

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