La noticia de que Ricardo Iorio ha muerto me ha devuelto a un tiempo lejano, a un instante en el que quizá habría llamado a un amigo para lamentarlo juntos y me sería pretexto suficiente entonces para machacar las bocinas de una vieja grabadora con un CD quemado llenito de riffs de heavy metal. 

Pero no he encontrado el ímpetu adolescente para marcarle a nadie, me digo que no es necesario, que quizá es una de esas tragedias muy compactas que los hombres que pasamos los cuarenta podemos extinguir con el cloroformo de la rutina, a la que no se le resiste a nada, o simplemente sepultarlo, en un masculino y abismal silencio. Pues acecha además esa idea, en forma de buitre gris, repitiendo que se trata de un gusto que cultivé casi en privado, y eso me basta para justificar, ahora, este desahogo textual.

Almafuerte. Lo primero que me dijo ese nombre es que podía ser la marca de una línea de utensilios para la herrería, pues tenía la potencia y la sonoridad de un mangual medieval o un mazo de encino, y que calzado a una banda de heavy, les otorgaría el poder de hacer de cada estrofa un liacho de netas pardas. Aquí es donde debiera decir lo que ha mutado para mí ese nombre y esas canciones que fueron cayendo diferidas tres o cuatro años después, como desde un techo trasminado, goteando desde el Napster, Limewire, Soulseek y el Audiogalaxy. 

Pero ocurre que el nombre me sigue diciendo más o menos lo mismo, con la salvedad de que con el tiempo descubrí que no era un nombre original, sino un seudónimo arrancado de un poeta de finales del siglo XIX y principios del XX, Pedro Bonifacio Palacios, célebre dentro y fuera de su natal Argentina por un poema (Piu Avanti) que le enseña a cualquiera la entereza de no claudicar, y frente a esas convicciones blindadas, el muchacho que fui no pudo más que encajar un banderín en ese mapa que tomaba la forma de principios estéticos y, por qué no, también emocionales. 

Supe después que el territorio metalero de Ricardo no comenzó a expandirse con Almafuerte en el 96, sino que hundía raíces en los ochentas con dos bandas emblemáticas: V8 y Hermética, en esta última ya había mostrado Iorio su intención por dotar al heavy de una impronta tanguera y folclórica. La versión de Cambalache de Enrique Santos Discépolo es prueba de ello. Lo repetiría más adelante con un viejo éxito de Anibal Troilo, Desencuentro y con De los pagos del tiempo de José Larralde. 

De ahí en adelante y desafiando constantemente las fronteras de los géneros musicales, Ricardo abrazó una y otra vez en sus discos las zambas, las milongas y los tangos, siempre prestando su voz rasposa, esa lija fibrosa que hizo excelente juego con los zarpazos de heavy metal de su banda. Para el 97, firma junto a Flavio Cianciarulo de Los Fabulosos Cadillacs un disco mixto en el que resuena una versión metalera de Mal Bicho y una serie de temas acústicos donde explota su veta como folclorista. 

Es curioso, pero el Iorio folclorista no intentó emular a un Zitarrosa, un Jorge Cafrune o un Oscar Chávez, no se percibe esa intención, ni buscó fundirse con un latinoamericanismo bucólico. Ante todo, desde el metal ya se había declarado un “perro cristiano” y además nacionalista. Eso le trajo muchas críticas. Desconozco si fundadas o no. 

Forjado como un ícono del heavy en español, supo capitalizar el impulso de MTV y a golpe de letras bárbaras, cargadas de una humanidad casi campirana, se volvió leyenda entre las huestes argentinas que portan camisetas negras, quienes le armaron cánticos como hinchas de un partido (contra la ideología del consumismo, ¿será?), en un juego que no pintaba para ser ganado a principios de este siglo. Y menos ahora.

Digamos que no fueron políticos los motivos que bajaron a Iorio de los escenarios, ni tampoco aquella postura capturada en numerosos videos fue una impostación que suscitó polémicas gratuitas. Fue una salud tendiente al deterioro lo que terminó por apagar su corazón. Sentado en un sillón lo encontró su mujer, la semana pasada, con los ojos abiertos, en una zona rural de la Provincia de Buenos Aires donde residía desde hace varios años, una casa sencilla que habría decepcionado a quien buscara la ostentación de memorabilias por los muchos años entregados al heavy metal.

No, lo que hizo grande a Iorio fue la música, la guitarra del Tano Romano, o aquellos versos en la voz del Claudio O’Connor. Simplemente música, a la que tomó como una herramienta para reivindicar lo que él miró como su patria. Tipos como Iorio se vuelven la voz que anuncia a los jóvenes lo que les espera en la vida adulta: reveses, injusticias, luchas, tragedias, pero también orgullo, tradición, esperanza, amistad, resistencia.

Vaya pues mi agradecimiento al finado Ricardo, por sus aportes a la cultura su país y del mundo, y de paso, por enseñarle a los que fuimos jóvenes en los noventa, que para ser hombre era, es y sigue siendo necesario: la experiencia del deber cumplido. Tal como él la cumplió, desde la crítica, desde su particular manera de ver que debajo de los discursos lodosos, los canallas de traje y los embusteros de clase, suele latir el corazón de una patria.

Texto de Lenin Guerrero

lenonguerrero@gmail.com

Fotografía de Marcos Valero

Sobre el autor

Lenin Guerrero (Escuinapa, 1979) es editor de Estero de Cuentos y Relatos de Correas Sueltas, colaborador de Memoria Escuinapense y MamboRock. Traficante de diseño gráfico.

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