Con motivo del 75 aniversario de la liberación de Auschwitz que se conmemora en todo el mundo por estos días, comparto un texto que escribí hace tiempo pero que al menos en su intención puede resultar pertinente. Gracias a Crónica Sonora por permitirme contribuir a la necesidad de recordar y reflexionar sobre este acontecimiento decisivo.

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 Para Mauricio Pilatowsky, que de estas cosas sabe mucho

Hacia el final del documental Noche y niebla (1956) de Alain Resnais sobre la planeación, puesta en marcha y consecuencias del Holocausto, escuchamos la frase “La guerra se adormila, con un ojo siempre abierto”. La idea se expone al mismo tiempo que recorremos imágenes de los campos abandonados, cubiertos de hierba, y las ruinas de un crematorio. Nos parece, añade el narrador de la cinta, como si aquello hubiera ocurrido “sólo en una época y en un solo país”. En un pasado fijo que se aleja cada vez más de nosotros. Pero ¿es así? ¿Es el Holocausto algo que “ya pasó” y yace enterrado en una época y en una cultura ajena, cada día más extraña para nosotros? ¿Nada más que un dato “histórico” destinado al escrutinio de especialistas o al morbo de los que se complacen con los testimonios de la crueldad humana?

Un síntoma relacionado con la extrañeza anterior tiene que ver con el hecho de que los testimonios de los sobrevivientes, o al menos los de los sobrevivientes que se atrevieron a hablar por primera vez, fueron muchas veces minimizados, poco difundidos, cuando no rechazados abiertamente. Se consideraron increíbles, exagerados. Incluso, como todavía sucede, hay quienes los consideran falsificaciones, documentos forjados con intenciones económicas o de propaganda malintencionada. Algunas de esas víctimas ignoradas prefirieron morir antes que continuar como fantasmas en un mundo que no quiere escuchar, que voltea la cara ante el asesinato del inocente y la deshumanización. Tal fue el caso de Primo Levi, autor del que quizá sea el documento escrito más impactante sobre la vida y la muerte en los campos, Si esto es un hombre, publicado en 1947 (aunque la obra no se hizo conocida sino hasta la década de los sesenta).

La industria cinematográfica también ha puesto de su parte para debilitar el recuerdo de lo sucedido. Su estrategia ha sido, a propósito o no, la inversa de los negacionistas: la difusión desmesurada. Lo difícil ahora es evitar conocer algo sobre el Holocausto; a todos nos toca ver con cierta frecuencia películas “de nazis” o “sobre los judíos”, hoy géneros por derecho propio. En esas cintas, de calidad sumamente desigual, no se niega nada y se muestra mucho, e incluso se realizan esfuerzos conscientes por hacer llegar el mensaje de las víctimas, por denunciar la injusticia. Sin embargo, su efecto en los espectadores resulta ambiguo, por decir lo menos. La saturación de imágenes y sonidos, los trucos de cámara para sumar “espectacularidad”, los guiones complacientes y moralistas (no faltan quienes tienen la audacia de insertar “finales felices”) cooperan para la “normalización” del Holocausto, si no en los anales de la historia sí en la cotidianeidad del esparcimiento y la trivia, de los domingos frente al televisor (“¿Qué vemos hoy, una de judíos o una de risa?”). El Holocausto como entretenimiento nos lo devuelve como un fenómeno domesticado, perfectamente familiar y conocido pero a la vez opaco, sin capacidad alguna de interpelarnos y de sacudir nuestras convicciones, mucho menos de hacer que nos preocupemos por honrar a las víctimas y que denunciemos la injusticia y a los verdugos del presente. 

Incluso las películas sobre el tema que se consideran bien hechas pueden producir secuelas muy equívocas. Recuerdo haber leído sobre las encuestas de salida que se aplicaron tras el estreno de La lista de Schindler, el famoso largometraje de Steven Spielberg de 1993. En ese instrumento hubo quienes expresaron de distintas formas la idea básica de que “Ahora ya sé lo que se sintió estar en un campo de concentración”. ¿Qué puede significar eso? ¿Que ya no es necesario que se le recuerde a alguien lo que se sintió, ahora que ya lo sabe? Pero, hay que preguntar, ¿Se puede realmente saber lo que pasó? Y ¿cómo podemos pretender sentir lo que sintieron los que estuvieron allí? Y si soy capaz de compartir realmente el dolor de alguien más, ¿eso alivia en algo al que sufre? 

La cinta de Resnais tiene la virtud de introducirnos en el corazón de la barbarie mediante imágenes rotundas y un texto que, más que interpretar o explicar lo que vemos, nos mueve a reflexionar sobre lo que no vemos ni escuchamos: la agonía, los gritos de dolor, los asesinatos en las cámaras de gas; pero también: las ideas, los métodos y estructuras organizativas que hicieron “razonable” y viable las fábricas de cadáveres, el exterminio industrializado. Se trata de un relato “minimalista” bastante efectivo, que busca adoptar un punto de vista muy “objetivo” sobre el asunto que aborda sin dejar de ser por ello provocativo. Tras la descripción del sistema de arrestos y deportaciones de judíos, la organización y función económica de los campos, los métodos de tortura, las formas de asesinar y el destino de los cadáveres, se presenta una secuencia con ruinas de los campos y se incita a una reflexión final sobre quiénes fueron los responsables del Holocausto y sobre si debemos imaginarlo como un hecho pasado. Entonces aparece la frase “La guerra se adormila, con un ojo siempre abierto”. Con ella se nos advierte del peligro de suponer que el Holocausto ha concluido definitivamente, que los seres humanos hemos aprendido la lección y que jamás tendremos que enfrentarnos a algo similar, al menos no en el mundo “civilizado”. Sin embargo, es, como se nos dice en el documental, la “mala memoria” la que hace que el sueño de la guerra sea poco profundo y que el “monstruo” dormite aún bajo los escombros. A esa mala memoria contribuyen la ignorancia, la insensibilidad, la negación, el consumismo y el espectáculo. Hace falta hacer memoria, intensamente y con respeto. No pretender justificar ni entender; mucho menos comparar nuestro sufrimiento con el de los prisioneros de los campos. Debemos escuchar con atención los testimonios de las víctimas y tratar de recordar, aun cuando sea imposible hacerlo de manera literal, a quienes fueron borrados sin dejar rastro. Hacer memoria es, en este caso, un imperativo moral.

Otra  pregunta inquietante que se nos formula en Noche y niebla es: “¿Quiénes entre nosotros vigilan esta extraña atalaya para advertir de la llegada de nuevos verdugos?” Y: “¿son sus caras de verdad diferentes de las nuestras?” No olvidar, mantener viva la memoria, implica el compromiso de que nada parecido a Auschwitz vuelva a suceder jamás. Por desgracia, nuestra “mala memoria” ha permitido ya Ruanda, Camboya, el genocidio guatemalteco, los Balcanes, Darfur. No hemos sido capaces de “advertir de la llegada de nuevos verdugos”, y menos aún de reconocernos en ellos al menos en parte, en lo que nos toca por ignorantes, por desmemoriados, por indolentes, por no saber reconocer los signos del mal y de la injusticia y actuar en consecuencia.

Documentos como el de Resnais nos ayudan a desarrollar un entendimiento de las ramificaciones del prejuicio, del racismo y de los estereotipos de una sociedad. Nos permite desarrollar una conciencia del valor del pluralismo y nos anima a la tolerancia en una sociedad diversificada y plural. Nos enseñan también que las instituciones y los valores democráticos no se sostienen por sí mismos, sino que necesitan ser apreciados, cuidados, protegidos. El silencio y la indiferencia hacia el sufrimiento de otros o la violación de los derechos civiles en cualquier sociedad pueden, aun sin intención, perpetuar los problemas y conducir a la violencia. Ésa es la atalaya desde la cual debemos estar atentos “para advertir la llegada de nuevos verdugos”, y quizás sea la mejor forma en que podemos honrar y cultivar la memoria de las víctimas. Noche y niebla puede verse completa y subtitulada al español en youtube.

Por Héctor Islas Asaïz

En portada, imagen icónica del holocausto: la puerta de Auschwitz, también conocida como la puerta al infierno

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Porque la cultura es la mejor arma contra la barbarie

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Sobre el autor

Filósofo, ensayista, editor y traductor cajemense. También le hace a la promoción cultural y ha sido profesor en diversas instituciones de educación superior en Hermosillo, Cajeme y la Ciudad de México. Lleva ya un rato trabajando en la UNAM. Se obsesiona con la ética y la filosofía de la religión, aunque en su siguiente vida quiere ser compositor o novelista —o, si las anteriores opciones fallan, cronista de béisbol—. Últimamente le ha dado por averiguar cómo hacerle para que la filosofía vuelva a ser una actividad relevante en los espacios públicos y educativos.

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