Sustos elementales. Como tiros de la escopeta de su protagonista más cómico. Una ignorancia sin remordimiento acerca de la teología, dogmas y rituales del catolicismo. Y una fuerza tan maligna y oscura como su fotografía, empeñada en la noche prieta, que jamás aprieta.

Lo elemental: estamos ante una entrega más de la colección cinematográfica iniciada con El conjuro (James Wan, 2013), una producción que, lejos de transformar al género, sí logró aderezar un relato que se convirtió en éxito de taquilla.

Lo accesorio: Annabelle (John L. Leonetti, 2014) apareció, en su momento, como emparentada con esta cinta recién estrenada. Y, por supuesto, se anuncia ya la siguiente parte de todo este embrollo de los mil diablos.

La monja (Corin Hardy, 2018) abreva de este universo maléfico para construir un argumento rumbo al origen de la amenaza. Sin embargo, exhibe tales limitaciones que resulta imposible tomarla en serio.

Hechos sucedidos en 1952, siete años antes del modernizador Concilio Vaticano II. En Rumania, tierra de Drácula (Tod Browning, 1931), se localiza la Abadía de Santa Carta – de manera muy conveniente, al sur de Transylvania – donde a partir del suicidio de una religiosa, inicia esta aventura.

El experimentado y atormentado Padre Burke (Demian Bichir) es comisionado por el Vaticano para investigar lo sucedido. Se sospecha de la presencia del mal. En su cruzada será acompañado por Irene (Taissa Farmiga), jovencísima novicia cuya inocencia, claro está, será de ayuda providencial. Y se les une Frenchie (Jonas Bloquet), quien descubrió el cadaver de la monja inmolada.

El conjuro atrajo sobresaltos convencionales para insertarlos en una narrativa interesante. Annabelle, capitalizó la meta alcanzada al depositar el interés en un eficiente muñeco diabólico.

Sin embargo, La monja se queda corta. Mocha.

Hay un recurso, en La monja,  usado hasta la saciedad. Ad nauseaum. Se encuadra un rostro. La cámara gira, desenfocando el fondo para detenerse en el momento mas previsible y así mostrar la inminencia del maligno. De esta manera, los protagonistas son obligados a mostrar expresiones cada vez de mayor inverosimilitud. Es humorismo, ¿involuntario?

Las sorpresas provocadas por repetumbes musicales de altos decibeles no pueden faltar. Es muy probable que los primeros tres, o cuatro, resulten efectivos. Los que siguen solo provocan que se le falte al respeto a la producción. Estos no tienen madre.

En lo particular, llama la atención que un buen compositor, Abel Korzenioski, solo haya podido crear un leit motiv apenas memorable. Esto resulta al comparar trabajos musicales anteriores: Krzystof Komeda, para El bebé de Rosemary (Roman Polanski, 1968), la partitura de El Exorcista (William Friedkin, 1973) y los coros sacros de Jerry Goldsmith en La Profecía (Richard Donner, 1976).

La atmósfera gótica en las entrañas de la Abadía de Santa Carta son, tal vez, el ingrediente más logrado en La monja. Pero la fotografía de Maxime Alexandre es de un oscuro nocturno monocromático que, en verdad, resulta aburrido, se los juro por Dios que me mira.

El Padre Burke es un personaje que ya hemos visto. El demonio sabe que los sacerdotes son humanos y, como en El Exorcista, los enfrentará a sus crímenes y pecados. Como si la Iglesia Católica no tuviera suficientes problemas.

Irene, la novicia no rebelde, sirve como gozne entre todas las películas de esta galería. Quizás es por eso que no existe una conexión real entre los personajes. Están ahí solo por motivos de conveniencia argumental. Harry Potter tiene sucursal en el catolicismo, sí señor.

El peor de todos, Frenchie. Comic relief innecesario. Es obvio que sus intervenciones son útiles para que la audiencia descanse de los sustos, pero dan al traste con la pretendida maldad del filme. Ni modo. Así es el abarrote.

Que quede claro: La monja es un entretenimiento condenado al olvido. La gente acude en busca de emociones y ciertos sobresaltos. Es todo. Nadie pretende rendir culto al demonio.

La monja es, por el momento, la película más taquillera en México.

Es una Carpa de los Horrores que, por fortuna, no tuvo que lidiar con el pudor confesional de una administración municipal más dispuesta en intervenir en el ocio de los ciudadanos que en su seguridad. Abominable.

Porque ese perro que sorprendió a su dueño con un brazo humano en el hocico, esa manta aparecida en el barrio residencial de La Rioja y las recientes ejecuciones de sangre en Hermosillo, son para quitar el sueño al más bragado. Eso sí da miedo.

Los demonios andan sueltos.

Dios nos agarre confesados.

Por Horacio Vidal

Sobre el autor

Horacio Vidal (Hermosillo, 1964 ) es publicista y crítico de cine. Actualmente participa en Z93 FM, en la emisión Café 93 con una reseña cinematográfica semanal, así como en Stereo100.3 FM, con crítica de cine y recomendación de lectura. En esa misma estación, todos los sábados de 11:00 A.M. a 1:00 P.M., produce y conduce Cinema 100, el único -dicen- programa en la radio comercial en México especializado en la música de cine. Aparece también en ¡Qué gusto!, de Televisa Sonora.

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