Hermosillo, Sonora.-
Esa noche hacía frío, el afilado frío del desierto que lacera la carne y se mete hasta los huesos, por lo que decidió irse a su casa temprano, comprar pan en La Montenegrina, hacerse un chocolate caliente, acomodarse a escuchar la emocionante narración del béisbol por el locutor Fausto Soto Silva y después dormir calientito.
Cuando lo pensó no eran más de las siete de la noche. En el invierno la ciudad oscurecía temprano, la noche se hacía densa y a las nueve ya no había ni un alma en las calles.
La escuela cerró a las seis de la tarde con el último turno. Él se encargaba de dirigir con especial cuidado el tránsito para que los niños de la primaria cruzaran la principal y más transitada avenida de la ciudad sin correr peligro. Durante más de dos décadas se dedicó a ese oficio como una especie de sacerdocio, y de ahí nació una autoridad tan respetada y querida por varias generaciones de estudiantes que nadie desobedecía su silbato y su mano en alto, no importaba de qué estrato social fuera. Le habían impuesto el apodo cariñoso de “Moralitos”, no solamente porque era el diminutivo de su apellido, Del Moral, sino como referencia cariñosa a su autoridad.
Se dirigió a la comandancia a entregar su reporte y firmar la hoja de entrada y salida. Saludó a varios de sus compañeros policías que a esa hora llegaban y salían a diversas zonas de la ciudad. Escuchó con atención las anécdotas sobre los sucesos delictivos del día, y ya para salir, fue a ver al jefe de tránsito.
–“Todo en orden mi comandante; sin novedad en el frente”, le dijo Moralitos, sonriendo, mientras se llevaba la mano al quepí. El jefe levantó la vista de unos papeles y le contestó devolviéndole la sonrisa. “Gracias, mi sargento, se que puedo confiar plenamente en usted para cubrir esa área. ¿Ya se va?”, dijo en tono amistoso e íntimo. –Sí, mi comandante, está apretando el frío y esta es una noche que hay que disfrutar, ¿no le parece?
— Sí, tiene razón; yo también quisiera irme a la casa temprano y hacer lo mismo. –Nos vemos mañana, dijo, al tiempo que le extendió la mano.
Se despidió y salió del edificio de policía y tránsito. Parecía entusiasmado. Se frotó las manos y las sopló como si estuviera congelándose. Dobló a la derecha, bajó por la calle Nuevo León hacia el Bulevar Rodríguez. Más adelante alcanzó la calle Yáñez y llegó a la esquina donde se encontraba la tienda de abarrotes La Montenegrina. Entró.
–Buena noche, don Malcovich, ¿cómo está?, dijo Moralitos, saludando al dueño de la tienda que era de origen montenegrino, aunque en ese entonces en la ciudad casi nadie sabía dónde quedaba ese lugar. Lo que se decía era que formaba parte de un grupo de emigrados serbio-croatas, que llegó a Sonora huyendo de alguna guerra europea.
–Bien, Moralitos, ya sabes que hay que trabajar. Aquí estoy firme en La Montenegrina.
–Qué bueno don Malco. Yo terminé mi turno y ahora voy a la casa porque con este friíto la noche está chocolatera. ¿No le parece?
–Si, tienes razón, Moralitos.
–Bueno, pues por eso le voy a pedir lo siguiente; apúntele, por favor: dos conchitas, de las grandecitas; dos cortadillos y dos empanadas de calabaza. ¿Qué le parece?
— Qué envidia Moralitos; se va a dar un festín—, acomodó los panes en una bolsa que le entregó al policía.– Buenas noches, don Malco–. Moralitos salió feliz. Se acomodó un poco la chamarra para protegerse del frío. Caminó una cuadra hacia al sur y, en ese momento, se produjo un apagón de electricidad.
Las calles de la zona quedaron a oscuras. Le pareció sumamente extraño que a esas horas de la noche se produjera un corte de luz; por un adormecido pero antiguo instinto policíaco se llevó la mano a la pistola, la poderosa Colt 45 que le regalaron los integrantes del Club de Leones varios años antes como reconocimiento a su labor en favor de los niños. Sin embargo, se dio cuenta de que no la traía. Estaba prohibido portarla fuera de las horas de servicio, pero se tranquilizó pensando que la luz regresaría en unos minutos.
Llegó a la esquina del Bulevar Abelardo Rodríguez y la calle Coahuila. Dio vuelta a la derecha por ésta última y caminaba hacia el callejón Pacheco, muy cerca de donde vivía, cuando las siluetas de dos hombres se abalanzaron en su contra en el momento que le daba una mordida a un pan.
–Abusones…—alcanzó a gritar Moralitos, con una voz apagada por el bocado. En ese instante le hicieron un disparo que le dio a un lado de la cara y le atravesó la mandíbula. Se escuchó una segunda detonación. Los individuos se echaron a correr por el callejón Pacheco hacia el norte, en medio de la oscuridad.
Un destello brillante de la luna invernal iluminó a Moralitos en el momento que caía de espaldas mientras la bolsa salía disparada hacia arriba; los panes salieron de la bolsa e hicieron extrañas piruetas en el aire y, al caer, quedaron regados como si fueran los dados de su destino.
Los gritos y los disparos hicieron salir temerosamente a algunos vecinos. Los primeros en acercarse y reconocerlo gritaron:
–¡Mataron a Moralitoooooooooooooooss!
El grito se escuchó en toda la ciudad.
Fotografía del monumento a Moralitos en la escuela Alberto Gutiérrez, centro de Hermosillo, por Benjamín Alonso
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Gracias por compartir tan bellas historias de nuestro Sonora querida. Mis felicitaciones a todos ustedes que hacen posible ésto. Los saludo desde Agua Prieta Sonora.
Muy buen relato aun que triste final,mi padre me la platico hace muchos años ,como 40 años en un viaje a hermosillo por alla a principios de los 80s
El hijo de Moralitos trabajó en mi empresa y su apellido era Morales…. un saludo!!