Le habían dicho que era por la patada. Que por eso no iba a poder con ese calibre, aunque tuviera razón la Ruth cuando alegaba que la bala era mucho más eficaz para matar. El proyectil .357 también era Smith & Wesson aunque se le conociera con el sobrenombre de Magnum. Ese calibre resultaba mucho más rápido que el .38 especial, y muchos alegaban que eso podía decirse incluso si se le comparaba con una bala de cualquier otro tamaño. Ruth había aprendido a tirar con una escuadra veintidós, que para sus catorce años de entonces apenas si se sentía. Lo más molesto, en todo caso, era hacerse al tronido cuando tirabas con el arma cerca de los oídos.

 

El cañón del revólver presionaba ya con fuerza sobre la piel del cuadril, la región lumbar que le dicen, paralizando al hombre, tal vez por el miedo, tal vez porque trataba de pensar lo más inteligente. Si por eso se le había hecho extraño que la muchacha le ofreciera el paso al interior de la vivienda; pensó que sería porque estaba oscuro y apenas él para saber dónde estaba el interruptor de la luz. Pero nada, que iba justo entrando cuando se distinguió clarito la circunferencia del cañón sobre la parte baja del lomo. Igual se daba vuelta, así, rapidísimo, y de un jodazo le desviaba el arma, pero para saber si la muchacha resultaba buena para tirar. Así que se quedó quietecito.

 

A Ruth siempre le había gustado el revólver más que la escuadra aunque hubiera visto poquitas películas de vaqueros o de charros. El cilindro que sobresalía por los costados, con sus canales ocupados por los tiros dorados dejándose ver desde sus orificios, así como el cañón corto de ése que le habían prestado, le hacían más intensa la aventura. Era un arma .357, y para entonces Ruth ya sabía que le cabían los tiros de ese calibre e incluso los .38, aunque los primeros alcanzaban casi el doble de velocidad, para que tirando a quemarropa el resultado fuera infalible, justo como el que quería para su primer encargo. Mucho lo había pensado. Ese mismo día toda la mañana, el día anterior y el anterior, buscando entender cómo era que se iba a atrever. Hasta llegó a pensar que lo que buscaba era conmoverse, porque clarito le quedaba que desde que se había comprometido con el matoncillo aquel no le había estorbado en nada la conmiseración. No hubieran faltado otros y otras para darle razones que le permitieran resolver el trance: si no te lo echas tú lo mata alguien más, lo mismo da un pinche malandrín más o menos, pero el que cobra es el que hizo la chamba; ni modo que haya hecho puras cosas buenas como para que haya quien quiera matarlo, así que seguro lo habrá de merecer; la ley de la selva, matar o morir; la responsabilidad es del que manda el crimen y lo paga, no del que le jala al arma.

 

Y como ésas tantas más que de todos modos no le hacían falta a la Ruth, sería por el coraje que traía desde lo de la maquiladora. Además, para que se hacía, si les había venido burreando papeles de coca o huatos de mota a los batos aquellos, y había colaborado en la manejada cargando en la caja de una pick up a la raza que había madreado a los pobres cabrones aquellos en dos ocasiones, para que todavía se le aparecieran una que otra noche en sueños. Andaba buscando el trabajo, pues, porque había aprendido que era lo que menos esfuerzo costaba y lo que mejor se cobraba. Tocó que para esa noche y por lo que se refería al señor aquel que ya tenía encañonado, sencillamente se les había perdido a los otros señores el fulano que ya tenían contratado. Cuestión de estar en el lugar adecuado y en el momento en que resultara necesaria. Así de rápido fue aunque todavía trató de asustarla el patrón cuando le azotó la pistola contra la superficie de la mesa de madera: “Y qué, ¿te lo avientas tú entonces?”. Serena, morra, que no ibas nada más por ese trabajo y si salían bien las cosas te iban a empezar a encargar otros. Ni sonreíste ni dudaste ni te mostraste compungida, y como no habías ensayado mirada alguna te limitaste a poner los ojos de china en la nariz del fulano mientras la mano bien decidida se iba yendo sobre el arma. “Simón”, fue todo lo que dijiste jalando el fierro para guardarlo en tu bolsa, que para nada era todavía de marca, como las que luego ibas a tener.

 

El hombre va volteando apenitas, muy despacio, absolutamente inquisitivo del miedo que siente conforme suelta su “¿Qué onda pues contigo?, ¿qué pasó?, ¿qué no veníamos a cotorrear un rato sabroso?”. De nada sirve su parlamento, lo sabe en cuanto lo dice porque siente como ella le empuja el cañón con fuerza, soltándole su “métete, cabrón, sin hacer show”. Ya sabe el fulano que si entra en la casa ya no sale si no es con los pies por delante, así que todavía insiste en regatear tantito antes de que la gane el miedo haciéndole de hule las piernas: “Tengo como tres mil dólares. Mucho más de lo que te van a pagar. Llévatelos. Les dices que me quebraste. Te juro que me voy y nunca más vuelven a saber de mí”.

 

“¡Pobrecito jodido!” – alcanza a pensar la Chinita – “que no se quiere morir, pues si quién va a querer”. También piensa, muy pero muy rápido, que le vale madre el tipo y que para qué le arriesga más. Está lo que le dijeron de la patada del arma, de cómo muchos más fuertes que ella no alcanzan a controlarla, pero para eso lo estuvo pensando y ya decidió que la .357 va a darle la patada hasta que haya salido el tiro, que un instante antes de jalar el gatillo va a agarrar el arma con las dos manos para contener el empujón, y que para no hacerla más cansada, el cabrón ese ya está escuchando el tronido mientras el proyectil le perfora el riñón derecho, la aorta descendente, el estómago lleno de bacanora todavía, la manteca de la barriga, y la piel cerquita del ombligo. Para no dejar dudas. Bautizo o primera comunión cargarse a aquel primero, como quiera ponerle cada quién, la Ruth se le iba perdiendo a la noche ya madrugada y cualquier rumbo era bueno. De que se escuchara el tiro a que se apareciera algún cristiano en ánimo de averiguar, bien lejos iba a estar ella, contenta con el trabajo que le había hecho la  .357. Esas carreteras del desierto no podían ser más planas, más rectas ni más solas, para que en nada, así, rapidito el pick up la pusiera a salvo.

 

     Fragmento de El libro de Ruth de Óscar Benassini Félix

Fotografía de Óscar Benassini Jr.

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Sobre el autor

OSCAR BENASSINI (Ciudad de México,1954) es médico como Anton Chejov, y colega de especialidad del portugués Antonio Lobo Antúnes.
Ha pretendido estudiar al cerebro y la enfermedad mental, esfuerzo más bien torpe para entender la maldad. Ha procurado desmenuzar el vínculo perverso entre el estado y el crimen en “Capicúa” (Ediciones Castilibros, 2014), ha contado que el novelista de aventuras más importante en la historia de las letras era un enfermo mental “El Tigre de Verona”, (Eros Ediciones, 2011), y ha reunido y editado relatos sobre locura, crimen y justicia fallida “Cuentos de locos para locos”, (Eros Ediciones, 2010), “LosTestimonios”, (Eros Ediciones, 2012).

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